Nicolás Loza Otero - Legitimidad en disputa
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Legitimidad en disputa
Zedillo, Fox, Calderón
Nicolás Loza Otero
Índice
Siglas y acrónimos
Prefacio
Capítulo I. El respaldo apático y sus mecanismos de explicación
Capítulo II. Para reducir la polisemia: creer y legitimar
Capítulo III. Las dimensiones del apoyo político
Capítulo IV. Macrorrelaciones, micromecanismos
Capítulo V. Estar y significar: ¿las fuentes de la distinción?
Capítulo VI. Información e interés
Capítulo VII. Juzgar y votar
Capítulo VIII. Justificaciones y fragmentación en la postransición
Capítulo IX. Los mecanismos del respaldo apático y la legitimidad fragmentada
Referencias
Notas
Créditos
Prefacio
El más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber.
Rousseau (1984: 10)
En la segunda mitad de la finisecular década de 1990, el sistema político mexicano acogió los acuerdos electorales que terminaron por cambiar su rostro, cerrando un ciclo de veinte años de reformismo electoral. Con reglas acordadas un año atrás, en la elección de 1997, el todavía dominante pri perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, el control unificado del Congreso de la Unión y la jefatura de gobierno de la capital del país. Lo que en 1977 empezó como liberalización, pasando por la creciente competitividad y competencia electorales en contiendas locales, la crisis sucesoria de 1988 y el conmocionado final sexenal de 1994, terminó con la democratización efectiva de las reglas de competencia y acceso al poder.
No hubo guión –¿habría que decirlo?– ni el desenlace tendría que haber sido el que fue, pero al final de esta trama, la ciudad de México fue actor estelar, pues mientras las distintas reformas electorales incidían sobre las reglas de la competencia en todas las entidades de la república, en el D.F., a pesar de la gran competitividad electoral que experimentaba, o precisamente por ésta, sólo hasta 1996 se eliminó la excepción que impedía a sus pobladores votar por sus autoridades locales. Diez años después, cuando un partido diferente del pri ocupaba la titularidad del Poder Ejecutivo y la competencia democrática parecía normalizarse, una nueva distribución de fuerzas y un conflicto sucesorio pusieron en jaque la legitimidad presidencial, lo que a la postre condujo a una nueva reforma electoral.
Esta obra es una exploración de las actitudes, creencias y opiniones de los pobladores adultos del D.F. respecto de la autoridad del presidente de la república, el pri y el sistema político en los años de 1995 a 1997; dicho de otro modo, es un estudio sobre las creencias de los citadinos en la legitimidad y el desempeño del viejo régimen político y dos de sus figuras arquetípicas, antes y después de las reformas de 1996, y con mucha proximidad a la elección de 1997. Y aunque la legitimidad y el apoyo actitudinal fueron las variables dependientes del estudio, también examiné las consecuencias electorales de estas creencias. Finalmente, el modelo que utilicé para explicar la opinión pública frente al presidente Zedillo, también lo aproveché en esta obra para aproximarme a los niveles y formas de legitimación de los primeros presidentes de la postransición, los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón.
La primera intención de realizar algo parecido a esta investigación la concebí en 1991, gracias a la influencia eficiente del litigo electoral mexicano de 1988, la disolución del bloque soviético y, paradójicamente, la teoría de la cultura política. En ese entonces, me proponía estudiar los procesos de legitimación del sistema político mexicano —entre élites y ciudadanos ordinarios— postulando la secuencia causal entre pérdida de legitimidad y cambio político. La paradoja residía en que el cisma de 1988 en el país y el derrumbe del comunismo en el mundo desafiaban las teorías culturalistas y su capacidad predictiva, por lo que, tras mis primeras incursiones, las explicaciones contingentes de las democratizaciones vulneraron mi ingenuo tejido de intuiciones y herramientas, conduciéndome a una suerte de sustitución del instrumental, pues mi interés —el contexto actitudinal del cambio político— prevalecía.
De esta conversión, el individualismo metodológico y la teoría de la elección racional fueron los hallazgos clave, suscritos en sus versiones más débiles, pues acepto entidades agregadas en el análisis y renuncio al supuesto de monomotivación —racional— de la acción. El corolario no podía ser más que explicar mediante mecanismos, o lo que es lo mismo, dar cuenta de los macroestados sociales mediante la interacción de conductas y creencias individuales, identificando cadenas causales diversas y aceptando la indeterminación.
En medio de estos ajustes, la oportunidad de realizar doce estudios muestrales a pobladores adultos del D.F. entre 1995 y 1997, no podía más que traducir el estado de mis intereses, lo que me obligó a reducir mi campo de observación a las actitudes, creencias y opiniones de los ciudadanos ordinarios del D.F. Diez años después, terminada una primera versión de esta obra, tuve la oportunidad de replicar mis indicadores en dos muestras nacionales, cuando la cuestión de la legitimidad había vuelto al centro del debate, de la mano de las elecciones presidenciales de 2006.
Si la legitimidad es un mecanismo de la obediencia, la legitimidad misma es producto de sus propios mecanismos, de los que da cuenta la máxima interna carente de motivos utilitarios de Weber o su rival instrumental en las teorías de la elección racional, pasando por la posibilidad del juicio equivocado, la opinión racional construida por la heurística de los atajos, la ilusión, la reducción de disonancia moral o expresiva, la imitación, la interiorización, la redención, la voz o la salida, el uso social, la tradición o la costumbre, entre otros. Dicho de otra manera: en lo individual concedemos mayor o menor legitimidad al poder político que amamos, que tememos, que nos conviene, que juzgamos constituido y practicado conforme a reglas que compartimos racional, o emocionalmente, o ambas, al que antes descalificamos y ahora preferimos, del que nadie disiente en público, al que tuvo la oportunidad de inculcarnos sus valores, porque así lo hicieron nuestros antepasados, lo hacen los contemporáneos o suponemos que lo harán nuestros descendientes.
Y esta creencia en el derecho de mando y el deber de obediencia será más intensa en razón de los elementos afectivos, cognoscitivos, normativos y conductuales involucrados. Legitimar al partido Z , al gobernante Y o al régimen X , así como la solidez y el grado de la creencia, serán siempre un problema empírico que sólo podrá explicarse en las combinaciones peculiares de micromecanismos. Y si esta indeterminación fuera poca, no siempre haremos lo que creemos ni lo que sentimos, ni lo que creemos racionalmente concordará con sus antecedentes o productos emocionales, ni hacemos aquello por lo que ni para lo que, creemos, sentimos o verbalizamos.
En el agregado, el resultado de esta multiplicidad de disposiciones individuales no será que el gobierno en cuestión tenga o carezca por completo de legitimidad, sino que la tendrá en alguna medida, además de que no estará garantizada la supervivencia del dominio de los gobernantes legítimos —amados, temidos, reconocidos— ni el derrumbe de los ilegítimos —sólo temidos, odiados, reprobados—, por lo que atender satisfactoriamente el problema de la transformación política reclamaría una investigación más allá del respaldo actitudinal, lo cual no es el propósito de este trabajo, aun sabiendo que cuando el cambio político sucede, por una razón teórica casi en el sentido común más que evidente desde el punto de vista empírico, miramos a la legitimidad de la misma manera en que una sociedad cruzada por la discusión sobre la autoridad sugiere la posibilidad de experimentar cambios en su gobierno.
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