A la mañana, a primera hora, lo trasladaron a su nuevo hogar por los próximos 7 años. Antes del mediodía estaba en la zona de construcción cargando pequeños vagones de hierro, con piedras que habían conseguido arrancar de la montaña, siempre vigilado muy de cerca por una docena de soldados armados con fusiles automáticos. El sol parecía haber bajado de las alturas para torturar a los hombres que trabajaban abriendo un hueco en la montaña.
Iba por el cuarto vagón cuando uno de los presos junto a él le habló:
—Hola.
—Hola —le respondió y se sacó el polvo de la mano para ofrecérsela.
La expresión del otro cambió al instante.
—Baja esa mano ahora...
—Lo siento... creí...
—No quieren que hablemos entre nosotros, solo que trabajemos.
—Ah... lo entiendo —dijo Andrei volviendo a tomar la pala y levantando un poco de fragmentos de piedra.
Al cabo de unos minutos le habló de nuevo.
—Me llamo Yuri. ¿Por qué estás aquí?
—Yo, Andrei. Cruzamos la frontera para defender a un pobre anciano que la había cruzado buscando agua.
—Entiendo.
Uno de los guardias se acercó mirando lo que hacían y guardaron silencio. Luego de que el soldado se alejó dijo:
—Yo... maté a mi sargento.
—¿Qué te hizo? —Unas gruesas gotas de sudor cayeron de la frente de Andrei.
—Era un maldito. —Clavó casi con furia la pala en los pedazos de piedra. Luego miró a su alrededor y se calmó un poco y continuó su historia—. Por su culpa dos de mis compañeros quedaron con heridas en sus piernas. Uno de ellos no volverá a caminar jamás. Le dije que no debíamos usar munición verdadera en el entrenamiento y él la usó. Así que... salté la barricada donde estaba la ametralladora, se la quité al soldado que la usaba y le di unos 25 disparos en el pecho. Silencio...
El guardia había vuelto y los miraba con detenimiento. El vagón estuvo listo al fin y él se ofreció a empujarlo junto con otros tres, hasta el lugar donde los volcaban. En un momento sonó una sirena. Todos comenzaron a caminar hacia un lugar donde podían descansar unos minutos del trabajo y del sol impiadoso y tomar agua. Después de unos treinta minutos de descanso la sirena volvió otra vez, los guardias bajaron sus fusiles del hombro para apuntarles en forma discreta. Siguieron trabajando hasta que tuvieron que encender luces. Andrei esperaba el sonido de la sirena, pero, en realidad, fueron las voces de los guardias que dieron por terminada la jornada.
—¡Terminado! ¡Formarse todos!
Los hicieron formar fila y uno de los guardias comenzó a pasar lista.
—Vladimir Gulenko.
—Aquí.
—Yuri Vogdov.
—Aquí.
—Andrei Solovióv.
—Aquí.
El guardia continuó hasta que llegó al final de los 25.
—¿Están todos, sargento? —preguntó un oficial.
—Todos, teniente. Todos contados.
—Entonces también eso es todo. Continúe, sargento.
El hombre no respondió nada, solo se cuadró y siguió dando órdenes.
—Vista derecha. ¡Marchen! ¡Ahora!
Regresaron a sus celdas heladas. Un pequeño carro manejado por un recluso repartió la cena a eso de las 20 horas y recogió los trastos una hora después. A las 22, se anunció que se apagarían las luces. La oscuridad y el silencio comenzaron a adueñarse de los pasillos y celdas de toda la prisión. Había pasado un día de su condena...
Así fue el monótono paisaje durante una semana. Un día, vio cómo algunos de sus compañeros se arreglaban su raído y descolorido uniforme de fajina, otros el cabello.
—¿Qué pasa? —le preguntó a uno en voz baja tratando de que los guardias no lo escucharan—. Parece como si estuvieran en su día de permiso.
—Es el día de visitas. Vienen nuestras esposas y a veces nuestros hijos. Mi esposa dijo que traería a mi pequeño Misha... ¿Tú no tienes a nadie?
