Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar - Sin redención
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—Como usted diga, comisario —y Paredes obedeció saliendo raudo de la habitación.
Podía estar en lo correcto, pero quizá no. Y no había nada que volviese más odiosa una investigación que perder la confianza de alguien cercano a la víctima. Pero peor era no tener la capacidad de reconocer al culpable en el momento adecuado. En estos casos, en todos, siempre, las cosas se pueden enturbiar aún más, pensó.
La muchacha se sentó en la cama, tiritando, como si la confesión y su nuevo rol le fuesen a costar muy caro.
—Vargas, ¿qué quería el fiscal? —le preguntó Cárdenas.
—Dice que está en la playa y que no llega. También quiere que hablemos en privado.
—¿Me voy?
—No. Tú sabes cómo funcionan estas cosas. Señorita, ¿puede esperar en el pasillo, por favor?
La muchacha obedeció y Vargas volvió a sacar su celular y rediscó la llamada.
—Señor fiscal, sí, disculpe, ¿me decía?.
—Vargas, me llamaron de arriba para avisarme que el caso se cataloga con código negro. Parece que tienes retenido a un diplomático. ¿Viste alguna patente azul? —le dijo el fiscal.
—No he ido hasta el estacionamiento, señor fiscal.
—Bueno, se enredó un pez gordo, al parecer. Eso, o alguien no quiere que se salpique mucha mierda con esto. Quiero que manejen el caso con total discreción, sin prensa, ¿me entiendes? ¿Ya llegaron?
—Sí, están abajo. Ningún comunicado oficial en todo caso.
—Diles que la nota no sale. Ni para los noticiarios de medianoche ni para mañana. Diles que no es noticia, ¿entiendes? O mejor, no les digas nada.
—Sí, claro.
—De arriba quieren gente que haga el menor ruido posible.
—Es nuestro caso. Pero lo podría entregar si así me lo pide.
—¿Quién está de turno?
—Ballesteros.
—No, por ningún motivo.
—¿Están pidiendo a alguien en especial?
—No. No sé, usted está bien de todas formas.
Los más reservados, a los que no nos importa un carajo esto, pensó Vargas, que se sabía un funcionario de carrera, nada más. Él era un buen candidato para los trabajos en las sombras, que al fin y al cabo eran solo trabajo.
—Bien. Cuente conmigo.
—Cualquier cosa me informa. Adiós, Vargas.
—Hasta luego.
—¿Qué, se complicó todo? —preguntó Cárdenas.
—Código negro.
Cárdenas soltó una risa.
—Así queremos Chile.
—Sí, que siga como siempre ha sido no más. A la hora del pico vamos a irnos.
Cárdenas rio nuevamente y se volvió a terminar su trabajo. Vargas se mantuvo sin moverse por un par de minutos. Tenía que ver los computadores. Necesitaba gente de la Brigada del Ciber Crimen. Necesitaba logística. Pero no llamó. Salió de la habitación y bajó al primer piso. El pasillo estaba iluminado por luces blancas, de poco voltaje, que alumbraban desde el suelo, pegadas a la pared. Encendió otro cigarro. Al final del pasillo había un hombre hablándole bajo a la recepcionista, remarcando sus palabras con un movimiento enérgico de su brazo derecho, como si la estuviese amenazando. Vargas llamó a uno de los carabineros.
—¿Quién es ese tipo? —le preguntó señalándolo.
—El dueño del motel, comisario. Llegó hace un rato. Lo tenemos vigilado.
—¿Le puedo pedir que lo mantenga lejos de esa muchacha, por favor?
—Sí, cómo no, comisario. Gutiérrez, tráete a ese tipo para acá y ponlo con los demás, que no hablen esos dos.
—¿Usted está a cargo? —le preguntó a Vargas un hombre del grupo de clientes, acercándose como tratando de intimidarlo. Vargas lo observó con pereza—. Con usted quería hablar. Esto es el colmo, nos han pasado a llevar ultrajando nuestros derechos y…
—Vuelva a su lugar, ¿quiere? —le dijo Vargas.
El tipo retrocedió un par de pasos, sulfurado.
—Y ¿aportaron en algo? —le preguntó Vargas al carabinero.
