El trayecto en tren hasta Fairbanks se anunciaba como majestuoso, y así fue. Los vagones rugían a través de bosques escarchados, junto a lagos salpicados de caribús. Un trecho de las vías se estilizaba sobre Hurricane Gulch, un puente que dibujaba un arco de noventa metros de altura. Me asomé por la ventanilla con el gorro de lana calado hasta las orejas y contemplé el mundo monocromo de roca y píceas que se desplegaba más abajo.
A pesar de su belleza, para la mayoría de los pasajeros ese trayecto en tren era cotidiano, normal. Iban a visitar a unos parientes en Wasilla, o a trabajar en Talkeetna, o de compras. Yo era una de las pocas personas que se lanzaban a territorio desconocido, rumbo a las tierras polares de Trump. Lo que para una persona es extraño, no lo es para otra.
Al final, los culpables del estruendo sexual se retiraron al baño. Mientras tanto, los analistas políticos encontraron algo que los unía en su desprecio hacia Bernie Sanders: «Es que es socialista ».
Todos íbamos haciendo la misma ruta en el espacio, pero nuestros viajes eran diferentes.
'Un billete de Cook le llevará a cualquier parte a bordo del ferrocarril de Londres, Brighton y la Costa Sur o a dar la vuelta al mundo.'
¿Qué son los mapas?
Brian Harley sobre el engaño cartográfico
Iba caminando a buen ritmo por la Quinta Avenida, entre jadeos, con las manos embutidas en los bolsillos. Había llegado en avión desde Ámsterdam la noche antes y el jet lag me tenía bien agarrada. El congreso había empezado aquella mañana, pero las mesas redondas sobre Spinoza y los vacíos me parecieron irreales, alucinatorios. Intentaba echarlo todo fuera saliendo a la calle. Los olores de Nueva York flotaban en el aire. Pan horneándose, peperoni, basura. Apareció un tímido sol de marzo que doraba las aceras. Miré hacia arriba, a través del zigzag de escaleras de incendios. Las palomas zureaban con los destellos azules del cielo.
Busqué en Google una librería de segunda mano. Sobre la puerta tintinearon unas campanitas, la única cosa de allí que tenía brillo. Localicé a un dependiente y le pregunté por mapas.
—¿Grapas? —Me miró perplejo—. No, aquí no vendemos de eso.
—No, no —respondí con mi problemático y británico acento.
Tras una breve charla sobre Harry Potter , quedé libre para recorrer la sección de mapas. Pasé entre unas estanterías hasta llegar a un rincón sombrío en el que me adentré con cuidado para no tirarlo todo al suelo. Los mapas naranja de Ordnance Survey sobresalían de su estante. Varias filas de atlas formaban una dentadura irregular. Me arrodillé para rebuscar entre unos Rand McNally rojos. Al cabo de dos semanas estaría en Anchorage y quería hacer planes. En el extremo de una hilera encontré un mapa del estado de Alaska. Le alisé los dobleces en acordeón y el papel formó ondas sobre mis zapatos.
Una vez desplegado, el mapa iluminó el espacio. El mar estaba bordeado de islas y crestas litorales. Los blancos y verdes hacían fulgurar el paisaje, delicadamente surcado por carreteras y ríos que parecían venas. El río Yukón dividía el papel y una sucesión de puntos señalaba el oleoducto de Alaska. Livengood, Deadhorse, Moose Creek, Coldfoot. 14Los topónimos hacían pensar que al cartógrafo le gustaban las aventuras.
