1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 Sea como fuere, la idea del gobierno popular solo es un punto de partida, un presupuesto que por sí mismo no responde a las preguntas decisivas. ¿Quién forma parte del demos y quién está excluido del mismo? ¿Qué derechos son reconocidos al ciudadano y qué deberes le son exigibles? ¿Quién está cualificado para participar en el proceso de toma de decisiones? ¿Se puede decidir sobre cualquier asunto? ¿A través de qué mecanismos, con qué grado de deliberación? ¿Y debe decidirse por consenso o por mayoría? La respuesta a estas preguntas depende de las razones por las cuales se defienda la democracia como mejor forma de gobierno. Y como las razones no siempre son las mismas, hay que distinguir entre diferentes concepciones o modelos de democracia.
En el modelo liberal-protector, la democracia tiene por objeto principal la protección de los derechos del individuo, que sirven como límite al poder político: los ciudadanos eligen a sus representantes y los vigilan a través de la opinión pública, mientras realizan sus fines privados en una sociedad abierta donde la vida asociativa y el mercado competitivo juegan un papel protagonista. Este modelo concede asimismo importancia al pluralismo, que puede entenderse de dos maneras: por un lado, la democracia liberal no concentra la toma de decisiones en un solo lugar, sino que posee muchos centros distintos de poder; por otro, los valores del liberalismo político permiten organizar la convivencia pacífica entre individuos diferentes en el interior de una sociedad cada vez más heterogénea. Para los partidarios del modelo participativo o republicano, en cambio, el ciudadano tiene que comprometerse con los asuntos públicos, ya sea en el nivel del Gobierno o dentro de aquellas organizaciones –como la empresa– de las que forma parte; es necesario orientar el funcionamiento de las instituciones hacia el bien común y fomentar las virtudes cívicas del ciudadano. Por su parte, los defensores del modelo epistémico justifican la democracia por sus mejores resultados: las sociedades democráticas incorporan un mayor número de puntos de vista al proceso de toma de decisiones y son más inclusivas que los regímenes autoritarios, lo que redunda en su mayor eficacia general. Dicho de otra manera, la democracia es preferible a otras formas de gobierno porque funciona mejor. Eso no significa que las democracias sean infalibles, sino que exhiben un rendimiento medio superior de acuerdo con los indicadores socioeconómicos, culturales o medioambientales. Finalmente, el modelo agonista concibe la democracia como un espacio para la canalización del inevitable conflicto entre las distintas ideologías y recela del consenso como fórmula para el gobierno de la comunidad política: lo natural es el enfrentamiento entre distintas visiones de la sociedad y la democracia sirve para que los ciudadanos se conviertan en apasionados luchadores en defensa de sus ideales.
Por supuesto, las ideas abstractas sobre la democracia no son todo lo que cuenta a la hora de explicar su funcionamiento. Una cosa es lo que creamos que la democracia deba ser con arreglo a nuestra concepción de la misma y otra lo que las democracias sean en la práctica, que además tiene mucho que ver con lo que pueden ser. No debe por eso extrañarnos que los modelos más igualitarios y participativos de la democracia conduzcan a la frustración: la imposibilidad de realizar sus componentes utópicos alimenta un malestar apreciable en lemas contestatarios como “¡democracia real ya!” o “lo llaman democracia y no lo es”. El politólogo italiano Giovanni Sartori describió así la causa de esa tensión: “En ningún caso la democracia tal y como es (definida de modo descriptivo) coincide, ni coincidirá jamás con la democracia tal y como quisiésemos que fuera (definida de modo prescriptivo)”. Se trata de una tensión productiva, que estimula las críticas y conduce por igual a innovaciones exitosas y a experimentos fracasados. La democracia es como la vida: requiere de un delicado equilibrio entre la creación de expectativas y la aceptación de realidades.
