Manuel Arias Maldonado - Abecedario democrático

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El libro que estaba necesitando la sociedad española para conocer y defender la democracia y sus libertades individuales.
Abecedario democrático es un manual de cultura política para jóvenes y adultos compuesto por 27 ensayos, uno por cada letra del alfabeto. El libro explica conceptos básicos de todo sistema político liberal (como ciudadanía, Estado y libertad), los relaciona con temas que forman parte del debate público en la sociedad española (la nación, la autonomía o la igualdad) y no se olvida de los grandes retos del mundo actual (el terro rismo, la globalización, Internet, la libertad de expresión). Aborda con mesura, pero sin equidistancias, asuntos espinosos que van desde el uso político de la historia a los populismos de izquierda y de derecha. Por sus características, está destinado a convertirse en un texto de referencia dentro y fuera de las aulas.
Para todos aquellos que sienten rechazo hacia la política, Abecedario democrático muestra la importancia de que los ciudadanos se informen, reflexionen y voten, contribuyendo así a la vitalidad de la democracia y a la estabilidad de nuestras sociedades pluralistas.
Padres, tutores y profesores encontrarán aquí una guía indispensable acerca de los valores que hacen posible la convivencia y el progreso de una sociedad, que les facilitará la tarea de transmitirlos a los más jóvenes.

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Frente a ellos, los pensadores comunitaristas –que critican el individualismo liberal y subrayan que las personas nacemos en comunidades cuyos valores y tradiciones nos conforman– han venido a recordarnos que el individuo no existe de manera separada, sino que está embebido en el interior una sociedad. Nuestra identidad no cobra forma en el aislamiento, sino en relación con el exterior: con las personas con que nos relacionamos, con la cultura en la que nos socializamos, con las tradiciones de las que participamos. Desde este punto de vista, los intereses “particulares” poseen una dimensión social; nadie es capaz de crearse a sí mismo. Para los comunitaristas, en consecuencia, la defensa del bien común ha de definir la forma de vida de sus miembros. No se trata de darnos a elegir: el Estado comunitarista debe poder forzarnos a poner el bien común por delante de nuestros intereses particulares. Es una posición que el liberalismo rechaza, porque atenta contra la autonomía del individuo en nombre de un idealismo conservador que exagera la medida en la que la comunidad define nuestra identidad de una vez y para siempre: como si nunca pudiéramos cambiar o elegir. Tampoco está claro, por lo demás, quién puede arrogarse la facultad de decidir qué tradiciones son correctas o representativas, a la manera de quien define una esencia de la que todos los miembros de una comunidad están obligados a participar.

Lo cierto es que no podemos contestar científicamente a la pregunta sobre la prioridad que haya de otorgarse al bien común sobre los intereses particulares o vicecersa. Tan indeseable es una sociedad privatizada cuyos miembros solo persigan fines personales, como una sociedad colectivista donde la comunidad asfixie al individuo. Una democracia liberal debe buscar el justo medio: se espera del ciudadano que ejercite su libertad en aquello que concierne a su vida privada, sin por ello desatender su obligación moral con la comunidad. Si nadie fuese a votar, por ejemplo, la democracia sería inviable; acudimos a las urnas a sabiendas de que nuestro voto carece de influencia sobre el resultado. Así que hay bienes comunes y hemos de contribuir a su mantenimiento, entre otras cosas porque sin ellos será más difícil que ejercitemos nuestra libertad en razonables condiciones de igualdad.

Ahora bien: los detalles habrán de debatirse en cada caso. Tal como ha señalado el pensador canadiense Will Kymlicka, no hay una oposición simplista entre individualismo y comunitarismo, sino un puñado de preguntas difíciles para las que nadie tiene una respuesta definitiva: ¿cómo generar solidaridad en sociedades de masas donde la gente tiene poco en común entre sí? ¿De qué modo cabe promover una identidad nacional común sin suprimir la diversidad? ¿Qué grado de igualdad puede perseguirse sin neutralizar las legítimas aspiraciones de los individuos? La discusión será más pacífica si compartimos una premisa elemental: hemos de contribuir en una medida razonable a la producción de los bienes públicos, sin hacer de ellos el objetivo único de la vida democrática ni menoscabar la capacidad del individuo para identificar y perseguir sus fines particulares.

