Ernesto Ignacio Cáceres - Sin héroes ni medallas

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A veces cumplir con el deber involucra un gran sacrificio.
Eso lo comprenderá el cabo Andrei Andreiovich Solovióv, cuando al defender con su patrulla a un humilde granjero en una confusa situación, termine degradado y condenado a 7 años en una prisión militar.
Tiempo después el mismo gobierno que lo destituyó, lo invita a formar parte de una misión de espionaje donde el futuro chivo expiatorio será nada menos que él mismo en caso de que algo salga mal.
Y los más negros presentimientos de aquel hombre castigado injustamente, terminan haciéndose realidad…
Las potencias occidentales hasta ese momento solo espectadoras, deciden enviar entonces a sus agentes a capturar información al precio que sea, aunque peligre la vida de inocentes.
MacGregor por el servicio secreto británico y Miller por la CIA americana deberán elegir entre cumplir con la misión que les han encomendado, moviéndose con cautela en un país extraño donde los extranjeros no son bienvenidos, donde cualquier integrante de una caravana puede denunciarlos por unos cuántos dólares…
Aprenderán a engañar, a internarse en los desiertos para sobrevivir o… hasta traicionar a su país.

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—Dijeron que a ti te habían dado 7 años y te habían... —Se llevó la mano a la boca como si temiera decir la palabra—. Degradado.

—En realidad me hicieron un favor.

—No te entiendo.

—¿Sabes quién fue Hitler? Lo debes haber estudiado en el colegio.

—Sí... pero ¿qué tiene que ver con... esto?

—Hitler llegó a dirigir los destinos de su Ejército y su país. Lo hizo hasta llevarlos a la destrucción total en la que cayó Alemania. Hitler tenía rango militar, se lo había ganado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial donde lo condecoraron. ¿Sabes cuál era el grado militar que tenía?

La muchacha negó con la cabeza.

—Cabo. Fue cabo del Ejército hasta su muerte. Una gran ironía del destino que un cabo les diera órdenes a generales y coroneles, pero fue así. Yo también antes de todo lo que pasó era cabo. Al degradarme, me sacaron el detalle con el que éramos parecidos. Yo, ahora soy soldado, un soldado más y espero serlo después de que salga de aquí. —Andrei miró a la muchacha. Le pareció tan frágil y, a la vez, tan llena de vida, la vida que había quedado allá afuera, como si solo le perteneciera a otros, pero no a él. Entonces trató de ser un poco más amable—. Te agradezco que hayas venido; este es un lugar terrible.

—Te traje algo de comida; un postre, baklava.

Lara tomó la tela y mostró el contenido y se lo acercó. Andrei se había quedado sin palabras. Recordaba aquel postre de los tiempos en que se lo hacía su abuela y luego su madre, tiempos en que había vivido la vida.

—Gracias... no te hubieras molestado.

—Lo hice para ti, Andrei.

—Gracias otra vez.

De pronto, dejó de tener la vista fija en aquellos pequeños triángulos de masa filo; los olores de la canela y el almíbar podían sentirse desde donde estaba sentado. El instinto de sobreviviente lo asaltó. «¿Y si los guardias se lo quitaban después con alguna excusa tonta, más bien maligna?».

Como un desesperado se llevó la primera tajada a la boca y se limpió la comisura de los labios con el revés de la mano. Estaba increíble; le había dado la correcta proporción de agua, almíbar y canela y el tiempo justo para que tomaran sabor.

—Está delicioso —dijo con la boca llena, lo que provocó la sonrisa de Lara.

—Puedes guardarlo para más tarde.

—No. Tal vez me lo quiten o... no me dejen comer en paz.

Devoró la segunda porción y puso la tela con la que ella lo había cubierto en su lugar. Le acercó el plato y cuando ella lo tomó le aferró una mano. Ella lo miró directo a los ojos.

—Gracias. Cocinas muy bien.

Decidió retirar la mano para no asustar a la muchacha.

—En este país es casi lo único que puede hacer una mujer: cocinar y tener hijos. —Miró con una cierta nostalgia o tristeza un horizonte indefinido—. En la capital hubiera tenido más oportunidades, pero llegó Andrei y su padre murió en un accidente en la construcción de un edificio.

—Lo siento.

—Pasó hace tiempo. —Intentó sonreír—. Te traeré más...

Andrei pensó que no podía exponer a la muchacha a todo lo que significaba viajar hasta la prisión, soportar los controles de los guardias, esperar su turno.

—Lara... quiero decirte que...

Uno de los guardias elevó la voz en medio de la sala.