Sería deseable que las lecciones que podamos extraer del desarrollo de las democracias reales influyesen en las teorías ideales sobre esta forma de gobierno. Un ejemplo es el fortalecimiento de la independencia de los Bancos Centrales en respuesta a la vieja costumbre de los Gobiernos de utilizar de manera electoralista la política monetaria. Es una reforma que resulta de la praxis democrática y se inspira en la doctrina sobre las instituciones contramayoritarias, que son aquellas que incorporan un punto de vista experto que sirve de filtro a la voluntad popular. Claro que el conocimiento acumulado sobre la peligrosidad de los referéndums populares como medio para decidir sobre asuntos complejos que fracturan en dos a la opinión pública no impidió que el Gobierno británico preguntase a sus ciudadanos sobre la pertenencia a la Unión Europea y provocase con ello su salida de la UE. Hay que tener en cuenta que los actores políticos sirven a sus propios intereses y eso puede dificultar el buen funcionamiento de cualquier democracia: el choque de legitimidades entre los votantes catalanes que aprobaron el Estatuto de Autonomía de 2006 y el Tribunal Constitucional que anuló varios de sus artículos habría podido evitarse si los partidos que promovieron la norma hubieran querido asegurarse previamente de su constitucionalidad.
Dicho esto, las diferencias aparentemente irreconciliables entre los distintos modelos de democracia se atenúan en la práctica. Difícilmente encontraremos una versión de la democracia que no reconozca la importancia de los derechos del individuo o la necesidad de articular la competencia electoral entre candidaturas. Pero es que sería injusto acusar a las democracias liberales de desincentivar la participación ciudadana: las formas colectivas de movilización, tales como manifestaciones o campañas públicas, forman ya parte de la normalidad democrática occidental. Del mismo modo, la digitalización de la esfera pública ha proporcionado a los ciudadanos la posibilidad de expresar sus opiniones y ha facilitado la creación de vínculos asociativos. No puede decirse tampoco que las democracias existentes sean lugares donde reina el consenso, como denuncian los partidarios del modelo agonista; las democracias son conflictivas por definición y lo serán en mayor medida cuando organizan la convivencia en sociedades heterogéneas donde abundan los roces entre distintas ideologías y formas de vida. Finalmente, no se ha conocido todavía una democracia moderna que aspire a tomar malas decisiones; en distinta medida, todas ellas atribuyen un rol al saber experto cuando se trata de lidiar con asuntos que requieren de algún tipo de conocimiento técnico. Hablamos, en todos los casos, de una democracia representativa donde los ciudadanos eligen a quienes toman las decisiones; ni siquiera los más ardorosos participativistas defienden una toma de decisiones basada exclusivamente en el referéndum o la celebración constante de asambleas multitudinarias. En una sociedad moderna que se caracteriza por su gran escala, el postulado de Rousseau según el cual no puede haber separación entre gobernantes y gobernados resulta impracticable. Dicho de otra manera, el funcionamiento de la democracia no es indiferente al tamaño de la población y el territorio; la democracia moderna no puede ser ya sino democracia representativa.
«Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia»
En la democracia moderna, la representación política no puede entenderse al margen de los partidos políticos que sirven como vehículo para la misma. Nuestras democracias son democracias de partidos, aunque los partidos no sean sus únicos protagonistas. Tal como ha señalado Piero Ignazi, los partidos políticos se han encontrado históricamente con la dificultad de legitimarse en un marco cultural occidental que siempre ha considerado deseable la armonía y el acuerdo: representando los intereses de una parte, mal podían los partidos encajar en esa visión idealizada de la comunidad como espacio de consenso. Durante el siglo xx, los partidos lograron consolidarse como actores políticos indispensables de la democracia representativa de masas. Hoy, en cambio, parecen haber dilapidado una parte del capital de confianza que adquirieron después de la Segunda Guerra Mundial, cuando contribuyeron a crear el estado del bienestar y estabilizaron unas sociedades liberales que proporcionaban a sus miembros libertades civiles y bienestar económico. El auge del populismo, vinculado al líder carismático y al partido-movimiento, se relaciona con esa pérdida de legitimación; hay quienes se sienten atraídos por las formas plebiscitarias de la democracia que propugnan eliminar los partidos para así crear un vínculo directo entre el partido del líder y su pueblo.
Читать дальше