—A nadie. Hubo una chica a la que conocí hace un par de años en la Capital, pero terminamos muy de pronto.
—Lo siento, compañero.
—No lo sientas. No es tu culpa. Disfruta de tu hijo.
La voz de uno de los guardias los interrumpió:
—Caminen hacia la sala. ¡No hablen entre ustedes!
Andrei intentó ir en contra de la corriente cuando el guardia le franqueó el paso, luego de sacarle el seguro a su fusil.
—¿A dónde vas, soldado Solovióv?
Todos los presos eran soldados que habían tenido un cargo en el lejano pasado. Habían sido sargentos, tenientes y hombres como él, cabos primero y segundo. Los guardias sabían que todos habían sido degradados y no se perdían la oportunidad de recordárselos.
—Voy de nuevo a mi celda. No tengo a nadie que venga a visitarme.
—Camina hacia la sala. Ya revisamos la lista dos veces y no hay errores. Camina, no arruines tu mejor día.
Andrei dudó unos segundos y luego se volvió hacia la corriente de hombres que caminaban hacia la sala. No podía creerlo. «¿Quién vendría a visitarlo? Debía haber un error, no podía creer que fueran tan crueles en hacerle pensar que tendría una visita cuando en realidad no vendría nadie». Los formaron en fila. Un guardia comenzó a leer sus nombres y señalar una mesa de madera con dos bancos.
—Berezutski.
—Aquí.
—La primera mesa de la izquierda.
El hombre caminó hasta la mesa y allí estuvo a punto de sentarse cuando otro guardia abrió una pequeña puerta y una mujer con un pañuelo rojo cubriéndole todo su cabello y un largo vestido de vivos colores entró. Se abrazaron; era su esposa.
La lista continuó hasta que quedó uno solo: Andrei.
—Solovióv.
—Aquí.
El guardia se dio vuelta y alguien entró y se abrió paso entre todas las mesas de presos y familiares hasta la última que quedaba libre. Era una muchacha joven, delgada, cubierto su cabello con un pañuelo de color azul muy intenso y un largo vestido color crema. Sus ojos eran grandes. Le recordaban en forma vaga a alguien. Quizás solo era su mente que quería darle forma a esta situación tan extraña. Pero no, estaba seguro de que había conocido en el pasado a una persona que miraba así. En su mejilla izquierda y en una parte pequeña de su boca había una diminuta cicatriz, tal vez el triste recuerdo de un accidente de niña. Traía en sus manos un objeto cubierto con una tela. Andrei la invitó a sentarse primero.
—Gracias y hola —dijo ella intentando sonreír. El hombre había tenido un gesto de buena educación para con ella y eso era extraño, muy raro en los tiempos que vivía.
—Hola. No sé quién eres... debe haber una confusión.
—No la hay. Me llamo Lara y pedí que me permitieran visitar al soldado Solovióv. Andrei Solovióv. Vine hace días, pero me dijeron que faltaban cuatro días para el único momento en que se permiten visitas y regresé hoy.
—Sigo sin entender —dijo Andrei apoyándose en la mesa con el codo izquierdo.
—He sido una tonta, no te he dicho toda la historia. Soy la madre de Andrei, el niño que los buscó en la aldea aquel día. El nieto del abuelo Andrei.
El abuelo Andrei. ¡Claro! El anciano tenía un nieto que se llamaba igual que él y el niño debía tener una madre. Ahora sabía de dónde recordaba unos ojos así; estaban en la mirada del abuelo Andrei.
—El abuelo Andrei... —Miró hacia la pared gris y luego a la chica que lo esperaba—. ¿Y cómo está él ahora?
—Está bien... —Sacudió la cabeza—. En realidad está muy mal por lo que les pasó a todos ustedes. Lo leyó en el periódico que se edita en la capital. Allí supimos tu nombre.
Andrei sonrió con un dejo de tristeza; eran famosos y él no lo había pensado.
—Somos famosos, ¿eh?
La muchacha prosiguió intentando una comunicación más fluida.
Читать дальше