Ernesto Ignacio Cáceres - Sin héroes ni medallas

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A veces cumplir con el deber involucra un gran sacrificio.
Eso lo comprenderá el cabo Andrei Andreiovich Solovióv, cuando al defender con su patrulla a un humilde granjero en una confusa situación, termine degradado y condenado a 7 años en una prisión militar.
Tiempo después el mismo gobierno que lo destituyó, lo invita a formar parte de una misión de espionaje donde el futuro chivo expiatorio será nada menos que él mismo en caso de que algo salga mal.
Y los más negros presentimientos de aquel hombre castigado injustamente, terminan haciéndose realidad…
Las potencias occidentales hasta ese momento solo espectadoras, deciden enviar entonces a sus agentes a capturar información al precio que sea, aunque peligre la vida de inocentes.
MacGregor por el servicio secreto británico y Miller por la CIA americana deberán elegir entre cumplir con la misión que les han encomendado, moviéndose con cautela en un país extraño donde los extranjeros no son bienvenidos, donde cualquier integrante de una caravana puede denunciarlos por unos cuántos dólares…
Aprenderán a engañar, a internarse en los desiertos para sobrevivir o… hasta traicionar a su país.

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—¿Le hice daño, verdad? —Bajó la vista otra vez arrepentido—. Solo quise que no la humillaran, que no tuviera que viajar dos horas para llegar a un lugar como este...

—Ella lo entendió, pero...

—¿Pero qué?

—Le caíste bien y quería agradecerte por lo que hiciste por nosotros.

—Lo sé... pero... no merezco tanto sacrificio.

El anciano movió un poco su banco de madera, se acercó y le palmeó el hombro como lo haría con esos hijos que la vida o el destino le habían negado.

—Eres un gran hombre. Si pudiera hablar con tu comandante, tal vez...

—No lograría nada. Las piedras son mucho más blandas. —Se miró las cicatrices de sus manos, las ampollas, algunas secas, otras recientes de tanto picar piedras—. Las piedras son más blandas que su corazón. Solo empeoraría las cosas.

—Tal vez tengas razón... —comentó el abuelo resignado.

Se quedaron unos minutos en silencio.

—¡Qué tonto! Lara me envió unos pasteles para que comas. —Metió las manos en su abrigo y sacó dos pasteles pequeños, dos tokash envueltos en hojas de papel—. Me dijo que lo que te trajo lo devoraste aquí mismo.

—Tuve miedo de que me los quitaran y terminara en la celda de castigo.

—Te comprendo.

Sin decir más se llevó uno a la boca y lo terminó en segundos, luego siguió el otro. Faltaban el café o el té, pero eso quedaría para otros momentos.

—Esa chica cocina genial.

—¿Sí, verdad? Lo aprendió de mi Tanya, mi esposa.

El guardia se puso en el medio de la sala y anunció que el tiempo empezaba a terminarse.

—Antes de irme quiero decirte una cosa, muchacho.

—Lo escucho.

—He vendido la granja. Es mucho trabajo y así como tú no quieres el sacrificio de los que te quieren, no quiero que mi nieto deje su escuela, o mi hija camine cinco kilómetros todos los días para verme y ayudarme en lo que puede hacer. La granja es un esfuerzo enorme hoy; ya casi no llueve, no se puede cultivar mucho o casi nada. He comprado una casa en el pueblo de Ardagán. También tiene un poco de tierra. Cultivaré algo, no sé, flores. Ya sabes lo que dicen, que un campesino no puede estar sin cultivar la tierra.

—Ardagán... —repitió Andrei.

—Irán a vivir conmigo mi nieto y mi hija. Te digo esto porque soy un hombre viejo y hoy estamos y, mañana, no sabemos.

—¡El tiempo se terminó! Visitas.

Se puso de pie y el abuelo le dio un gran abrazo.

—Volveré, muchacho. Yo volveré. ¿No me echarás a mí también, verdad?

Como si lo hubieran regañado, sacudió la cabeza.

—Lo esperaré la próxima semana.

Andrei sabía que si seguía hablando no se despedirían jamás. Le dio la espalda a ese viejo excelente y caminó hacia el pasillo que lo conducía a su celda. No dijo nada ni se dio vuelta a mirar. Eso podía quebrarlo y debía mantenerse intacto y fuerte otra semana para esperar al abuelo. El Ejército lo había endurecido y él era un buen alumno...

6

Estaban sentados en el suelo disfrutando de su almuerzo y un poco de sombra cuando uno de los guardias se paró a su lado.

—Solovióv. Sígueme, el comandante quiere hablar contigo.

Andrei dudó, miró a su compañero y este cerró con fuerza sus ojos, como si quisiera decirle: “No hagas preguntas tontas, ve con ellos”.