—No. Pero este nos ha hueviado toda la noche. Todos dicen que estaban en sus piezas y que no escucharon nada, tal vez por estar… usted sabe.
—Sí. ¿Les tomaron declaración?
—Sí, a todos, incluso a ese de ahí que dice que no habla español. Solo dice: «Diplomatic, diplomatic».
—¿Anotaron las patentes de los autos?
—Sí.
—Bien. Luego les pediremos por oficio la información.
—Ningún problema, comisario.
Se aproximó a las personas que esperaban en el pasillo. El hombre ofuscado volvió a ir hacia él.
—Oiga, oiga, esto es el colmo, un abuso de poder increíble y una falta…
—Nadie tiene la culpa de que estuviera en el lugar equivocado, señor, así que tranquilo y escuche. Señoras y señores, pueden retirarse, vuelvan a sus casas y disculpen las molestias.
—Esto se va a saber, nos han tenido aquí como delincuentes y…
—¿Esa es su esposa? —le preguntó Vargas, indicando a quien lo acompañaba, una muchacha de no más de quince años que se tapaba la cara con las manos, con apariencia de ser toda una mujer salvo porque era solo una niña.
—¿Y a usted qué le importa si es mi mujer o no?
—Mire, quizá esa niñita que lo acompaña sea mayor de edad, tal vez, pero yo no lo sé, mientras comprobamos su edad yo lo puedo retener a usted en una celda por hasta seis horas ¿Quiere que haga eso?
—Atrévase, atrévase y lo cago de por vida.
—Bueno, pero después. Eso sí, no trate de esconder su anillo de matrimonio tragándoselo, los que se va a encontrar en la celda saben cómo sacarlo.
El hombre no contestó, solo se limitó a retroceder.
—Vamos, escúchenme todos, háganme caso por favor y váyanse a sus casas antes que llegue más prensa y los fotografíen a la salida. De verdad, muchas gracias por su cooperación y manejen con cuidado.
La gente obedeció en silencio, moviéndose rápido, arrancando. Era un grupo diverso. Seis hombres y cuatro mujeres. Ninguno le pareció sospechoso.
Vargas miró hacia el cubículo. El dueño del negocio estaba adentro. Era un hombre joven, vestido con chaqueta, camisa y sin corbata. Se veía tranquilo. Vargas sopló la colilla del cigarro ya consumido al suelo y se acercó a él.
—¿Qué hace ahí metido?
—Lo que haría cualquier empresario en mi lugar, señor, resguardar su negocio. Esteban Torres, para servirle —le contestó, saliendo del cubículo y estirándole la mano.
—¿Resguardándolo de quién? —le preguntó de vuelta Vargas, restregándose los ojos. Su celular comenzó a vibrar. Era Paredes. Contestó. Ya estaban con el esposo—. Quédese afuera —le dijo al dueño sin darle pie para una respuesta innecesaria—. Paredes, sí. Ya le diste la noticia. ¿Cómo reaccionó?
—Está borracho, comisario. Despierto pero borracho. Cuando le contamos miró al piso y se quedó en silencio. Nada más.
—¿Está muy afectado?
—Sí. Aunque no lloró. Mi impresión es que esta vez se equivocó, comisario.
—¿Está ahí, contigo?
—No, nos ha pedido que esperemos afuera mientras se abriga. Nos va a acompañar.
—¿Y los conserjes?
—No lo vieron salir.
Mierda, debería haber ido a buscarlo yo, pensó. Con los años, los buenos policías van adquiriendo virtudes que alimentan la perspicacia, como si desarrollaran instintos más pulidos que la primera impresión. Vargas podía reconocer el cinismo en los demás de forma tan contundente como una piedra en las lentejas. La borrachera siempre es un buen escondite, una coartada a la cual echar mano, pensó. Pero también podía tratarse de simple azar. Todo se estaba volviendo confuso, jodido, como la conciencia de un alcohólico.
—Tráelo rápido. Trata de sacarle algo, pero no metas muy profundo el dedo, con cuidado. Llámame cuando estés por llegar.
—Ok.
Cortó. El dueño del negocio lo había observado todo el tiempo, sereno, como si se tratara para él de un trámite más.
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