La filosofía del viaje no existe, pero debería. Hacer preguntas sobre el viaje y estudiar las formas en que la filosofía ha cambiado el viaje puede ayudarnos a pensar con más profundidad en los que hacemos nosotros. Suele merecer la pena pensar las cosas con más profundidad: puede aumentar nuestro aprecio y disfrute hacia ellas. De camino, esta expedición demostrará que no todos los filósofos son tan rígidos como podría pensarse: muchos tuvieron vida más allá del sillón. George Berkeley tuvo que defenderse de unos lobos en un puerto de montaña francés. Isaac Barrow luchó contra los piratas mientras navegaba hacia Turquía (aunque pierde puntos de macarra por describir más tarde esta refriega en métrica latina).
¿Por qué les interesa el viaje a los filósofos? Michel de Montaigne, filósofo francés del siglo XVI, propuso una respuesta. Montaigne se pasó años recorriendo Suiza, Alemania e Italia, y sus Ensayos de 1580 están plagados de reflexiones sobre el viaje. 2Sostiene que viajar nos muestra la diversidad y variedad del mundo, lo que obliga a la mente a observar constantemente «cosas desconocidas y nuevas». Viajar nos enseña la otredad .
Experimentamos la otredad cuando entramos en contacto con lo desconocido; es la sensación de que las cosas son distintas, ajenas. Mis libros de viaje preferidos describen lugares remotos: Terra Incognita , de Sara Wheeler, habla de la Antártida; El gran bazar del ferrocarril , de Paul Theroux, abarca Europa, Oriente Próximo y Asia; Una vuelta por el Hindu Kush , de Eric Newby, cuenta cómo es recorrer Afganistán haciendo senderismo. Estas narraciones transmiten una intensa sensación de otredad. Wheeler escribe que, en la Antártida, sus puntos de referencia se disolvían, igual que las columnas de humo del volcán Erebus. Theroux describe un cuenco de sopa que contenía pelos y trozos de intestino cortados de forma que parecían macarrones. Al citar ejemplos de una guía de conversación de la lengua kati, Newby revela la dureza de la vida diaria en las montañas afganas: «Esta mañana vi un cadáver en el campo»; «Yo tengo nueve dedos, tú tienes diez»; «Ha venido un enano a pedir comida».
La otredad puede explicar las distinciones que hacemos entre desplazamientos. Todos ellos implican movimiento, un cambio de lugar con el tiempo. Nuestras vidas están llenas de pequeños movimientos. Nos movemos del dormitorio a la cocina, vamos en coche a ver a amigos, paseamos perros por los parques. Y, sin embargo, cuando hablamos de «irse de viaje», pensamos en términos más elevados: pensamos en desplazamientos como los de Wheeler o Newby. ¿Cuál es la diferencia entre una excursión a la tienda de comestibles y una excursión al Sáhara? ¿Por qué ir en coche a visitar a la familia es distinto de conducir por Botsuana?
La diferencia entre los desplazamientos cotidianos y los desplazamientos de viaje no tiene que ver con la distancia. Muchos de los segundos implican largas distancias; Wheeler, Theroux y Newby han recorrido miles de kilómetros. Sin embargo, el viaje en el sentido más elevado no siempre implica esa distancia. Samuel Johnson viajó únicamente unos pocos cientos de kilómetros para escribir su Viaje a las islas occidentales de Escocia , y Bill Bryson empieza su ¡Menuda América! en su ciudad natal. También es posible partir en largos desplazamientos que no son de viaje. En La vuelta al mundo en ochenta días , de Julio Verne, Phileas Fogg da la vuelta al mundo, pero intenta no tener ninguna vivencia en los lugares por los que pasa, porque pertenece «a aquella raza de ingleses que hacen visitar por sus criados los países por donde viajan». Por ponernos en una situación más cercana, imaginemos a una abogada que viaja en avión de Londres a Hong Kong, asiste a varias reuniones y vuelve a Londres. Su desplazamiento ha abarcado casi diez mil kilómetros, pero parece un desplazamiento cotidiano, no de viaje.