Estamos siempre, por todas partes, rodeados de mapas. Pocas veces me había detenido a pensar en su naturaleza. ¿Qué es un mapa? Mi copia amarillenta de First Lessons in Geography , de James Monteith, define un mapa como «una imagen total o parcial de la superficie de la Tierra». 15
Antes de empezar mi investigación, aquello sonaba bien; la descripción encajaba con mi mapa de Google de Manhattan. Por supuesto, los mapas no tienen que ser «imágenes» en el sentido tradicional del término. Podemos fabricarlos de arcilla o tejerlos en un tapiz. Podemos tatuarnos uno en el cuerpo (los tatuajes de mapamundis 16estuvieron de moda en 2016). Los mapas tampoco tienen por qué representar la superficie de la Tierra. Pueden representar cosas que tenemos por encima y por debajo: sistemas meteorológicos, metros subterráneos, yacimientos de petróleo. También pueden representar cosas que hay más allá de la Tierra: lunas, estrellas, agujeros negros. Si Monteith hubiera querido ser más preciso, tal vez debería haber dicho que un mapa es una «representación gráfica» de «cualquier parte de la realidad». Pero en lo esencial tenía razón, pensé.
Eso es lo que creía hasta que empecé a leer sobre la filosofía de los mapas. El término «mapa» procede del latín mappa , que designa una tela blanca, como un mantel liso. Los seres humanos ya los elaboraban antes de inventar el latín. El mapamundi más antiguo que se conserva se pintó hace unos ocho mil años en la pared de una cueva de Jaora, en el estado indio de Madhya Pradesh. Hasta el siglo XX, la gente definía los mapas más o menos igual que Monteith. 17En esta definición, son «transparentes», son lo que aparentan ser: representaciones de la realidad.
Esto no significa que deban ser completos ni precisos. Los mapas históricos no son ninguna de estas dos cosas. En el siglo I, Plutarco se quejaba de que los geógrafos rellenaban los márgenes de sus mapas de tal forma que, más allá del mundo conocido, solo había «desiertos de arena plagados de bestias salvajes, ciénagas infranqueables, hielo como el de Escitia o un mar helado».
Un ejemplo de este tipo se halla en Theory of the Earth (1684), de Thomas Burnet (véase la ilustración). Burnet calificó de incognita , «desconocida», amplias zonas de estos mapas, que hoy conocemos como el estado de Washington, Canadá y la Antártida. Sus mapas son extremadamente imprecisos. Falta casi toda Australia. El cartógrafo ha cortado y convertido en isla un pedazo de la franja occidental de Estados Unidos.
Mapas de Thomas Burnet en su Theory of the Earth (1684).
Los mapas del siglo XVIII contenían tantas imprecisiones que a los viajeros se les recomendaba llevar brújulas consigo y señalar los errores. 18Los avances en las ciencias sociales y la tecnología se han visto reflejados también en la precisión de la cartografía. Las imágenes por satélite representan nuestro planeta con una exactitud nunca vista. Podemos tener la seguridad de que no nos estamos dejando atrás ninguna gran extensión de tierra.
Yo siempre he mantenido que los mapas son transparentes. ¿Los atlas? Un tipo de libro, sin más. ¿Los mapas de países? Perfectos para planificar viajes por carretera. ¿Los planos de ciudades? Útiles para buscar museos. Un artículo de Brian Harley, «Deconstructing the Map», de 1989, me hizo ver otra cosa. Harley usaba la filosofía para enseñarnos el lado oscuro de los mapas.
La «metafísica» es la rama de la filosofía que investiga la realidad. Se pregunta: ¿Qué es real? ¿Qué podría ser real? ¿Cómo son las cosas reales? Suele estudiar las cosas que nos rodean: átomos, cuerpos materiales, nuestra mente. Sin embargo, podemos aplicarla a cualquier cosa, y Harley la aplicó a los mapas. Sostenía que podemos descomponerlos en trozos y demostrar que, lejos de ser claros, los mapas son complejos y opacos. Son objetos de influencia y poder. Metafísicamente, son engañosos.
Harley aportaba dos líneas de argumentación. En primer lugar, demostraba que los mapas son artefactos «retóricos»: buscan convencer o influir en sus lectores. A lo largo de toda la historia, los cartógrafos han situado su país de origen en el centro de sus mapamundis. Harley sostenía que lo que está centrado en un mapa y lo que no lo está es una decisión retórica. Centrar Atenas o Jerusalén añade un subtexto de «fuerza geopolítica» a lo que aparenta ser una representación clara del planeta.
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