Bertrand Russell, filósofo del siglo XX, también sostenía que viajar es bueno para nosotros y que vivir en el extranjero reduce los prejuicios. Sin embargo, advierte jocosamente contra el ensalzamiento de todas las costumbres extranjeras:
En el siglo XVII, cuando los manchúes conquistaron China, era costumbre entre los chinos que las mujeres tuvieran los pies pequeños y, entre los manchúes, que los hombres llevaran cola de caballo. En lugar de que cada pueblo abandonara su ridícula costumbre, cada uno adoptó la ridícula costumbre del otro, y los chinos siguieron llevando cola de caballo hasta que se libraron de la dominación de los manchúes en la Revolución de 1911. 7
Los viajes y los intercambios culturales son deseables, pero siempre debemos recelar de las colas de caballo.
Algunos filósofos han comparado sus búsquedas con los viajes, y creo que apuntan a la misma idea. Berkeley vinculaba una de sus investigaciones a un «largo viaje» que entrañaba dificultosos desplazamientos por los «laberintos agrestes de la filosofía». David Hume, hacia la mitad de su Tratado de la naturaleza humana , reflexiona sobre el viaje que ya ha emprendido y sobre lo que aún está por venir: «Me parece asemejarme a un hombre que, habiendo embarrancado en muchos bajos y escapado difícilmente a un naufragio […] tiene ahora la temeridad de volverse a embarcar en el mismo navío resquebrajado». Se siente tentado de quedarse en la «infecunda roca» sobre la que se halla, en lugar de aventurarse «en un océano sin límites que se pierde en la inmensidad». Igual que los viajeros, Berkeley y Hume abren, con sus filosofías, caminos nuevos en la naturaleza salvaje. Parten hacia lo desconocido (lo que no les es familiar), pero, de manera implícita, creen que las recompensas merecen la pena. Están ensanchando la mente, buscando nuevas verdades. Berkeley describe con orgullo sus conclusiones filosóficas como una vuelta a casa. Hume, escéptico, está menos satisfecho consigo mismo, aunque añade que, cuando sus especulaciones filosóficas se vuelven demasiado frías y forzadas, siempre puede divertirse con sus amigos y echar una partida de backgammon. 8
Por desgracia, me da la impresión de que en la época de Montaigne era más fácil emprender desplazamientos de viaje que hoy. Esto se debe a que muchos de los procesos diseñados para facilitar los viajes en el siglo XXI también reducen la otredad. Para explicar esto, veamos un argumento del historiador Paul Fussell.
En su revolucionaria obra Abroad , Fussell le echa una reprimenda al turismo. Sostiene que viajar no es igual que hacer turismo. Viajar es lo que se hacía en los siglos XVIII y XIX y principios del XX. Al viajar, se combinaba la emoción «impredecible» de la exploración con la placentera sensación del turista de «saber dónde se está». De acuerdo con Fussell, ya no hay viajes, solo turismo. Fussell rastrea sus orígenes hasta mediados del siglo XIX, «cuando Thomas Cook tuvo la brillante idea de mandar grupos de turistas al continente». Los turistas buscan cosas que ya han sido «descubiertas por un espíritu emprendedor» y preparadas «por las artes de la publicidad de masas». Fussell apunta a instituciones turísticas como los campamentos de vacaciones Butlin’s, en el Reino Unido, o las ciudades de vacaciones Club Med, francesas, «donde la desnudez y las cuentas de plástico sustituyen a la ropa y el dinero». 9
Fussell publicó su distinción entre «viaje» y «turismo» en la década de 1980, y en ella hay bastantes aspectos problemáticos. Si tiene razón, casi todos los «viajeros» eran europeos, ricos, blancos y varones. 10Da igual lo lejos o el tiempo que viaje alguien en el siglo XXI: nunca será un «viajero».
Aunque no creo que tuviera razón en eso, sí que acertó en algo. Comparto la intuición de Fussell de que, para un europeo, desplazarse a una ciudad de vacaciones francesa es menos viaje que, por ejemplo, el de Maillart a Beijing a través del desierto de Taklamakán. La diferencia reside en la otredad. Los paquetes y ciudades de vacaciones amortiguan lo desconocido. No hay que vérselas con páginas web de reservas en idiomas extranjeros, no hay que leer paneles indicadores autóctonos para averiguar adónde se está yendo. Se puede pasar el rato con gente del mismo país que también está de vacaciones. Pedir platos conocidos en un idioma conocido. Viajar tiene que ver con la experiencia de la otredad, y algunos mecanismos turísticos interfieren con eso.
