Emily Thomas - El viaje y su sentido

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Escogido entre los Best Philosophy Books 2020¿Cómo pensar de forma más profunda sobre la idea misma de viaje? Esa fue la pregunta que llevó a Emily Thomas a adentrarse en la historia de la filosofía en busca de las reflexiones de los grandes pensadores sobre el acto de viajar. A medio camino entre el diario de viaje y el libre vagabundeo filosófico, El viaje y su sentido inicia su recorrido en la Era de los descubrimientos, cuando los filósofos empezaron a considerar el viaje como un concepto sobre el que valía la pena detenerse. Nos encontramos así con las reflexiones de Montaigne sobre la alteridad, la mirada de Locke sobre el canibalismo o las consideraciones de Henry Thoreau sobre la naturaleza salvaje. Emily Thomas nos guía en esta maravillosa excursión en la que descubrimos el lado oscuro de los mapas o cómo la filosofía sobre el espacio y el tiempo impulsó el turismo de montaña, a la vez que nos enfrentamos a cuestiones más complejas como la de la justificación ética del doom tourism (visitar lugares «condenados» a desaparecer, como glaciares y arrecifes de coral), o nos preguntamos por la relevancia del viajar para la comprensión del ser humano.

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7. No tenerle miedo a la muerte

Un hombre joven con buena constitución, rumbo a una empresa que cuente con la aprobación de viajeros experimentados, no corre grandes riesgos. Quienes alberguen dudas pueden consultar la historia de las diversas expediciones alentadas por la Royal Geographical Society, y verán qué pocas muertes se han producido. […] Solo muy rara vez matan los salvajes a los recién llegados.

FRANCIS GALTON, The Art of Travel (1855)

8. Hacer un equipaje adecuado para los viajes en tren y recordar que las señoras necesitan más tiempo

– Reparta el equipaje en varios bultos y sujete en la cara interna de la tapa de cada uno de ellos una lista de los diversos artículos que contiene; a continuación, numere todos los bultos y, por último, anote en su cuaderno de bolsillo una relación de estos lotes, con sus números correspondientes.

– Etiquete el equipaje de forma legible y clara. Recuerde, además, que el nombre del lugar debe ir en letras más grandes que el de la persona, y, por mucho que esto pueda herir nuestro orgullo, hay que tener en cuenta que, con las prisas y el ajetreo de la partida, el destino es lo primero que debe conocerse, y el nombre del propietario es una circunstancia menor.

– Llegue a tiempo: el tren no espera a nadie. Y, si hubiera señoras, es absolutamente necesario dejar un margen más amplio de lo que se suele prever para los preparativos de la marcha. El bello sexo debe acicalarse hasta quedar satisfecho, sean cuales sean las consecuencias. También ha de recordarse que no captan el espíritu de la puntualidad tradicional que observan las autoridades ferroviarias, y que, si el horario establece la salida a las 13.20, ellas leerán, por instinto, las 13.45.

ANÓNIMO, The Railway Traveller’s Handy Book (1862)

9. Huir de prisas y preocupaciones

– Seguramente, el estadounidense que visite Europa por primera vez, tendrá mucha prisa y tratará de ver demasiadas cosas. Es muy probable que vuelva con una idea muy confusa de lo que ha vivido, y que se vea obligado a consultar su cuaderno para saber qué ha hecho. Se han dado casos de turistas que no saben decir si la catedral de San Pablo estaba en Londres o en Roma, o que tienen la vaga impresión de que la tumba de Napoleón está bajo el Arco del Triunfo.

– No hay que alterarse con pensamientos desagradables sobre lo que puede ocurrir en la niebla. En lugar de ello, conviene recordar que, de los miles de travesías que se han hecho a través del Atlántico, solo unas cuantas decenas han terminado en desgracia, y que, de todos los vapores que han surcado estas aguas, solo del President , el City of Glasgow , el Pacific , el Tempest , el United Kingdom , el City of Boston y el Ismailia (siete en total) no han vuelto a tenerse noticias. Hay una probabilidad entre miles, a favor del viajero.

– En zonas en las que haya salteadores de caminos, que los californianos llaman irónicamente «agentes de carretera», hay que llevar cuanto menos dinero sea posible y dejar en casa el reloj de oro. […] En general, el primer indicio de su presencia es la profusión de rifles o pistolas en las ventanillas del carruaje, junto con la petición, más o menos educada, de que se les entreguen los objetos de valor. Cuando no haya más alternativa que entregárselos, hágalo con celeridad y deje a los asaltantes creyendo que ha sido el momento más feliz de su vida.

THOMAS W. KNOX, How to Travel: Hints, Advice, and Suggestions to Travelers by Land and Sea all over the Globe (1881)

10. En el tren, ojo con los sombreros y los bocadillos de jamón

– Las gorras orejeras son las favoritas de muchas mujeres para viajar, pero favorecen a muy pocas.

