Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar - Sin redención
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—Bueno, señor Torres, ayúdeme a solucionar esto y muéstreme cómo funciona su negocio.
—Aquí es todo legal…
—¿Puede mostrarme los computadores, por favor?
—Veo que ya se enteró de cómo operamos.
—No. No sé nada. Cuénteme usted.
Entraron en el cubículo. Solo había un computador, una silla y una libreta de notas con las horas del día, sin anotaciones.
—Necesito ver quien reservó la habitación 24 —le dijo Vargas.
—Está bien, yo lo voy a ayudar. Espero que usted lo recuerde después.
«Qué concha…», pensó Vargas, pero respiró profundo. El caso se había catalogado con código negro, podía ser por el diplomático, podía ser por la red de contactos que poseía el dueño del motel, quien en todo momento se mostraba tranquilo, compuesto.
—No sé si esto le sirva de mucho, nuestro software funciona con la máxima discreción.
Las reservas se hacían por Internet, previa inscripción en una página web. Esteban Torres le mostró la lista de más de seis mil inscritos a la página. Solo seudónimos. No había pagos con tarjetas de crédito ni códigos que pudiesen asociarse con los nombres ficticios. Al menos, los de informática podrán obtener la dirección IP del computador desde el cual se reservó la pieza, pensó Vargas.
—La 24, ¿no? —en la pantalla del computador se veía un esquema de las habitaciones con su numeración y pintadas con distintos colores. La 24 tenía color rojo.
—¿Qué indican los colores? —preguntó Vargas.
—Las verdes están desocupadas. Las rojas son las que están reservadas para parejas que no necesitan compañía. Las violetas y celestes son reservaciones de mujeres que buscan hombres y mujeres, respectivamente. Las azules son hombres que buscan mujeres y las amarillas son hombres que buscan hombres. Como ve, tenemos todo el arco iris.
—¿Pero quién reservó la habitación?
—Esa información no se la puedo entregar.
—¿Ah no?
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque no puedo.
—No me haga enojar, de verdad.
El dueño se quedó en silencio por un momento.
—Le estoy diciendo la verdad. Yo entiendo su trabajo, pero usted entienda el mío. Le daré la información, pero no creo que le sirva de mucho. No sé si usted sabe cómo funciona el mundo virtual. Existe, pero sin nombres, sin rut, sin direcciones. No se puede homologar a nuestra realidad. Lo único que le puedo dar es el seudónimo de quien la inscribió, pero si es ella, él, la muerta, no lo sé.
—¿Y quién la reservó?
—«Santo Tomás». ¿Ve?, aquí: Santo Tomás reservó la habitación. —al pulsar el cuadrado de la pieza en la pantalla salió el texto con la información.
—A las dos de la tarde de hoy. ¿Esa es la hora de la reserva?
—Sí. Así es. Es todo lo que puedo decirle. El servidor borra las IPS de nuestros clientes luego de cada conexión. Como usted comprenderá, mi negocio funciona en base a la privacidad que puedo brindarle a mis clientes. Si usted consigue una orden, si se lleva el computador, no sacará mucha información por más capaces que sean en su unidad. Se lo aseguro, solo hará enojar a gran parte de estos seis mil usuarios, y usted sabe como son las cosas en nuestro país, la gente que accede a mis servicios no es cualquiera, es gente con dinero, con influencias. Este país es chico, comisario. Todos se conocen.
—Una cama de mierda en una ratonera. Eso busca la gente de plata. No me huevee.
—No lo hueveo. La perversión, cuando así llaman al deseo, cuesta. Cuesta hacer realidad los sueños en privado, sin que nadie sepa. Yo no ofrezco perversión, ofrezco privacidad, ¿me entiende?
—No. Tengo una mujer muerta allá arriba. Solo me interesa eso, y a usted también debería interesarle si quiere seguir metiéndose el dedo en el culo privadamente. Dígame, ¿qué pasa cuando las personas llegan? ¿Cuál es el recorrido?
