Su rubro no tenía limites, un supermercado moderno enclavado en el pasado, ahora sus paredes blancas chorreadas de olvido ocre y marcadas por el moho verde del abandono predominan su frente. El emblema mayúsculo del poblado era sin dudas “la iglesia”, que en otras épocas estructuraba la inmemorial abadía de San Ignacio, está extrañamente exacta como la recuerdo. Poseía varias hectáreas de tierra donde se cultivaba hortalizas, y era otra fuente de trabajo para la gente. Destacaba en su predio el edificio del convento de religiosas que generaban modelos de sociabilidad, se cerró cuando la última monjita murió. El cementerio, tierra necesaria no bien ponderada, perteneciente al mismo complejo templario, sigue recibiendo a los fallecidos del lugar. Las fincas cercanas productoras de tabaco, frutilla, vacas y leche cayeron una a una, víctimas de la mentada globalización y modernización, fue la razón técnica del estancamiento del pueblo.
Nostálgicos recuerdos idealizados por una niñez feliz vuelven a arrancar una sonrisa picaresca a mi rostro, mis ojos brillan al evocar de nuevo a los amigos entrañables, jugando a la pelota en la canchita que ya no existe, o buscando lombrices en el costado húmedo de las acequias, luego empleadas de carnadas para pescar mojarras y bagrecitos en el caudaloso río, confiado al aventurarme por una valentía juvenil me hacía una persona segura. Los huecos excavados por las torrentosas aguas impulsaban un entusiasmo de darnos refrescantes chapuzones. También imposible de olvidar aquel profundo entusiasmo del comienzo de un romance idílico vivido y sufrido, con el primer beso dado a aquella noviecita, que se marchó con su familia cuando terminaron las cosechas. No pude por un tiempo admitir el conformismo ni la resignación, al final hube de aceptarlo como algo natural.
La gente mayor, por aquel entonces, afectada a los propósitos encomendados no parecían prestar mayor atención a algún interlocutor ocasional durante los días laborables de la semana. Las charlas eran como dinero en el bolsillo, siempre se estaba dispuesta a gastarla todos los sábados, en la tarde se permitían captar los chismes más estúpidos, o las noticias más secretas sin importar el tiempo, se reunían en el gran patio del gallego, donde había juegos de pool y sapos, también bancas y mesones que permitían disfrutar de gaseosas o cervezas de las que ya no recuerdo sus nombres. Protegidos por las sombras de una barrera de pinos y eucaliptus, las reuniones necesarias buscaban relaciones humanas y no advertían prudencia a la hora de intercambiar opiniones. También con igual motivo compartían en la cancha familiares y amigos alentando a los equipos representantes de las distintas fincas. Todos teníamos algo en común: la conversación, la esencial palabra siempre está disponible a vincularnos, anima y domina el momento, sobre todo si es responsable de felicidad. Por supuesto la comunicación era un instrumento válido a la hora de conocer racionalmente a las otras personas, sin duda la finalidad era simplemente hablar y ser escuchado, partiendo de un supuesto intelecto superior. Pero no todos hablaban, algunos solo escuchaban con gran atención, formando siempre los mismos corrillos.
Los domingos se celebraban dos misas: a las ocho y diez de la mañana. A la primera acudían mayores y viudas, a la segunda el resto y los niños que no concurrieron con sus padres. Allí también, luego de la misa, los asistentes en el atrio se ponían al día sobre los últimos acontecimientos inquietantes a propios y extraños. Los niños impetuosos sacaban provecho exigiendo golosinas para no interrumpirlos, duras garrapiñadas, suaves algodones de azúcar rosada o gomosos pochoclos, vendidos en un carrito fuera de la iglesia. El treinta y uno de julio se celebraba el día del santo patrono del pueblo, llegaba gente de lugares distantes provocando un movimiento inusual, el pueblo se llenaba de forasteros. Sacaban en andas al santo en procesión por todas las calles, que por supuesto no eran muchas. Se instalaba una feria con ventas de todas clases de bebidas y comidas, donde afluía la muchedumbre luego de la misa; en los puestos de juegos de habilidad competíamos con nuestros amigos exponiendo la poca destreza y buscando algún premio. Aquellas añoranzas adentran en el terreno de un paisaje casi olvidado. Las voces con acentos de otros lares aún resuenan en mi oído: “Otro que tire y pegue”; “Conozca su futuro”. También el ruego limosnero del desgraciado mutilado: “Dios se lo pagará”. Todo dentro de un mundo de bullicio y música de todos los géneros configuraban una perfecta conjunción de voluntades festivas.