—Vamos —dijo poniéndose de pie.

Siempre detrás de él, a una distancia prudencial, cruzaron todo el campo de trabajo, llegaron hasta la alambrada donde dos guardias lo estudiaron con serias miradas y los dejaron pasar. A una gran distancia todavía de allí estaban las tiendas donde estaban los oficiales que dirigían los trabajos. Un hombre levantó un poco la lona verde oliva y le hizo ademanes de que entrara. Adentro había un oficial. Era el comandante de la prisión; el teniente coronel Sergei Nóvikov. Nóvikov era un hombre joven, práctico, le gustaban las cosas blancas o negras y la gente que actuaba en consecuencia.

Cuando llegó el comandante se estaba sentando en una silla plegable. En medio de ellos había una pequeña mesa con diversos planos extendidos.

—Soldado Solovióv, presentándose.

—Solovióv, he estado leyendo su historial y me encontré con cosas muy interesantes. Vi que sabe manejar explosivos...

—Así es, señor. Algo de C4, dinamita.

El hombre señaló los planos abiertos con un bolígrafo que luego guardó en uno de los bolsillos delanteros de su uniforme.

—No me gusta andarme con rodeos, así que iré al punto: necesitamos avanzar en la obra cuanto antes y la gente del Ministerio de Defensa quiere que nos apuremos. Así que les pedí un poco de explosivos para acelerar el proceso de destrucción de lo que queda de la montaña y dos ingenieros en explosivos para manejarlos. Resulta que los muy malditos... retrasaron su viaje porque se quedaron dándose un atracón en una fonda que está a orillas de la carretera y ahora están con gastroenteritis... ambos. Otro equipo con dos ingenieros expertos en explosivos puede tardar una semana con suerte, lo más probable un mes. ¡Si pudiera los haría picar piedra toda una semana! —Hizo un silencio mientras miraba con odio las paredes de lona de la tienda y se calmaba—. Podría considerar como algo muy bueno en su historial de esta prisión que colaborara con nosotros manejando ese explosivo, ¿estamos de acuerdo, Solovióv?

—De acuerdo, señor.

Golpeó con energía los apoyabrazos de su silla de campaña mientras se ponía de pie.

—¡Eso me gusta! El guardia lo llevará hasta donde hemos dejado todo el material que trajeron los camiones. Eso es todo.

—¿En un polvorín, señor?

—Están en un depósito de la prisión.

—Señor, necesitaré de gente que retire parte de los explosivos y los acumule en un lugar seguro o que me permita determinar el grado de seguridad del depósito.

Se quedó pensativo mientras se rascaba la barbilla.

—Le conseguiré dos... tres guardias. ¿Algo más?

—Nada más, señor.

—Entonces, ¡a la obra!

Lo habían elegido para un trabajo mayor, no tanto porque lo apreciaban, sino más bien porque lo necesitaban. Si tenía suerte tal vez sumaría una recomendación en su expediente y algún día esos pequeños granitos de arena le servirían para bajar un poco la pena que le habían dado de manera injusta. Y también, sus compañeros solo tendrían que apalear los restos en los pequeños vagones de chapa en lugar de matarse con las mazas tratando de ganar el combate con las piedras.

El lugar estaba en un área apartada de la prisión. Era una casilla vieja que debía haber servido para improvisado casino de los guardias en otro tiempo. Las maderas se veían gastadas y descoloridas, menos la cerradura que, de nueva, parecía de oro. También habían incorporado un grueso pasador.

«Al menos es un buen lugar», pensó. «Alejado de todos los seres humanos que andamos por aquí; tanto del otro lado de la alambrada como desde adentro». Cuando entraron, se detuvo con las manos en las caderas mirando todo a su alrededor.

—¿Pasa algo? —preguntó uno de los guardias.

—Las ventanas. Habrá que clausurarlas con maderas, alguien puede tirar una piedra primero y luego una estopa ardiendo y ¡bum! Adiós, polvorín.

—Se supone que los explosivos son de seguridad —comentó uno.

—Yo no me arriesgaría.

—¿Qué más?

—También le cortaría la electricidad —dijo señalando una solitaria lámpara que pendía del techo—. Un chispazo puede ocasionar una tragedia.

Revisó la lista de materiales que habían traído, verificando que no hubiera elementos que pudieran provocar una atmósfera explosiva. Leyó en voz baja: “Dispositivo pirotécnico fragmentador de roca”. «Supieron elegir el explosivo correcto», pensó. «Lástima que tuvieron que enfermarse. O no tanto... No seas tonto, Andrei». Luego señaló una de las cajas que decía: “26 x 250”.

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