Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar - Sin redención
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© LOM edicionesPrimera edición, 2013 ISBN impreso: 9789560004826 ISBN digital: 9789560013316 RPI: 236.502 Fotografía de portada: “Sin Redención” Claudia P.M. Santibañez. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 88 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Este libro contó con el apoyo de la Beca de Creación Literaria del Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, 2013 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
A Pao Schulz,
mis ojos.
Una vez que se ha aceptado la idea de la destrucción como un problema que hay que resolver, ya no hay más que el problema. Ernest Hemingway
I Andrés Toro
Si bien Andrés Toro presumía que su esposa lo engañaba, fue el azar el que cambió su intuición por certeza. Volvía a su departamento temprano luego de un mal día en el laboratorio, cuando vio el auto de Leonor detenido al otro lado de la Alameda frente a un semáforo en rojo. Aunque el reflejo del sol contra el parabrisas no le permitía ver con claridad hacia el interior del vehículo, sabía que ese Skoda azul oscuro era el auto de su esposa y que ella no debía estar allí, manejando hacia el poniente. Era jueves, y la consulta de su sicóloga quedaba hacia el otro lado de la ciudad. Sin embargo, ahí estaba, y su improvisada presencia no le dio tiempo a Andrés para pensar en cómo actuar. Nunca antes se había atrevido a seguirla, pero esta vez, apurado por la bocina de quien tenía atrás, apretó el acelerador y dio media vuelta en el siguiente cruce del bandejón central.
Manejó tras ella procurando mantener cierta distancia, ocultán-dose detrás de otros vehículos. Pensó en llamarla a su celular, pero desistió. Su voz sonaría demasiado perturbada como para mentirle. Respiró profundo, con miedo. Esta vez solo debía seguirla para validar su evidencia.
Llevaban trece años casados y no tenían hijos. Para los demás parecían una pareja feliz y lo habían sido; cuando se casaron se atraían sin tratar de explicarse la necesidad de estar juntos, lo cual era un motivo suficientemente fuerte para dos personas atrapadas por su racionalidad: ambos eran científicos, los dos bioquímicos.
Doblaron hacia el sur y luego se adentraron por barrios que para Andrés resultaban por completo desconocidos. El auto de Leonor avanzaba como sí no tuviese prisa o no supiera bien el camino. Andrés comenzó a ahogarse, a escuchar un sonido pesado al respirar. Sufría de asma, el pelaje de los ratones la detonaba, pero desconocía hasta ese momento que también el pánico, la angustia o el cúmulo de sentimientos que lo albergaba podían desencadenarla. Al detenerse en un cruce, sacó de su mochila dos pastillas de antihistamínicos y las tomó con medio frasco de jarabe para la tos, remedios que siempre traía consigo. Un par de minutos después comenzó a sentir una taquicardia. Pensó en dar media vuelta y regresar a su departamento, pero continuó.
Hubo un tiempo en que esta situación le hubiese parecido irreal, injusta, pero ahora era distinto. ¿Por qué?, se preguntaba, tratando de hilar alguna respuesta. Él sí la quería. No había dejado de hacerlo nunca. Ese era el único murmullo que reconocía en su cabeza. Antes de casarse le había prometido, sin miedo a equivocarse, que la amaría eternamente, aunque no creyera en otra vida.
Disminuyendo la velocidad, el auto de Leonor dobló y se detuvo frente al estacionamiento de un edificio, a mitad de cuadra. La reja comenzó a abrirse por su sola presencia y, cuando terminó de cerrarse tras ella, Andrés estacionó su auto en la misma vereda, a unos metros por delante de la entrada principal. Apagó el motor. No sabía qué hacer. Notó que tenía la radio encendida. Una voz femenina estaba hablando, una voz plácida y suave que lo sacó en parte de su abstracción.
El edificio era un cubo blanco, sin matices ni estructuras sobre-salientes, de cinco pisos de altura, liso, sin balcones, con ventanas cuadradas que demarcaban cada piso. La construcción abarcaba la mitad de la cuadra, con el pasaje del estacionamiento a un costado. Parecía una mole desencajada por su simetría al lado de las fábricas y bodegas que lo colindaban. La entrada principal, una puerta de madera con vidrios polarizados, estaba justo en el medio. Una pequeña verja metálica delimitaba el acceso desde la calle.