Creo que la diferencia entre los dos tipos de desplazamientos reside en cuánta otredad experimente quien viaja. Los cotidianos implican solo un poco de otredad, mientras que los de viaje implican mucha. Los escritores de viajes buscan, por lo general, aumentar sus vivencias de lo desconocido. En una entrevista de 1950, la aventurera suiza Ella Maillart explicaba que prefería viajar sola porque la compañía, cualquiera que sea, se convierte en «un trozo desgajado de Europa». Sus reacciones serán europeas y eso la obligará a ceñirse a un esquema mental europeo: juntas, construyen una célula extranjera. «Quiero olvidar mi perspectiva occidental —decía Maillart—, notar todo el impacto que produce en mí lo nuevo que me encuentro a cada paso.» 3En la actualidad, muchos viajeros recomiendan viajar «a la antigua usanza», salir al extranjero sin teléfonos móviles ni ordenadores portátiles. 4La tecnología puede envolvernos como en un capullo hecho de redes sociales y nuestras aplicaciones de siempre para saber qué tiempo va a hacer. Un motivo para viajar sin estar siempre conectados es evitar aislarse de lo nuevo.
¿Cuándo y dónde percibe la gente la otredad? Depende de quiénes seamos. Cada ser humano posee un conjunto exclusivo de recuerdos, deseos, creencias. El idioma, la comida o la arquitectura que a una persona le resultan familiares pueden no resultárselo a otra. De ahí que los libros de viajes tengan tanto que ver con sus autoras y autores como con los lugares. Si una especialista en glaciares viviera en la Antártida y escribiera un cuaderno de viaje sobre ello, le saldría un libro muy diferente al Terra Incognita , de Wheeler. Su experiencia habría sido diferente, porque, para ella, lo diferente habría sido diferente.
Montaigne recuerda constantemente a sus lectores que lo que a una persona le resulta nuevo es, para otra, un hábito diario: la promiscuidad, el parricidio, el infanticidio. Algunas sociedades condenan estas prácticas, mientras que otras las permiten. Montaigne se manifiesta contrario a «exotizar» a pueblos desconocidos, a hacer que parezcan demasiado diferentes de los conocidos. En su ensayo Los caníbales , habla de un grupo de gente de Brasil que, según dice, practicaba el canibalismo. Sostiene que esta práctica no es tan rara como podría parecer, pues, a lo largo de la historia, los soldados europeos se han alimentado de cadáveres durante las hambrunas. No se hace ningún mal al «servirse» de nuestra carroña, y supone una «barbarie» mucho menor que el arte francés de la tortura. Montaigne describe además el entorno en el que vive ese pueblo, sus casas, bailes, bodas y dioses. Estos aspectos de sus vidas podrían parecerles familiares a sus lectores, en cuyas vidas también había baile, matrimonio y devoción. La conclusión a la que llega sobre este pueblo remoto es sarcástica: «Todo eso no está demasiado mal; pero, ¡vaya!, no llevan pantalones».
Viajar puede ser bueno para nosotros, porque la otredad es buena para nosotros. Montaigne nos dice que viajar trae beneficios: enseña las ventajas de bañarse, y, respecto a las amistades maritales, «la vicisitud [aviva] el deseo». Es más, experimentar lo distinto nos ensancha la mente. Tener en cuenta cosas nuevas y desconocidas nos obliga a ampliar y reconsiderar lo que sabemos. Tal como dijo el viajero James Howell en 1624, entre los frutos de viajar al extranjero se cuentan «ideas deliciosas y mil pensamientos diversos». 5
René Descartes coincide en lo útil que es experimentar lo desconocido. Escribe que es bueno saber algo de las costumbres de distintos pueblos, para que no creamos que todo lo que sea contrario a nuestras modas es «ridículo y opuesto a la razón». 6Las costumbres son formas convencionales de conducta. Por ejemplo, a los británicos les gusta que las patatas fritas vayan acompañadas con puré de garbanzos. En cambio, los neerlandeses prefieren la mayonesa. Por muy extraños que puedan parecer estos hábitos, ninguno es ridículo ni opuesto a la razón. Viajar nos enseña que quizá nuestras propias costumbres no sean las mejores; nos lleva a cuestionarnos lo que aceptamos como obvio.
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