Aquellos recuerdos de amigos de la niñez y la adolescencia provocaron la inquietud de una gran energía moral de averiguar qué fue de sus vidas. Decidido puse esfuerzo en sus búsquedas, tratando de recordar sus verdaderos nombres y no sus apodos. No podía presentarme groseramente en una dirección y preguntar: “¿Aquí vive el Huevo Negro?” Por alguna razón a los amigos de la niñez solo los recuerdas más por el sobrenombre, pero desesperadamente hacía memoria de uno que fue compañero de la escuela: Fermín Luis Rivadeneira, alias “Lucho”. Identificar su casa no fue dificultoso, la antigua intuición campesina me permitió ubicarla entre las viejas y las nuevas. Cuando nos miramos en aquel inesperado reencuentro, él tardó en recordarme, el temor inmediato provocado por una equivocación o por desconfianza alerta ligeramente el razonamiento. El flaco Lucho, como nunca pensó en volver a verme, su mente estaba ocupada en sus afectos cercanos, en cambio yo, ansioso de encontrar un rostro amigo, lo reconocí de inmediato. Cuando logró registrarme en el pasado se precipitó a darme un apretado abrazo, y vi sus ojos humedecerse de alegría. Hice un gran esfuerzo por no llorar, necesitaba de ese abrazo amigable, que me lanzaba fraternalmente a mi niñez y juventud, y al pueblo que deseaba que fuese mío otra vez. Sentí estar otra vez en casa, con mis padres, amigos, y aquellas calles polvorientas con gente trabajadora yendo y viniendo. Otra vez las vi y escuché por un instante.
Entregado a los recuerdos cómicos vulgares y criticas superficiales pasamos los primeros momentos, mientras tomábamos unos mates reivindicando el criollismo. Domingo a la tarde, el hombre descansa, consecuente con el desempeño admite el privilegio de la tregua, la actividad tiene un sentido distintivo plasmado en la razón de ser. Sentados en unos viejos sillones de jardín hechos de hierro forjado, a los que reconozco de visitas de antaño, sentimos la necesidad nostálgica de hablar un poco de nuestras familias en la niñez.
Mi padre era secretario del contador de la fábrica, sus labores lo ocupaban todo el día, aun de noche cuando llegaban a solicitar adelantos o permiso por enfermedad. El contador vivía en la ciudad y aparecía una vez a la semana o cuando debía efectivizar los sueldos, debido a esto mi familia residió por muchos años en el pueblo; mi madre para ayudar a la economía de la casa cocinaba los fines de semana empanadas y vendía bollos los domingos a la tarde. Mi hermana mayor ayudaba cuando no tenía que estudiar, mi hermano menor estaba librado de tareas por su edad, y yo debía estar dispuesto a cumplir velozmente con los encargos, pero siempre había tiempo para los juegos y la holgazanería. Los padres de Lucho trabajaban en la escuela, ella era maestra y él, portero, por lo que nunca pudo faltar y menos hacerse la rata. Dos hermanas mayores y una menor completaban su familia.
Cuando nos embargan nuevas emociones de difícil expresión, mostramos gran interés por asuntos triviales, disimulando gestos y voz sin descubrir la verdad de nuestros pensamientos. Los días felices lejanos son como un salvavidas cuando la tristeza ahoga el alma, la razón de volver al pueblo fue la muerte reciente de mis padres en un terrible accidente. Inmerso en la congoja recordé otra vida mejor. No tenía ansias ni interés en hablar, pero sí de escuchar, imaginar aquel período de ordinaria monotonía estimularía sentimientos serenos. Sentado cómodo en el sillón, mientras le dábamos a la bombilla, lo influí a relatar una historia por la que solamente por despuntar el vicio de la conversación, fingí al principio curiosidad. El resultado de aquel ejercicio rememorativo logró descubrir una gran historia, que atrapó mi atención reconectándome con el pasado.
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