Franco Ramiro Ugarte - Los condenados de San Ignacio

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La historia de los condenados de San Ignacio se centra en la muerte de Toribio Santos Aguirre, un parroquiano desalmado del pueblo, carpintero en la fábrica de muebles, siempre bien dispuesto a amedrentar y ningunear a los lugareños y compañeros, con su estampa de gaucho malo, lo que hace razonar al pueblo, la infaltable pregunta sobre el pecado y la culpabilidad. El sufrimiento es constante si se pone como referencia a la pregunta, pero, no siempre el mal dura eternamente. En circunstancia poco clara, la muerte alcanza a Toribio en un bosquecillo. Así como el mal moral atraviesa al sufrimiento, el reproche empuja al juicio de condenación. Luego de ser sometido al requerimiento de coherencia lógica, la gente rechaza el vínculo con la muerte natural y cristiana. Allí empieza una serie de sucesos antinaturales, que provocan a los moradores a razonamientos orientados hacia la metafísica, sometiéndolos a un destino inevitable.

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Ugarte, Franco Ramiro

Los condenados de San Ignacio / Franco Ramiro Ugarte. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0364-0

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Cuento. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Prólogo

La expresión “condenado” tiene variados sentidos, que van desde el fantástico mundo de otras dimensiones hasta las perpetuas reflexiones largamente sostenidas en la mente de los filósofos. Pasando por la realidad palmaria de una condena de tiempo necesario en el reo que requiere para redimir sus culpas en la prisión, o el autor de un delito que espera ser ejecutado en el cadalso. O peor aún, de aquellos enterados de una enfermedad irreversible. También están los eternamente penados a despilfarrar sus patrimonios por una vida supuestamente mejor.

¿Cuántos condenados somos en el mundo? ¿O todos estamos de alguna manera penados por una ley invisible de la naturaleza? Tantos hay como jueces existen. La experiencia general nos muestra que hay un fenómeno simultáneo en todas las épocas. La sensibilidad no cambia, la evolución transita en el mismo escenario, sobrevive sin pesares al proceso intelectual de modernización de los pensamientos. La negación del desfile interno de dudas nos pone a salvo positivamente.

La vida es un juez implacable, marcando el ritmo de la dignidad patética, y a la vez misteriosa, del frecuente desprecio de la conciencia humana por el origen de la condena. El guardián asignado, atado a un trabajo colectivo, es el tiempo perturbador e inoportuno. Acosador constante de la existencia humana, recuerda el glorioso pasado, ordena los sucesos presentes, y denuncia el porvenir como una visión viable establecida por el destino y una cuarta dimensión posible. El catalizador necesario encargado de sostener el proceso sucesivo es el miedo, defensor opuesto a la misma concepción condenatoria, que lleva adelante el conocimiento del sentido común de cada uno.

Por lo visto necesitamos un concepto claro de “condenados” para explicar el sentido de la supervivencia ante la sentencia impuesta. No se puede señalar ningún proceso, ya que nace con la vida misma, podría decirse que es un sentido emocional magnificado o reducido según el peso de la condena, o el cuerpo preparado a resistir los mecanismos de protección y aviso.

Una vuelta inesperada

Entregado a sombríos pensamientos regreso al hogar de Buenos Aires, aislado del mundo en el habitáculo de mi coche, envuelto por el ruido del motor y la penumbra de la tarde gris. Removiendo algún recuerdo feliz, extraigo del pavimento y carteles en la ruta la necesidad de desviarme del camino. He viajado muchas veces de la Gran Capital hacia San Salvador de Jujuy, pero siento esta vez que será la última, y exijo obsequiarme un poco de afecto, aunque tenga que arrancarlo del pasado. Correspondía en aquel momento intemporal averiguar de mi casa en San Ignacio.

Treinta y siete años pasaron desde aquel día de Pascua, cuando por insalvables decisiones, fuimos obligados por el destino adverso a abandonar nuestro hogar en el pequeño pueblo de San Ignacio. Regresar al pasado feliz es un estímulo precioso de sangre nueva, fue el tiempo donde construí la escenificación de las presencias de las figuras paternas, ahora confiscada a los alegres recuerdos personales. Imposible de responder interrogantes sobrevenidos, o establecer una mejor opción posible, mis padres sometidos a los vaivenes económicos comprendieron lo preferible de marchar a la capital provinciana.

