Esta doble raíz, entonces, garantizó la persistencia del antijudaísmo y le dio mayor volumen. Cuando hubo una confluencia de ambas motivaciones (vuelvo al caso de Crisóstomo) la virulencia discursiva alcanzó cotas altísimas. Pero incluso Gregorio Magno, que no tenía un problema específico con los judíos de Roma y en diversas ocasiones los defendió, también empleó el discurso antijudío. Porque, insisto, el discurso contra los judíos ofrecía herramientas no solo contra los judíos. Era, de hecho, una pieza más del arsenal eclesiástico para atacar a otros cristianos. Hubo, entonces, antijudaísmo destinado a los cristianos y hubo antijudaísmo destinado a los judíos. Ambos, a fin de cuentas, construyeron una imagen negativa del judío que, en ocasiones, excedió el plano discursivo. Veamos, ahora, si hay posibilidades de mensurar el impacto del discurso antijudío en la población.
¿Y el pueblo?
Antes de ponderar las escasas pruebas que tenemos sobre el impacto de los discursos antijudíos en la población general, vale la pena insistir en que ni siquiera todos los enunciatarios de estos discursos tradujeron sus palabras hostiles en acciones concretas contra los judíos y las judías de su tiempo. Porque de Gregorio Magno se puede decir que, si bien usó tópicos, nunca encaró la escritura de una obra antijudía. Pero Agustín de Hipona escribió el Tractatus adversus Iudaeos. No obstante, cuando fue consultado por un problema legal entre un judío y un cristiano por una cuestión de propiedad, no tuvo problema alguno en laudar en favor del primero117. Jerónimo, por su parte, destiló durísimas palabras contra los judíos que habitaban en la Tierra de Israel. No obstante, no dudó en contactar maestros judíos para que lo ayudaran a mejorar su hebreo118. Estas actitudes, insisto, evidencian que, incluso en los propios creadores y difusores del discurso antijudío, la prédica no siempre iba de la mano de la acción directa. Ello se debe, reitero, a que el antijudaísmo era ya un componente integral del mensaje cristiano y su utilización no implicaba, mecánicamente, una voluntad de actuar contra los judíos contemporáneos.
Ahora bien, ¿cuál fue la reacción de la población? ¿Prendió en los cristianos del período el discurso contra los judíos? Como adelantamos, la respuesta no es fácil119. La voz de quienes no detentaron el poder se nos ha perdido. Para la Antigüedad y el temprano Medioevo no tenemos textos –más allá de algunos registros epigráficos120– producidos por campesinos o artesanos. Tal como decía hace un tiempo Carlo Ginzburg, la “voz de los de abajo” es difícil de encontrar. A nuestros fines, siempre mediados por la pluma de los poderosos, podemos observar algunas acciones populares y tratar de comprender sus razones.
La ley nos da algunas, aunque esquivas, pistas. El Código Teodosiano prohíbe explícitamente el incendio o usurpación de sinagogas. No es posible, sin embargo, discernir si se trataba de acciones espontaneas o dirigidas por las elites locales. Porque es obvio que un obispo no puede ir, solo, a quemar una casa de culto judía. Pero tampoco hay que descartar que la población haya tenido la iniciativa. En este sentido las narraciones sobre ocupación o quema de sinagogas dan indicios en ambas direcciones. En ocasiones los obispos son presentados como quienes impulsaban las acciones violentas; en otras aparecen como quienes intentan evitar el desborde popular (Laham Cohen, 2019b). El Código Teodosiano busca siempre, en efecto, evitar el desmadre porque las autoridades eran conscientes de que las muchedumbres enardecidas podían comenzar por la sinagoga y seguir por la casa del gobernador.
Los cánones conciliares, como mencionamos antes, parecen denotar que una parte importante de la población no tenía problema alguno en interactuar con los judíos. Prohíben, en tal sentido, comidas en común, matrimonios mixtos, celebraciones conjuntas, recepción de regalos, etc. Como si intentaran contener la fluidez del contacto entre individuos que podían identificarse como diferentes pero que no veían en esa diferencia una barrera insuperable. No debemos, sin embargo, exagerar la mirada optimista. Es decir, la interacción parece haberse verificado, pero ello no indica que el filojudaísmo haya sido la norma.
Continuando con los cánones, vale recuperar una norma escrita hacia 583 que ha sido interpretada de muy diversos modos:
Que a los judíos, desde la cena del Señor hasta el primer día de Pascua, según el edicto del rey Childeberto de bendita memoria, se les niegue el permiso para deambular por las plazas y por el foro casi como motivo de insulto y que muestren reverencia a todos los sacerdotes y clérigos del Señor y no se permitan tomar sitio ante los sacerdotes, excepto que les sea ordenado. Quien por alguna razón se permitiera hacer esto, sea detenido por los jueces del lugar según su condición personal121.
¿Por qué se prohibía a los judíos deambular por las calles durante la Pascua cristiana? Se han dado tres respuestas, las tres aceptables: 1) para eliminar visualmente a los judíos, al menos durante unos días, y así poner de relieve la superioridad cristiana; 2) para evitar los desórdenes públicos, documentados también en otras fuentes, en el marco de una semana en la cual, desde los púlpitos, se insistía, una y otra vez, en la responsabilidad judía en torno a la muerte de Jesús; 3) porque los propios judíos llevaban a cabo acciones violentas en la Pascua cristiana122, tal como se observa en algunos (si bien escasísimos) documentos123.
Insisto en que las tres me parecen verosímiles, si bien la última es de más difícil comprobación porque es posible que las fuentes cristianas hayan inventado una excusa para justificar ataques posteriores. Sin embargo, no ofrezco una respuesta categórica, aunque tiendo a pensar que la segunda razón es la más probable dado que las autoridades eclesiásticas no deseaban que se generaran tumultos que pudieran alterar el delicado equilibrio social, económico y religioso que había, en este caso, en la Galia del siglo VI. Pero el canon, más allá del debate, vuelve a poner delante de nuestros ojos la dificultad de discernir cómo actuaba la población general frente al discurso antijudío.
Es que tenemos las diatribas de Crisóstomo contra los judíos –para seguir con un personaje que ya hemos mentado– pero no sabemos si la gente, luego de su memorable ciclo de homilías, cambió su actitud. Ni siquiera lo aclara el propio Crisóstomo. Y aunque lo aclarara, dado que es un discurso fuertemente performativo, no deberíamos fiarnos automáticamente de sus palabras.
Para resumir y no extendernos más, las evidencias que poseemos de leyes, crónicas y epístolas ponen de manifiesto, desde mi perspectiva, comportamientos similares a los que observamos hoy en día frente a las minorías. Excepto en situaciones extremas como la Alemania nazi124, no hay un comportamiento popular uniforme frente a los judíos. En la Antigüedad Tardía parece primar una coexistencia relativamente pacífica, salpicada por actos violentos, muchos de ellos –aunque no todos– dirigidos por las elites religiosas. En cuanto a la microviolencia o a la violencia de baja intensidad, no aparecen en el registro y es probable que, de haber existido, nunca sepamos de ella.
Quiero cerrar este capítulo exponiendo algunas de las respuestas judías a tales violencias. El problema, aquí también, es la falta de fuentes. De toda la Antigüedad Tardía, excepto el registro epigráfico, no han sobrevivido textos producidos por judíos más allá de la Tierra de Israel y Mesopotamia125. La literatura rabínica de tales regiones apenas nombra al cristianismo. No permite, entonces, ni siquiera observar cómo se daba la interacción con las incipientes comunidades cristianas en Palestina.
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