—Se termina el tiempo. Comiencen a despedirse.

Ella se puso de pie.

—Volveré la semana que viene, Andrei.

—Lara... todo estuvo de maravillas, pero...

—¿Pero qué? —Una sombra de tristeza se dibujó en su rostro.

—No quiero que vengas más. Es un gran esfuerzo y...

—¿Y qué, Andrei? —preguntó ella buscándole el rostro al soldado que había decidido mirar el piso.

—Y yo no lo merezco. Eso. No lo merezco.

A Lara se le llenaron los ojos de lágrimas, pero era fuerte como para retenerlas y que no terminaran en llanto. Muy en su interior comprendió que tenía razón. Había escuchado de los controles de los guardias, de las horas de espera sin contar que casi se había dormido en el autobús que la traían.

—Si es tu voluntad...

—Quiero otra cosa —dijo él.

—Adelante...

—Dile al abuelo Andrei que tomaremos esa botella de vodka juntos algún día.

La voz del guardia se volvió a escuchar:

—¡El tiempo se terminó! Visitas hacia la puerta. El resto hacia la derecha.

Uno de los primeros en encaminarse hacia el pasillo fue Andrei. Lara lo siguió con la vista hasta que el guardia con un gesto le indicó dónde estaba la salida.

Esa noche luego de cenar y esperar que se apagaran las luces, Andrei se quedó mirando unos minutos más el techo de su celda. Aquel suave olor de canela y almíbar, la actitud de tapar el plato con una tela blanca como lo hacía su abuela, le habían dado una razón distinta para soportar todo, pero no quería ser un maldito egoísta y exponer a la muchacha a tantos esfuerzos y humillaciones.

Los días siguientes, con sus horas interminables de trabajo le quitaron tantas extrañas ideas de la cabeza hasta que llegó el día de visita.

Se retorcía las manos esperando el momento en que el guardia dijera su nombre en la lista. Había soñado con la sonrisa de Lara durante todas la noches, con sus manos, con la expresión de tristeza cuando le había dicho que no viniera más y, al mismo tiempo, deseaba que ella hubiera aceptado su pedido al pie de la letra y ahora estuviera en la granja del abuelo Andrei, o en cualquier otro lugar del país, disfrutando de una vida, que él no podía tener.

El guardia que venía caminando por los pasillos con la lista de reclusos se detuvo frente a su celda.

—Solovióv. Ponte de pie. Tienes visita.

«¡Lo había hecho otra vez! Se lo había pedido y ella había escogido el camino del sacrificio. No sabía si sentirse alegre o confundido. ¿Cómo se lo diría una vez más? Si hasta se le habían llenado los ojos de lágrimas la última vez, aunque ella lo negara o se hiciera la fuerte».

Se puso de pie y caminó hacia la sala, mientras el guardia lo seguía desde una distancia prudencial. Allí esperó mientras decían los nombres de todos hasta que llegó su turno. La puerta se abrió y apareció otra persona: el abuelo Andrei.

Había dejado en su granja el viejo mono de mecánico, lleno de manchas y se había puesto un capote militar de la época de la Gran Guerra, una camisa blanca, seguro la mejor que tenía y un chaleco negro. Hasta la viejas botas de trabajo habían sufrido una pequeña transformación con betún de color marrón oscuro. Se apresuró a ofrecerle su mano mientras lo ayudaba a sentarse.

—Hola, muchacho.

—¡Abuelo! No tendría que haberse molestado. Debe haber sido un viaje de unas dos horas por lo menos.

—Ja... no lo sentí tanto. Le pedí al conductor que me despertara cuando llegáramos y eso hizo. —El anciano miró las otras mesas donde había maridos y esposas que se tomaban de las manos—. ¿Cómo te tratan, muchacho?

—No es el hotel de la chica esa, Paris Hilton, pero al menos comemos bien.

—Y trabajan —le dijo el anciano achicando los ojos.

—Claro... no quieren que nos tome desprevenidos el aburrimiento —le respondió intentando sonreír.

—Tienes los ojos hundidos y la piel parece más oscura —comentó el abuelo.

—Hace días que hace mucho calor. Hay mucho sol. Pero un día vendrá el invierno y será distinto.

—Quiero pedirte perdón por todo, muchacho.

—No siga, abuelo.

—Por favor... déjame seguir.

—Abuelo Andrei, escuche usted. En algo tenía razón el Consejo de Guerra que me condenó en forma sumaria, yo fui el responsable de todo lo que pasó. Yo decidí como líder del grupo que cruzáramos la frontera.

—¿Por qué le pediste a mi hija que no viniera más a visitarte?

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