 VÉASE: Democracia, Igualdad, Justicia, Nación

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CIUDADANÍA

Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia en cada contexto histórico: aunque la institución posee un largo recorrido, ser ciudadano en el Estado nación contemporáneo es diferente a serlo en la Atenas de hace dos mil quinientos años.

Ciudadanía

Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia en cada contexto histórico: aunque la institución posee un largo recorrido, ser ciudadano en el Estado nación contemporáneo es diferente a serlo en la Atenas de hace dos mil quinientos años. El modo en que se defina la ciudadanía, a su vez, será un reflejo del propósito que se asigne a la comunidad política y de cómo se conciba la vida de sus miembros. En todo caso, el estatus de ciudadano ha poseído una fuerte carga simbólica en la historia de la democracia y se ha relacionado directamente con el proyecto moderno de emancipación de los individuos: si los revolucionarios franceses se llamaban unos a otros citoyen para subrayar el igualitarismo de la nueva república nacional, el cineasta Orson Welles tituló Ciudadano Kane su famosa película para denunciar irónicamente el desigual poder de influencia de que gozaba el magnate de la prensa que sirvió de inspiración para el personaje protagonista.

Cualquier aproximación a la ciudadanía exige diferenciar entre sus distintos planos. Por una parte, podemos estudiar de manera empírica el contenido de la ciudadanía, tal como se manifiesta en las leyes y las prácticas sociales: cuáles son los derechos y deberes constitucionales del ciudadano, qué grado de participación en los asuntos públicos se da en una sociedad, de qué manera conciben los miembros de una comunidad su pertenencia a ella. Este método de análisis es aplicable a las sociedades contemporáneas y a las sociedades del pasado, cuyo conocimiento es necesario si queremos conocer la evolución histórica de la ciudadanía. Por otra parte, hemos de fijarnos en los debates prescriptivos sobre la ciudadanía: en la discusión acerca de cómo debería organizarse el vínculo del ciudadano con la comunidad política. Ya que hay distintas formas de interpretar lo que haya de ser un ciudadano, los partidarios de los distintos modelos lucharán por aproximar la ciudadanía real a la ciudadanía ideal que cada uno de ellos defienda. Al igual que sucede con los demás conceptos políticos fundamentales, estas aspiraciones se relacionan de manera ambigua con la realidad de las cosas: si soñamos con una ciudadanía virtuosa, nos decepcionará encontrarnos con un ciudadano apático. Pero si nos conformáramos con las cosas tal como son, nada cambiaría nunca.

Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales. Eso no debe llevarnos a renegar de los griegos o los romanos; proyectar sobre ellos los valores contemporáneos tiene poca utilidad. El surgimiento del Estado nación en la modernidad cambiará las cosas, ya que los Gobiernos nacionales tratarán de homogeneizar a las poblaciones que se encuentran bajo su dominio con la finalidad de dar forma a una identidad nacional común. Cuando la fragmentación medieval deja paso al orden de los Estados, el interior de estos últimos se rige por el principio de la nacionalidad: serán ciudadanos los nacionales de un Estado y será este quien les provea de los derechos y prestaciones correspondientes. Así, en la Francia posterior a la Revolución, normandos y bretones pasarán a ser ante todo franceses que hablan francés y son identificados como ciudadanos de la República junto con los corsos o los provenzanos. Desde entonces, una ciudadanía robusta requiere de un Estado robusto; los Estados fallidos no pueden sostener ciudadanías exitosas.

Desde la desaparición de los imperios tras la Primera Guerra Mundial, pues, el ciudadano solo es ciudadano del Estado nación. Y la concepción moderna de la ciudadanía está ligada al principio de igual­dad: al igual que los fieles eran iguales ante el Dios de la cristiandad, los ciudadanos modernos son iguales ante el Estado. Asunto distinto es el grado de adhesión a la identidad nacional que se nos exija en cada caso: hay mucha diferencia entre una sociedad obsesionada con su cultura y otra en la que esta última solo sirve como pegamento sentimental de la comunidad, sin merma de la libertad de cada uno para elegir sus propias tradiciones o mitologías. De ahí que suela distinguirse un nacionalismo étnico, que ve la nación y a sus miembros como integrantes de una comunidad orgánica, de un nacionalismo cívico que pone el énfasis en el sistema legal que sirve de fundamento a la nación entendida como asociación política de individuos libres.

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