Nicolás Loza Otero - Legitimidad en disputa

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"Una obra original que conjuga de manera versátil y estimulante las dimensiones teórica y empírica, y que arroja luz sobre los mecanismos que generan o erosionan la legitimidad". José Woldemberg

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El respaldo apático y la legitimidad fragmentada

Si la legitimidad no se distingue ni define por ser un asunto de creencias y un macroestado social que sólo existe en los individuos, ¿qué es entonces? En el segundo capítulo de este trabajo intento dar una respuesta in extenso, empezando por reconocer la polisemia y disímbolos tratamientos del término, por lo que opté por estipularlo. A mi juicio, para definir su contenido estricto desde la tradición weberiana, deben contestarse tres preguntas: ¿qué relación instituye?, ¿cuáles son las motivaciones de los actores que la sustentan? y ¿cómo se configura? Sólo entonces podrá responderse qué distingue a la legitimidad de la aprobación, la confianza, la popularidad, la simpatía, la satisfacción y otras dimensiones del respaldo actitudinal.

La propiedad que la legitimidad política concede es el derecho de mando del gobernante y el deber de obediencia del gobernado, con independencia del contenido y resultado del mandato, es decir, instituye la relación de dominación a través de la autoridad. En la tradición weberiana, la motivación del actor que la sustente no debería ser, al menos no exclusiva y quizá tampoco principalmente, el autointerés, aunque pueda incluirlo. Y la forma de constitución de la creencia, su naturaleza, no debe ser, o no exclusivamente, racional sin expresión emocional, aunque lo sea en parte o en un momento lo sea del todo. En suma y en una definición estricta, legitimar la dominación es creer, no sólo por obra del autointerés ni de forma exclusivamente racional, en el derecho de mando del dominante y el deber de obediencia del dominado.

En la exploración del apoyo a los gobernantes, el pensamiento y la investigación política han distinguido el tipo de creencias y motivaciones. La procuración de la utilidad de los súbditos en Aristóteles, el elogio al miedo de Maquiavelo, la voracidad y su restricción autointeresada en Hobbes, la conversión racional de la fuerza en derecho de Rousseau, incluso la elaboración de representaciones colectivas conscientes y reflexivas que Durkheim atribuía al Estado eran todas combinaciones del autointerés y la razón que no sólo fundaban el poder, sino la autoridad legítima. Por su parte, el amor al Príncipe en Maquiavelo, la creencia en el derecho divino y el linaje, la emoción colectiva de Durkheim y la legitimidad weberiana son formas en que afectos y tradiciones generan respaldo actitudinal.

La teoría social del siglo xx realizó esta misma distinción. En su clásico de 1963, Almond y Verba plantearon que la aprobación utilitaria asociada a la indiferencia normativa y afectiva hacia un régimen conducirían a la apatía, en tanto que acompañada de la reprobación afectiva y normativa, al distanciamiento; Lipset advirtió de la fragilidad del respaldo que se apoya en la aprobación pragmática de los gobernados. Easton vinculó el apoyo específico al juicio instrumental y el difuso a lazos de lealtad y afecto y, en general, con excepción quizá de la teoría de la elección racional, la legitimidad se ha caracterizado porque el autointerés no es su motivación principal, como tampoco los juicios racionales disociados de la afectividad, la forma dominante de la creencia.

Sin embargo, diversos análisis del respaldo actitudinal han referido al nivel conceptual, operacional o empírico, la evaluación instrumental de la autoridad como subcasos de las creencias en su legitimidad, convirtiendo este último término prácticamente en sinónimo de cualquier forma de apoyo político. Morlino, por ejemplo, la entendió como el conjunto de actitudes positivas hacia una figura; Habermas, como los motivos que proporcionan lealtad de masas; Sakamoto, como cualquier forma de apoyo, aceptación o tolerancia y, en el terreno operacional y empírico, Weil utilizó la satisfacción con el funcionamiento de la democracia como su indicador. Por estas razones, acuñé una segunda definición, que denomino sentido amplio de la legitimidad: una figura política será más legítima cuanto más aprobación, satisfacción o cualquier otra actitud positiva tenga en su favor, siendo indiferente, entonces, al origen motivacional y forma de la creencia.

También limité el uso de la cobertura semántica amplia a la popularidad presidencial, la satisfacción con el funcionamiento del sistema y las intenciones de voto, por lo que a veces empleo indistintamente legitimidad en sentido amplio, dimensión popularidad de la legitimidad o dimensión amplia o utilitaria del respaldo para referirme a la legitimidad en sentido amplio. No obstante, y aunque parezca paradójico, insisto en lo inadecuado de emplear el término legitimidad como sinónimo de apoyo o aprobación, aunque lo extendido del uso me haya llevado a repetirlo, distinguiendo —como resguardo— entre sus sentidos estricto y amplio.

En el estudio del apoyo político actitudinal podrían distinguirse al menos tres formas de aproximación: quienes optan por la descripción, estudian un caso o reúnen casos sin formular generalizaciones legaliformes, los que asocian macrovariables y más comúnmente producen enunciados con forma de leyes y quienes utilizan —y acaso generalizan— micromecanismos, incluso en ejercicios que no son empíricos. Los estudios de casos nacionales en el Sudeste de Asia compilados por Alagappa o la descripción de Bolyanatz de las formas de legitimación entre los sursurunga son ejemplos del primer tipo de acercamiento. Un trabajo en que se investigan distintos casos con la intención de obtener generalizaciones es el coordinado por Banchoff y Smith, a propósito de la legitimidad y el respaldo actitudinal a la Unión Europea, o el de Rose y Pettersen sobre el gobierno local en Noruega. Por su parte, dos ejemplos clásicos y semejantes de quienes utilizan micromecanismos sin definirlos como tales ni considerarlos vehículos de su explicación son la teoría de la elección racional, que vincula la motivación del autointerés a capacidades cognoscitivas para suponer que las personas reconocen las ventajas utilitarias en el largo plazo del arreglo democrático, así como los consejos de Maquiavelo, que asoció creencias y emociones individuales al respaldo popular, por lo que la máxima más vale ser temido que amado es una buena muestra de su idea del respaldo político. Tres ejemplos más de este tipo de aproximación son el argumento de Weber de que la legitimidad debe presentársele al individuo como una máxima indiferente a razones e intereses, la teoría de la cultura política que sostiene que el apoyo fundado en el autointerés, pero ajeno a emociones y compromisos normativos conduce a la apatía, al cinismo y a la desvinculación, y las proposiciones de Axelrod, que tras explicar el acatamiento de la norma por la existencia de una metanorma que indica sancionar al que deserta, ofrece mecanismos alternativos que cumplen la misma función.

Tan importante como reducir y precisar la cobertura semántica de la legitimidad, fue encontrar una heurística para su abordaje teórico y empírico, pues siendo cuestión de creencias individuales, se impone la pregunta sobre cómo examinarlas en su constitución, consecuencias sobre la acción e interacción sociales, en su conversión en creencias colectivas y en su regreso al individuo. En el flujo individuo-sociedad-individuo, mi punto de partida fue una versión débil de la teoría de la elección racional como mecanismo base, pero no exclusivo, como piso de una heurística menos estrecha, porque la propia teoría se ocupa sobre todo de las consecuencias de la acción e interacción sociales derivadas del modelo, antes que del proceso de formación de creencias, de interacción entre creencias y creencias, creencias y preferencias, y creencias, preferencias y motivaciones, todo lo cual es mi campo específico de estudio.

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