Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar - Sin redención
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Mientras la miraba, los flashes de la cámara volvían aún más nítida su piel, y su silueta, etérea y fantasmal, se quedaba retenida con cada parpadeo. Se cruzaron en su mente las fotografías en blanco y negro del sindicalista, imágenes de horror y culpa enquistadas en su memoria. Cerró los ojos por un instante y trató de volver a concentrarse en la mujer de la tina. Luego sacó su libreta y comenzó a anotar, pero le sudaban las manos; la habitación seguía húmeda. Se puso guantes.
—Descríbeme lo que viste al llegar —le pidió a Cárdenas.
—Básicamente, esto. No hay mucho que analizar la verdad, en el baño tenemos el cuerpo y, en la pieza, además de su ropa —«que desordenaron los pacos, si no, la hubiesemos encontrado doblada sobre la cama», pensó Vargas—, solo vi una colilla de cigarro en el cenicero, más no, la cama estaba hecha y ponerse a buscar manchas en el piso o en otro lugar… Tendrías como veinte mil sospechosos, ¿no? Oye —dirigiéndose al otro joven con delantal que esperaba parado en la pieza—, recoge la colilla y fíjate si hay alguna mancha fresca de sangre o cualquier cosa.
El joven obedeció.
—¿Universitarios?
—Sí. Criminalistas. Futuros cesantes.
—Mano de obra gratis.
—Así es. Pero mala. Piensan que esta mierda es como en la tele, como esas series gringas. Cuando se dan cuenta de que en realidad es pura mierda se quedan así, como ahueonaos. ¿Tú con quién viniste?
—Con Paredes, otro ahueonao pero con personalidad. ¿Había olor a pucho cuando entraron?
—No que recuerde. Solo olor a cacha.
—¿En verdad?
—No.
—Bueno, entonces puedo fumar.
Vargas prendió un cigarro sin filtro, liado por él. Fumaba sin quitarse el cigarro de la boca ni siquiera para hablar, hasta que le quedaba una pequeña colilla de papel apagado entre los labios. Esa era su gracia, lo que haría en un concurso de talentos.
—¿Tú no habías dejado el cigarro? —le preguntó Cárdenas.
—No. Nunca lo dejé. Pero ahora me lavo los dientes. En fin, ¿a qué otra cosa se viene a un motel?
—¿Drogas?
—Mmm… No creo.
—¿En qué estás pensando?
—En nada, la verdad. ¿Le tomaste fotos a la cortina?
—Sí. Varias tomas.
—¿Abrimos entonces?
—Dale.
Vargas le tomó la cabeza a la víctima con una mano y con la otra fue corriendo la cortina. Un vaho cálido llenó la habitación. El cuerpo aún no emanaba mal olor, por el contrario, el aroma en el baño era dulce, de jabón o shampoo traídos por ella. Le pidió a Cárdenas que fotografiara la nuca contra el canto de la tina; por altura y magnitud, era imposible que el golpe hubiese sido producto de la caída.
—¿Con qué crees que la mataron? —le preguntó el criminalista.
—Con un arma contundente, no punzante. Mírale la frente, el hueso parece estar roto, pero no la piel. Aún está inflamado, quizá por masa encefálica retenida o producto de la contusión del golpe. Pero atrás, en la nuca, la herida quedó expuesta, con rajaduras de piel concéntricas a la zona de impacto. Ese debió ser el primer golpe, más fuerte que el de adelante, suficiente como para romperle el occipital y matarla. El golpe en la frente debieron dárselo al caer, para rematarla. La frente es más dura además. Lástima que no tenemos las gotas de sangre que debieron salpicarse a la pared y a la cortina. Pero no debieron ser muchas. Habrá que ver, un martillo deja mayores esquirlas de hueso roto que un bate de béisbol, por ejemplo, que tiende a desencajar más las placas. Yo no lo veo muy entero. En fin, la autopsia va a tener la última palabra.
Mientras Vargas hablaba, las cenizas caían al piso.
—Sí, concuerdo con lo del martillo.
—Buscamos a un carpintero, entonces. Facilito.
El martillo es una buena arma para matar, pensó Vargas, fácil de ocultar y maniobrar. Un solo golpe puede ser letal y, si no, es cómodo para volver a atacar, a diferencia de un arma contundente más larga, que le da la posibilidad a la víctima de defenderse, tratando de contenerla. Y este no era el caso.