El dueño rio y comenzó a hablar. Las personas podían entrar por la puerta principal, siempre abierta, o llegar en auto, estacionando detrás del edificio y entrando por la reja que abría la recepcionista, que podía verlas a través de una ventana. Luego accedían a los pisos superiores, donde estaban todas las piezas, por una escalera ubicada junto al cubículo metálico. Los clientes tenían dos horas para usar las habitaciones y, al salir, sabían que debían acercarse a la recepción para pagar. Las tarifas fluctuaban entre sesenta mil pesos por persona si venían solos y cuarenta mil si lo hacían en pareja; si pedían una prostituta, puto o travesti, los precios variaban según qué cosas quisieran hacer y cuáles que les hicieran. «La vida en pareja siempre es más conveniente, claro, económicamente hablando», acotó el dueño del motel. Vargas ni siquiera sonrió, aunque el comentario le pareció gracioso. Terminado el tiempo, alguna de las recepcionistas recibía el pago; los clientes solo veían sus manos, pero ella podía verlos de cuerpo entero cuando pagaban, cuando se iban y también cuando llegaban. Todas las instrucciones estaban estipuladas en la página web y la gente las cumplía.
—¿Tienen cámaras de seguridad?
—No, por supuesto que no. Las cámaras espantan. Trabajo solo con una recepcionista porque no he resuelto otra forma de recibir el pago. He pensado que esto podría funcionar sin nadie, con un buzón o algo así; es utópico, lo sé, pero aquí no vienen pendejos que nos quieran engañar. La gente se va satisfecha y paga por lo que vale.
Paredes tenía razón, un puterío, un puterío de mierda, pensó Vargas. Sacó su cigarrera. Estaba vacía. El dueño del motel sacó una cajetilla y le ofreció un cigarro. Son fuertes, le dijo, tabaco negro. Vargas no lo aceptó. Sacó su libreta, pero no supo qué anotar. Solo le preguntó la dirección de la página web.
—www.sexoclandestino.cl.
Su celular sonó. Era Paredes. No le contestó.
—Bien, quédese aquí. Yo ya terminé por hoy, pero algunos colegas míos con gusto lo vendrán a visitar.
—Con gusto los recibo, quizá son gente conocida. Tal vez a usted también lo tengamos pronto por acá.
Vargas no le contestó y salió a la calle a esperar al auto. Le dolía la cabeza. Afuera todo estaba tranquilo. Solo un par de periodistas quedaban en el lugar. Los conocía. Riquelme y Bravo. Se le acercaron.
—Nada muchachos. Aquí no hay nada.
—Pero da para seguir esperando. Un asesinato, ¿no? ¿Una mujer?
—Nada que les pueda interesar. Una «no noticia», muchachos. Váyanse para la casa, que hoy no sale nada.
Los periodistas obedecieron. Ya eran las doce de la noche.
En la esquina vio aparecer al auto de la brigada. Llevaba la baliza apagada. Se estacionó junto a él. En el asiento de atrás venía el marido. «Este imbécil de Paredes», pensó Vargas. Traía al hombre como si estuviese detenido. Vargas le abrió la puerta y el tipo bajó del auto, despacio, tambaleándose.
—Buenas noches —lo saludó Vargas. Pero Andrés Toro no le contestó—. Lamento mucho lo sucedido.
—¿Está preparado para verla? —le preguntó Paredes.
—Sí —respondió Andrés, de forma casi inaudible.
—Acompáñenos, por favor.
Vargas se puso a su lado y caminaron juntos. Se veía ausente, con la cara pálida y la postura encorvada, caminando casi por inercia, dando pasos cortos, sin separar los muslos. Hedía a alcohol, pero su aspecto no era diferente al de cualquier persona en un estado de desgracia. Le tiritaban la barbilla y las manos. Estaba vestido con pantalones de tela azules, polera blanca y un montgomery negro que, por la postura, le cubría hasta los zapatos.
—Estaba tomando cuando me avisaron —le dijo a Vargas—. Es casi lo único que hago por las tardes desde hace un tiempo. De todas formas, hubiese preferido no estar así.
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