—Vamos a llevarnos una de esas, un rollo de alambre, de cables y el equipo iniciador.
Cargaron todo y se encaminaron hasta la parte de la montaña que se negaba a darles el triunfo a los hombres con sus mazas y vagones de chapa. Él mismo cavó cada uno de los 20 hoyos con un pico. Luego colocó las cargas y los alambres de conexión. A una gran distancia conectó las terminales al equipo y programó las explosiones con 3 segundos de diferencia entre cada una. La alarma de la prisión sonó con su quejido lastimero por un largo minuto. Giró la palanca y se escuchó la primera explosión.
—¡Rayos! —dijo uno de los guardias agachándose un poco cuando el estallido hizo temblar el suelo donde estaban.
Luego continuaron las siguientes mientras Andrei contaba tanto en voz baja como controlando la pantalla del equipo a todas y a cada una de las cargas. Así siguieron hasta que quedó la última serie de 20 explosiones que terminaría de destruir las piedras. Uno de los guardias se acercó a la tienda del comandante.
—¿Y bien?
—Solovióv está haciendo las cosas de forma muy correcta. Dice que va a usar todas las cargas para evitar el peligro de tener explosivos en una prisión militar.
—Muy buen punto —dijo el comandante—. Y de verdad tiene razón. Si a alguno de los presos se le ocurriera la idea de hacerse del polvorín tendríamos una masacre. Igual, sigue a su lado. No le quites un ojo de encima.
—Sí, comandante.
Andrei colocó la última carga y estiró los alambres hasta donde estaba su tienda de campaña. Hizo las conexiones y le pidió al guardia que hiciera sonar la alarma por última vez. Luego giró la palanca, la explosión y una pequeña nube de polvo saltó hasta una altura de más de diez metros. El guardia se agachó de nuevo.
—Nunca me acostumbraré.
—Si te sirve de consuelo... sí te acostumbras... puedes estar en peligro sin darte cuenta.
El guardia lo miró y sacudió la cabeza y no dijo nada. Andrei era un soldado, algo que algunos de los guardias habían olvidado. Había escuchado disparos de mortero, de cañones de largo alcance y hasta de baterías antiaéreas. Sus oídos estaban bastante familiarizados con las explosiones. Los hombres pueden ser irreverentes contra cualquier cosa, con la belleza de los animales o con lo salvaje de la naturaleza, pero le tienen un respeto enorme a los truenos y los rayos. Y una explosión en una cantera de una mina, o en una construcción, aunque controlada, siempre recuerda a un trueno, un trueno poderoso.
La pantalla mostraba 18 cargas explotadas. Siguió la número 19 y la cuenta y las explosiones se detuvieron. Esperó unos segundos más y volvió a girar la palanca; algo había pasado.
—¿Qué pasa? —preguntó el guardia.
—Falta la última.
—¿Y el equipo?
—Ya le di, dos veces.
—Tal vez, la batería...
—No lo creo. Estos equipos están diseñados para trabajar mucho... tal vez uno de los cables estaba cortado.
—¿Qué haremos entonces?
—Necesitamos algo que lo haga explotar. De lo contrario puede explotar cuando intentemos sacar la carga. ¿Hay... granadas en el arsenal?
—Preguntaré por radio.
El hombre se fue afuera y luego de intercambiar un par de palabras salió directo hasta la tienda del comandante. De allí regresó con él.
—¿Qué te propones, Solovióv? —preguntó poniéndose las manos en las caderas—. ¡Rayos! Hace calor...
—Si puedo dejar una granada sobre la carga la haré explotar sin riesgo.
—¿Tú?
—Soy el encargado de los explosivos, ¿verdad?
El comandante se dio vuelta a mirar la zona y luego lo miró con recelo. Si moría un solo guardia lo lamentaría el resto de su vida, sin pensar en el papeleo que de seguro no conformaría a nadie en el Comando Central. Y si lo mismo le sucedía a uno de los reclusos también, aunque se fingiera ser un hombre duro, sin sentimientos.