Desde la época de Montaigne, el propio mundo se ha transformado. Los escritores de viajes suelen lamentarse de una inminente «homogeneización global», de que el mundo se está volviendo el mismo en todas partes. Bill Bryson describe un lugar típico de Estados Unidos así: «Esos innominados parajes que parecen surgir de golpe en las intersecciones de las carreteras interestatales, diminutas islas de reflejos púrpura con fluorescentes de gasolineras, moteles, centros comerciales y cantinas de condumio acelerado». 11Estos afloramientos pueden verse por todo el mundo y suelen estar abarrotados con los mismos champiñones publicitarios: Best Western, Shell, McDonald’s, KFC.
Y, sin embargo, las quejas sobre la homogeneización son más antiguas de lo que podría pensarse. En el siglo XVIII ya se quejaba Rousseau: «Todas las capitales se parecen» o «París y Londres no son a mis ojos sino la misma ciudad». En el siglo XIX, John Stuart Mill albergaba unas preocupaciones parecidas cuando afirmaba que Europa estaba perdiendo su «extraordinaria diversidad de carácter y cultura» y haciendo «a todo el mundo semejante». 12
Si el mundo se está homogeneizando, será más difícil vivir cosas nuevas mientras se viaja. Pero está lejos de ser imposible. El truco consiste en apartarse de lo que se conoce. Para el viajero occidental, implica alejarse de los aeropuertos de fórmica, evitar los pubs irlandeses y los Starbucks, tratar directamente con la gente y con los lugares. Como afirma Maillart, podemos sentir el mismo arrojo que un explorador rumbo a lo desconocido la primera vez que nos dirigimos a un «ocurrente» taxista en París o si nos arriesgamos a adentrarnos en un bar tibetano para comer algo que «huele a carne podrida». 13Tal vez nos cueste más encontrar la otredad, pero, desde luego, está ahí fuera.
Mi viaje a lo desconocido empezó en Groninga, una ciudad en la parte más septentrional de los Países Bajos. Está tan al norte que, en invierno, anochece a las tres de la tarde. Llevaba varios años viviendo allí y había pasado casi todo ese tiempo escribiendo una historia sobre las teorías del tiempo en el siglo XVII. El libro se había convertido en algo demasiado familiar. Era descomunal y difícil y, por fin, había conseguido terminar un borrador completo. Pulsé «enviar» para mandárselo por correo electrónico al editor y luego salí trastabillando a la oscuridad exterior.
Estuve vagando por canales y straten , las calles adoquinadas, asomándome a tiendas y cafés iluminados. Necesitaba un descanso y empecé a planear unas vacaciones a algún lugar totalmente distinto de la pintoresca Groninga, tan bonita que parece sacada de una postal de Navidad. En el Vismarkt encontré un puesto del mercado donde vendían esculturas de cartón. Un alce plateado, cuyo hocico era todo planos y ángulos, me miraba fijamente. Sus astas de origami azul despuntaban hacia lo alto. Decidí visitar Alaska.
En las semanas que siguieron, la investigación para mi viaje al 49.º estado de los Estados Unidos de América terminó mezclándose, por algún motivo, con la filosofía del viaje. Antes de entender del todo qué estaba pasando, me vi saliendo de la biblioteca con pilas de libros: How to Lie with Maps , The British and The Grand Tour , The Idea of Wilderness . Me embutí información en los ojos con las dos manos. Pronto tuve el cerebro lleno de datos curiosos aunque inútiles, como una caja polvorienta de adornos navideños. Descartes se llevó consigo dos mil libros en su último (y fatal) viaje a Suecia. Las exploradoras victorianas tenían motivos ocultos para viajar con falda. Los turistas antárticos olvidan todo lo que consiguen aprender sobre los pingüinos. Y así es como terminé en una de las tierras del sol de medianoche, leyendo a Montaigne.
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