Andrés se bajó del auto y caminó hasta la verja. Estaba abierta. Luego avanzó hasta la puerta y se quedó parado por un instante junto a ella. Había un llamador de bronce a un costado. Levantó la argolla pero no la dejó caer. Se preguntó si ya era suficiente con haber llegado hasta allí. Movió la manilla y notó que la puerta también estaba abierta. Sabía que al otro lado podía encontrársela frente a frente, fuera de su control. Pero aun así entró.
Esperó sin saber qué hacer en una pequeña antesala conectada con un pasillo. No había más luz que la que se colaba por los vidrios opacos de la puerta, la cual se irradiaba escasamente en el blanco de las paredes y las cerámicas del piso. El cambio de luminosidad lo hizo tambalear. Se asomó por el pasillo y vio el costado de un cubículo metálico a mitad de camino. El silencio le permitía escuchar un carraspeo en su respiración. Una mujer joven, menuda y de cabello claro, se asomó a mirarlo desde la ventanilla del cubículo. Le sonrió, como invitándolo a pasar, sin decirle nada. Andrés tampoco le habló. Pensó otra vez en dar media vuelta y abandonar el lugar, pero ya era demasiado tarde.
—¿Necesita algo? —le preguntó la muchacha.
Andrés no supo qué responderle.
—Acérquese.
Avanzó hacia ella, pero se detuvo un par de metros antes del cubículo.
—¿A qué habitación viene?
—No lo sé.
—¿No la recuerda? Con gusto lo puedo ayudar.
—Quizá usted me pueda decir cuál es.
Ella volvió a sonreírle de modo gentil.
—¿Se inscribió?
—No.
—¿Viene solo?
Andrés no contestó. Aunque hubiese querido gritar no hubiese podido. Tampoco habría conseguido salir corriendo.
—Puede pedir pieza aquí si quiere y nosotros le conseguimos a alguien.
—Mi mujer… mi mujer acaba de entrar y yo la seguí.
La muchacha contrajo bruscamente su sonrisa, cambiando su expresión por otra de arrepentimiento y terror.
—¿Qué es este lugar? —le preguntó Andrés.
Y ahora fue ella quien no le contestó. Andrés no insistió, creyó que ya sabía la respuesta, que ya sabía lo suficiente para entender lo que estaba pasando en ese momento y lo que había estado pasado en los últimos años de su matrimonio. Dio media vuelta y caminó hacia la salida esperando que la muchacha le dijera algo, que lo detuviera. Pero no ocurrió así.
Se subió a su auto y manejó con las manos tiritando sobre el volante lo más rápido que pudo, buscando cómo salir de aquel laberinto maldito que parecía no acabar nunca, hasta que reconoció el nombre de una avenida y la forma de volver a su departamento.
Al llegar, y tras cerrar la puerta, se quedó parado mirando cómo todas las cosas estaban en su lugar. No quería estar allí, pero ¿dónde ir? En un día normal, se hubiera encerrado en su escritorio a perder el tiempo, leyendo un paper , mirando pornografía en Internet o navegando por las redes sociales de gente que no le importaba, como lo había hecho por meses, evitando a su esposa para que la sospecha no fuese tan dañina, aunque siempre estuviera presente, como un leve perfume extraño, desde el principio, cuando se sabían felices, antes que de forma lenta y paulatina se acostumbraran a una espera sin sentido, evitando lo que ya casi no recordaban, eso indefinible que no tenía que ver con el raciocinio. ¿Pero cómo recrear una espera vacía sabiendo lo que se espera? Leonor llegaría a las ocho, como cada martes y jueves; al principio habían sido solo los martes, para probar, luego se habían agregado los jueves, cuando se intensificó la terapia. Andrés, si no se quedaba trabajando hasta tarde en el laboratorio, se iba al gimnasio los días en que su mujer llegaba temprano al departamento; el sábado lo pasaban en la casa de los padres de Leonor y el domingo se quedaban en casa y a veces hacían el amor. Ese era el calendario que habían construido por inercia.
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