—Tienes razón. Toma —le dijo mientras le dejaba en la mano una granada de fragmentación; uno de los guardias tocó su pistola por si el recluso intentaba algo—. Trata de no volar en pedazos... sería difícil juntarlos todos.
Al verlo salir y dirigirse hasta la zona de explosiones, entre los compañeros que descansaban en una rústica e improvisada sombra con una tienda vieja, corrieron murmuraciones de todo tipo.
—¿Qué va a hacer?
—Va a tratar de sacar la carga.
—No seas tonto. Si toca esa carga puede volar en pedacitos. De seguro va a cambiar el alambre.
—Yo digo que no.
—¿Qué apuestas?
—Es la vida de un hombre —los interrumpió Boris con la frente ceñuda—. No es de buena suerte apostar algo.
Mientras Andrei se acercaba al lugar de la última carga los guardias de las torres de vigilancia lo seguían en las miras de sus fusiles.
—¿Lo tienen? —preguntó el comandante por la radio.
—Aquí torre 3: lo tengo.
—Torre 4: positivo.
Al llegar al lugar comprendió que no podía tirar la granada y salir corriendo. Existía la posibilidad de que cayera en un lugar apartado y no lograra ningún efecto. No había ningún gran hoyo en la que acertar algo tan pequeño como lo que llevaba que cabía en la palma de la mano. Aquello no era un aro de alambre con su red y lo que llevaba no era una pelota de básquet. Caminó hasta estar a escasos cincuenta centímetros del hoyo.
—¿Qué hace? —preguntó el comandante por la radio.
—Se ha acercado hasta estar encima del hoyo —le respondió uno de los vigías.
Uno de los guardias se pasó la mano por la cabeza.
—El tipo está chiflado.
—Tal vez lo que busca es que lo maten. Y ahora tiene una excusa... gigante —respondió el otro.
—Me parece que el chiflado eres tú.
—¿Por qué? ¿Nunca oíste hablar de los “suicidas”? Morir por morir. Se acerca mucho a la alambrada y uno de nosotros después de gritarle un par de veces, le mete una bala en la espalda y se muere desangrado. En cambio aquí... toca algo que no funcionó y muere hecho pedazos... no tendrá tiempo de sufrir.
—Lo que dije: te estás volviendo loco y yo me volveré igual si sigo escuchándote —le respondió y se apartó unos pasos.
Andrei estaba sobre la carga. Le sacó la anilla del seguro a la granada y la acomodó con suavidad sobre el explosivo fallido sin abrir la mano para abandonarla todavía.
—¿Qué hace, maldición? —gritó el comandante por la radio.
—Acaba de dejar la granada. Al menos eso creo.
—¿Eso creo?
—Me tapa la visual con su espalda. ¡Un momento! ¡Está corriendo!
—¿Escapa?
—No, señor. Corre hacia donde está usted.
El hombre había dejado la granada al fin y corría hacia donde se encontraban los guardias. Tenía cerca de 30 segundos antes de que todo se convirtiera en un infierno de rocas y fuego destructor.
—Corre, maldición... —dijo Boris desde la distancia.
—Corre, amigo... corre —dijo otro de los compañeros poniéndose de pie.
Hacía mucho tiempo que no sabía lo que era correr. Las piernas le dolían, pero estaba seguro de que si bajaba la velocidad algo de la onda expansiva lo alcanzaría y terminaría su aventura. Estaba a escasos cincuenta metros de la tienda del comandante cuando aquella cosa explotó y levantó una gruesa columna de polvo y piedras trituradas al aire hasta una altura de diez metros. Todos se agacharon, algunos se taparon la cabeza. En segundos una nube de polvo los barrió. Al despejarse, vieron a un hombre tendido en el suelo que no se movía.
—Tráiganlo —ordenó el comandante.
Fueron hasta donde estaba el hombre y, después de examinarlo, regresó uno de ellos.
—¿Qué pasó?
—Está inconsciente. No responde.
—Maldición... —Tomó la radio y llamó—. Habla el comandante, que venga el médico ya.
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