1 ...8 9 10 12 13 14 ...17 En general, los tópicos cristianos antijudíos del período siguen una lógica y se asocian a tres temporalidades: antes de Jesús, durante su vida y luego de su muerte. En torno al tiempo anterior al nacimiento del mesías cristiano, existen ciertas disonancias. Algunos autores, como Agustín, ponderaban el respeto judío por la Ley, mientras otros, como Crisóstomo, consideraban que los judíos la violaban continuamente y que, cuando la cumplían, lo hacían no por amor sino por temor. Existía, allí, una tensión: no se podía impugnar plenamente el pasado judío (excepto adoptando posturas como las de Marción86) sin poner en jaque la propia continuidad cristiana. Las referencias a los judíos anteriores al nacimiento de Jesús son las únicas, entonces, cuya virulencia es moderada. Todos los tópicos asociados al tiempo de vida de Jesús y al periodo posterior son monocordemente agresivos87. A los judíos se les endilga, por una parte, no haber podido comprender que Jesús era la culminación del mensaje veterotestamentario y, por la otra, el hecho de haber sido castigados por tal incomprensión.
Así, los autores tardoantiguos insistían, una y otra vez, ya sea en la torpeza espiritual de los judíos, ya sea en su maldad. Es que la literatura cristiana debía –recordemos las palabras de Langmuir– explicar por qué los destinatarios originales del mensaje divino no habían podido ver, frente a pruebas irrefutables (siempre en el pensamiento cristiano, claro) al mesías en Jesús. Entonces se suceden continuamente referencias a la ceguera, oscuridad y terquedad. Claro que en ocasiones también se enfatizan conceptos como maldad, orgullo y soberbia, aspectos que aumentan, en el discurso, la culpabilidad de los judíos.
Los tópicos antijudíos tardoantiguos se completan, por último, con aquellos ataques vinculados al abandono de los judíos por parte de Dios y a su reemplazo por la gentilidad. Así, eventos históricos como la destrucción del Segundo Templo en el 70 e.c. son presentados como testimonio irrefutable del error judío. Se construye, así, la noción de un judaísmo lánguido, perseguido y agonizante como muestra palpable, para el cristianismo, de la verdad evangélica. Se trata, en gran parte, de una construcción que, en ocasiones, es aceptada acríticamente por los historiadores y las historiadoras contemporáneos/as. Porque si bien, como veremos, la situación de los judíos tardoantiguos se degradó, estos siguieron siendo activos y dinámicos, lejos de la imagen fosilizada que la literatura cristiana construía para sus objetivos teológicos.
Dentro de los tópicos antijudíos que vieron la luz en la antigüedad siempre se resalta, por los perniciosos efectos que tuvo, el deicidio. Aunque no todos los Padres de la Iglesia apelaron a esta idea, ya puede vislumbrarse tempranamente en Melitón de Sardes quien, hacia finales del siglo II e.c. afirmó: “Dios ha sido asesinado. El Rey de Israel fue muerto por una mano diestra israelita”88. ¿Por qué el hombre de Sardes desplegó un discurso tan violento? Vale aquí una digresión sobre las controversias en torno al origen de los tópicos antijudíos sobre la que volveré en breve. Es que, para una parte de la crítica –por ejemplo Wilson (1985)–, Melitón –aunque nunca lo afirma explícitamente– se encontraba alarmado por la presencia del judaísmo en su ciudad, corroborada –aunque no sin debates– en el registro arqueológico89. Otros autores, sin embargo, sostuvieron que su virulento antijudaísmo se relacionaba exclusivamente con una puja interna. De hecho, el tratado en el que aparece el deicidio, el Περί Πάσχα (Sobre la Pascua), fue concebido para sostener la idea de que tal festividad debía celebrarse el 14 de Nisán, precisamente la fecha en la que se conmemoraba Pesaj (la Pascua judía). Ahora bien, en esta maniobra, Melitón debía dejar en claro –no a los judíos sino a sus adversarios cristianos– que él no era judaizante. Y su modo de hacerlo habría sido, precisamente, enarbolar un mensaje profundamente antijudío. O sea, antijudaísmo nacido no por un conflicto entre judíos y cristianos sino entre cristianos exclusivamente. Vemos, así, cómo la crítica puede, frente a las mismas evidencias, esbozar dos explicaciones diferentes (no necesariamente excluyentes, pero con énfasis diversos).