– Evite los pasteles como si fueran una plaga […]. Pueden comerse bocadillos, siempre que no sean de jamón.

– El té que se sirve en las cantinas de las estaciones de tren y a bordo de los barcos de vapor suele ser una simple parodia de la verdadera bebida: una terrible decocción.

LILLIAS CAMPBELL DAVIDSON, Hints to Lady Travellers (1889)

¿Por qué les interesa el viaje a los filósofos?

Los momentos supremos del viaje nacen de la hermosura y la extrañeza.

ROBERT BYRON, First Russia, Then Tibet (1933)

El tren no iba abarrotado, pero sus pasajeros hacían mucho escándalo. Dos asientos por detrás de mí, había una pareja discutiendo sobre Trump y Hillary. Dos por delante, había una pareja enfrascada en un ruidoso acto sexual.

Esto provocó un debate en voz baja al otro lado del pasillo.

—Es que ella tiene la cara metida en los pantalones de él.

—Bueno, cariño, pues más motivo para no decirle nada.

Los susurros me llevaron otra vez a mirar por la ventanilla.

Era principios de primavera, la época de deshielo en Alaska. Al otro lado del cristal, las rachas de aguanieve, al derretirse, hacían que se confundieran los árboles con la nieve y borraban las montañas. Me había subido al Aurora Winter en Anchorage, la ciudad más grande del estado, y me dirigía tierra adentro, hacia Fairbanks. A mí el viaje iba a llevarme todo el día, pero la mayoría de los pasajeros permanecía a bordo unas pocas horas, o incluso menos. Algunos paraban el tren en un ventisquero solo para bajarse en otro ventisquero, aparentemente idéntico, veinte minutos después. Miré hacia los bosques, más allá de las pilas de nieve, e imaginé senderos cubiertos de hojas que llevaban hasta cabañas de troncos.

Retomé mi libro y traté de no hacer caso a los gemidos y quejas que iban en aumento a mi alrededor. Luego dicen que viajar ensancha la mente.

Hay un mito que dice que los filósofos no viajan. Lo alimentan Sócrates, quien nunca puso un pie fuera de las murallas de Atenas, y Kant, quien nunca se alejó más de ciento cincuenta kilómetros de Königsberg, la ciudad donde nació. Es más, la «filosofía del viaje» no se reconoce como ámbito de investigación. No hay libros sobre ella ni clases magistrales universitarias ni congresos.

A pesar de todo, a muchos filósofos les interesa el viaje. El concepto de «filósofo viajero» es antiguo. Estrabón, geógrafo y viajero que escribió en torno al comienzo del siglo I, incluyó a quienes «buscan el sentido de la vida» entre los fanáticos de los «paseos por la montaña». Decía:

Los poetas, al menos, presentan como los más juiciosos de los héroes a aquellos que más se ausentaron de su tierra y más anduvieron errantes por doquier, pues sitúan en la cima de los méritos el «ver ciudades de muchos pueblos y conocer su manera de pensar». 1

Algunos filósofos viajaron muchísimo. Confucio dedicó años a recorrer estados que hoy forman parte de China, y cuenta la leyenda que su contemporáneo Lao-Tse escribió casi todas sus enseñanzas en un puesto fronterizo. Descartes fue soldado en Europa Oriental y luego se convirtió en una especie de vagabundo. Thomas Hobbes, Margaret Cavendish y John Locke vagaron por el continente europeo como exiliados políticos. En el siglo XX, W. V. Quine subió a vapores y aviones para visitar 137 países, y Simone de Beauvoir aprovechó su viaje a China para escribir un libro.

Los filósofos también han sostenido que viajar es importante. Francis Bacon decía que hacerlo traería el apocalipsis (en el buen sentido). Jean-Jacques Rousseau lo consideraba fundamental para la formación. Henry Thoreau creía que todos seríamos más felices si nos aventurásemos en la naturaleza y nos dedicásemos a recolectar arándanos.

Viajar está imbricado con la filosofía. Hace que nos planteemos preguntas filosóficas. ¿Conocer a gente nueva nos puede enseñar algo sobre la mente humana? ¿Es ético viajar a la Gran Barrera de Coral cuando sus corales se están muriendo? ¿Viajar es algo exclusivo de hombres? Es más, la filosofía ha influido en el viaje. La filosofía del espacio fomentó el turismo costero. Las ideas filosóficas sobre lo sublime espolearon el alpinismo y la espeleología. La filosofía de la ciencia hizo que surgieran científicos viajeros, como John Ray y Charles Darwin, y animaron a todos los marinos de altura a recopilar piedras y plantas remotas y objetos crípticos «de extraño funcionamiento».

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