—Hablando de carpinteros. ¿Cómo va lo de tu juicio? —le pregun-tó Cárdenas.
Vargas no le contestó de inmediato.
—No es «mi» juicio —le dijo luego, con desgano.
Sabía que Cárdenas no había formulado la pregunta con mala intención. Sabía que él no era como la mayoría de sus compañeros en la brigada, quienes desde que se había reabierto el caso del sindicalista, comenzaron a mirarlo con recelo.
—Perdón, solo te preguntaba por… preguntar.
—Sí, no te preocupes. Ahí va. Bien supongo. Tengo que ir a declarar dentro de un mes, más o menos.
—Que atroz. Siguen y siguen y siguen escarbando.
—Así es. Sigamos trabajando mejor. Sigamos con el cuerpo.
El criminalista volvió a descorrer la cortina. Luego le movió las piernas.
—¿Y? ¿La llevaron antes a ver las estrellas? —Le preguntó Vargas.
—Mmm… yo diría que no. No tiene indicios de haber sido penetrada.
—¿Seguro?
—No en un cien por ciento. El agua pudo estrecharla, por decirlo de alguna manera. De todas formas voy a tomar una muestra por si hay algún pirigüín dando vueltas.
—Se estaba duchando para esperarlo. Bien. Entonces, recreando —Vargas retrocedió hasta la puerta—, el carpintero esperó que la víctima entrara a la ducha, pudo haber estado mirándola desde la primera habitación. Cuando ella se pone de espaldas, él entra al baño, se acerca sin que ella se dé cuenta y la golpea en la nuca —simulando el movimiento mientras avanza su relato—, a esta altura —indicando con el dedo la cortina de baño, arrugada en ese punto—, luego la víctima se resbala, cae contra el canto de la tina y el tipo la remata, golpeándola en la frente, a esta altura, donde también se nota el golpe en la cortina. Si te fijas, no está rota en ninguna parte, por lo que el martillo no tiene que haber quedado con sangre. La mujer no alcanzó a reaccionar, y quizá nunca se dio cuenta de quien la mató —el cigarro ya se había consumido. Sopló al suelo la colilla y la pisó.
—Sí, la mató por la espalda.
—El asesino no quería que lo reconociera porque la víctima lo conocía —dijo el inspector Paredes, asomando su cabeza por la puerta—. Obvio, ¿no?
—¿No te dije que te quedaras abajo con los testigos? —le dijo Vargas.
—Nadie vio ni escuchó nada. Dejé al utilero a cargo. Yo tengo que estar en la escena del crimen. ¿Se fijaron que la puerta no está forzada?
—¿Y tú te fijaste que la puerta no tiene pestillo, que solo tiene manilla? ¿Qué te dije, Cárdenas? Una lumbrera. ¿Trajiste…? —una mujer joven estaba parada junto a la cama, asustada, con las manos aferradas sobre su regazo.
—Les presento a la recepcionista de este puterío. Ella llamó a Carabineros.
—¿Puterío, esto? Señorita, ¿qué es esto?, ¿un puterío? —le preguntó Vargas, quitándose los guantes de látex.
—El dueño viene en camino y él les…
—Le estamos preguntando a usted.
—Yo preferiría esperarlo.
—Vamos, contesta ¿qué es esto? —le dijo Paredes.
—No es una casa de putas. Es un motel —respondió ella, en voz baja, con la cabeza gacha.
—Escuchaste a la dama, Paredes, esto es un motel —le dijo Vargas.
«Pero no para este tipo de mujeres», pensó, salvo que le hubiese gustado jugar sucio. Al igual que un baño público, aquel lugar parecía estar hecho más para cubrir una urgencia que para atraer clientes por sus comodidades. En lugares así no era común encontrarse con personas bien vestidas, como había visto en el primer piso, ni a una mujer con un collar de plata colgándole del cuello. Las ventanas estaban tapadas con papel de roneo y diarios. El baño tenía cerámicas verdes sin terminar, además de un pequeño espejo, el wáter, el lavamanos y la ducha. El piso estaba cubierto por una alfombra con motas de pelos y polvo, y las sábanas en la cama estaban dobladas como si fuesen de cartón. Quizá es precisamente la podredumbre y precariedad lo que les aumenta la libido a estas personas, pensó Vargas, tal vez por eso viajan hasta un barrio industrial lejos de sus casas, para encontrar solo lo necesario para llegar, encamarse y partir.
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