Vale aclarar, por último, que el repertorio tardoantiguo de referencias contra los judíos no posee tópicos que, hoy día, asociamos al antijudaísmo cristiano: usura, riqueza, crimen ritual90, envenenamiento de pozos, etc. Lo aclaro, simplemente, para que no perdamos de vista que cuando decimos antijudaísmo cristiano debemos ser conscientes de que no es absolutamente estable temporal ni espacialmente. Es cierto que, con el tiempo, se opera cierta acumulación de referencias, pero el aglutinamiento de tópicos siempre involucra énfasis y relegamientos que dependen de cada tiempo y espacio.
Hasta aquí, entonces, la característica más llamativa del antijudaísmo tardoantiguo es la incansable y abrumadora repetición de tópicos sin vínculos con el contexto de emisión del mensaje. Es arduo para el/la investigador/a la lectura de un tratado adversus Iudaeos, en el cual se reiteran sin cesar tópicos. Uno va leyendo página tras página a la espera de alguna información concreta pero se topa con las mismas acusaciones sin coordenadas. Son judíos sin tiempo que pueden ser hallados, incólumes, en discursos del siglo III e.c., del V o del VII. Es verdaderamente desalentador, sobre todo cuando se espera obtener información para regiones (Europa, por ejemplo) donde no han sobrevivido textos escritos por judíos más allá de algunas lápidas. Solo en escasas oportunidades los cristianos acercan algún esquivo dato sobre los judíos de su ciudad. Pero en general aparecen aquellos judíos hermenéuticos de los que hemos hablado. Jeremy Cohen bien describió a tal figura como “el judío construido en el discurso de la teología cristiana y, sobre todo, en la interpretación teológica cristiana de la escritura”91. No casualmente han proliferado, en los estudios sobre el antijudaísmo tardoantiguo y medieval, conceptos como judío de papel (Biddick, 1996), judío virtual (Tomasch 2000); judío espectral (Kruger, 2006), judío teológico (Dahan, 1999) y judío retórico (Frediksen, 2013), entre otros. Porque quienes construyeron los discursos antijudíos tardoantiguos no hablan –insisto, excepto casos contados– de judíos reales. Hablan de judíos que transitan la Biblia o los propios textos cristianos, pero no de los habitantes de las ciudades y los campos del período. Son judíos, además, que no mutan. Sobreviven –en términos agustinianos–, apátridas y abandonados, como testimonio de la verdad cristiana. Por eso mismo el discurso cristiano no releva, en general, la mutación del judaísmo hacia el rabinismo. Porque (insisto por última vez, excepto ocasiones extrañas92) los autores cristianos no miraron a los judíos de su entorno al momento de hablar del judaísmo. No les importaba porque su objetivo, en última instancia, no eran los judíos sino la masa de cristianos. Incluso si advirtieron cambios en el judaísmo, decidieron no plasmarlos en los textos porque la herramienta que necesitaban no era el judío real y dinámico sino el lánguido, el de papel, el eternamente castigado.
En efecto, una explicación a este desinterés cristiano por los judíos históricos es que el discurso antijudío fue dirigido, en gran parte, a cristianos. ¿Es posible que centenares de líneas contra los judíos no hayan estado dirigidas a estos? Sí. En efecto, si lo pensamos en términos actuales, el planteo deja de llamar la atención. ¿O acaso el discurso islamófobo tiene por objetivo exclusivo su recepción por los propios musulmanes? Claro que no. Las diatribas contra el Islam buscan generar un impacto, precisamente, en los no-musulmanes. No solo se busca concitar odio; se aspira, también, a disciplinar a la propia población receptora del mensaje. Valga asimismo el ejemplo de la figura del comunista en el contexto del macartismo: importaban menos los comunistas señalados que la fobia y la paranoia generada frente a cualquier opositor al gobierno estadounidense. El discurso antijudío cristiano de los primeros siglos del milenio operó de un modo similar. El judío hermenéutico fue un modelo adecuado para mostrar aquello que no debía hacerse: no se debía dudar de Dios (y, por ende, de la palabra del obispo); no se debía ir contra las autoridades; no se debía ser carnal, etc. El judío hermenéutico, además, podía operar para deslegitimar a vertientes cristianas que se oponían a la ortodoxia de turno. El hereje se comportaba, entonces, como un judío. Con sus palabras mataba a Dios. Poniendo en tela de juicio la autoridad del obispo “ortodoxo”, actuaba como quienes habían perseguido a los apóstoles. El judío hermenéutico era, así, una herramienta para atacar a otros cristianos más que para atacar a los judíos.
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