Algunos años después del proceso de mantener el lazo familiar, y buscar la experiencia individual, continué alejándome aún más al exilio. Quedé circunscripto a cumplir un sueño, narrado maravillosamente por aquellos que describieron a Buenos Aires con sus luces y excentricidades, enmarcado en mí mismo volé como golondrina sin destino probando suerte en tierras lejanas. Tentado por el desarrollo esplendoroso de la gran ciudad, me decidí por ese hábitat masificado por la constante transición social. Me incliné a competir concienzudamente en las relaciones sociales y laborales, dejando de lado las remembranzas que reprimían mi carácter rebelde. Solo el tiempo inexpresivo permite arrebatar sentidos olvidados del pasado, y convencerse de que un lugar para vivir es tan bueno o tan malo como cualquier otro. Se puede perder el afectuoso aire de las montañas, se puede borrar la imagen vacilante del rostro humilde, pero las profundas trasformaciones no afectarán la necesidad de enfrentar, en algún momento, el pasado provinciano con el presente exaltado de ciudadano.

Recuperando el hilo narrativo del regreso a San Ignacio, me quedé en el enfoque riguroso del acercamiento, buscando valorizar la primera visión original. Grotescamente tomé en cuenta que muchas cosas estaban fuera de lugar o fuera de foco. La sensación de ser evadido por el reencuentro abatía la pequeña ilusión de recibir un atisbo de cariño por mi supuesto pueblo anfitrión. El eterno reloj peregrino pisotea las huellas desvaneciendo imágenes inertes, sin culpas son el viento, el sol y la lluvia. Tantas viviendas perdieron sus colores y tantos moradores sus calores, testimonios disimulados en la larga ausencia de conflictos urbanos. El contraste de casas viejas y edificaciones nuevas perfila extrañas siluetas de sombras, dilatadas en el pavimento marcan el paso del día. Las calles nuevas se abrieron paso por medio de las grandes quintas, donde vistosos letreros de las inmobiliarias pretenden ser banderas del progreso, anunciando el final del recuerdo juvenil y añadiendo más amargura a mi tristeza. La avenida principal, antes de ripio ahora de negro asfalto, se ensanchó con un bulevar de palmeras dándole un aspecto tropical, aunque no sea nada más que por tres cuadras, terminando en la ruta que corre paralela a las vías del ferrocarril. En un sentido apocador, hace un tiempo largo que el tren abandonó estos rieles, era tan chico el pueblo que no tenía estación, ni garita refugio, ni un pobre andén, los pasajeros debían subir o bajar con cierto esfuerzo. La escuelita, que alzaba orgullosa la bandera en un descampado, quedó con entrada y salida a dos calles, custodiada rigurosamente por inexpugnables muros de ladrillos. En aquel tiempo la mayoría de las manzanas del pueblo estaban partidas, lotes baldíos proporcionaban pasajes a otras calles, acercando la comunicación. El pueblo no creció, solo se llenaron los espacios vacíos, construcciones nuevas con paredes de concreto o ligustros ocultan vistosos chalés con piscinas de aguas azules, el pueblito de trabajo devino en uno de vacaciones privadas. Más progreso, menos comunicación.

Aún se distingue de pie la chimenea de la fragua en la vieja fábrica de muebles, de la compañía maderera inglesa de los hermanos Walker & Walker, representando un componente distintivo contrario en la moderna urbanización reciente, en las llamas del carbón se forjaban rejas coloniales y herrajes artísticos de las unidades de madera. La fábrica junto al aserradero permitió la extensión del empleo rural en uno fabril, y fue luego de gran importancia para los pobladores. Una nueva política impositiva sobre la madera hizo inútil ajustar los costos, acabando por cerrar la compañía. El uso de la madera natural fue reemplazado por aglomerados y plásticos, silenciando lentamente el sonido vivaz e inquietante de las sierras sinfín, y con ello la chimenea dejó de respirar el humo gris perla de la antigüedad clásica. Otro ícono del pueblo parecía resistir el embate climático, el almacén de Adalberto Pérez Blasco conocido como el gallego Beto, una antigua construcción de fachada colonial con dos enormes puertas de madera maciza de doble hoja en el frente, y ventanas protegidas con rejas de hierro forjado; en la parte superior sobresalían un enorme balcón y dos balcones pequeños a ambos lados, excesivamente predominante entre las casas bajas.

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