Franco Ramiro Ugarte - Los condenados de San Ignacio

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La historia de los condenados de San Ignacio se centra en la muerte de Toribio Santos Aguirre, un parroquiano desalmado del pueblo, carpintero en la fábrica de muebles, siempre bien dispuesto a amedrentar y ningunear a los lugareños y compañeros, con su estampa de gaucho malo, lo que hace razonar al pueblo, la infaltable pregunta sobre el pecado y la culpabilidad. El sufrimiento es constante si se pone como referencia a la pregunta, pero, no siempre el mal dura eternamente. En circunstancia poco clara, la muerte alcanza a Toribio en un bosquecillo. Así como el mal moral atraviesa al sufrimiento, el reproche empuja al juicio de condenación. Luego de ser sometido al requerimiento de coherencia lógica, la gente rechaza el vínculo con la muerte natural y cristiana. Allí empieza una serie de sucesos antinaturales, que provocan a los moradores a razonamientos orientados hacia la metafísica, sometiéndolos a un destino inevitable.

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No recuerdo bien si sucedió uno o dos años después que nos marchamos del pueblo, en la capital salió una información publicada en un diario de carácter sensacionalista, cuyo título decía algo así: “Fantasma asusta al pueblo de San Ignacio”; y completaba en la volanta con “Los vecinos lo llaman el Condenado”. Si bien la noticia me dejó intrigado por aquella época, nunca tuve la ocasión de consultar a algunos de sus protagonistas. Mi amigo Luis estaba bien dispuesto al relato y yo de alguna manera también a escuchar. Según su versión, los hechos sucedieron cuando la relación socioafectiva estaba en un bajo nivel.

La Mulánima

Según la leyenda trasladada desde allende el mar, la mulánima es un ser extremadamente peligroso. En un resumen apretado diremos que esta fantástica figura cobra vida después de copular dos personas, una que está infectada, a la que llamaremos “emisor”, y la otra, “receptora”. El emisor es una persona a la que aparentemente no le interesa el sexo, excepto con una mujer prohibida por la sociedad. Consumado el coito, en las noches totalmente estrelladas y de luna, la receptora se transfigura en una mula. Por solo mirarla la bestia persigue y mata a golpes, de noche como mula y de día como persona, por eso las mulánimas, presintiendo su transformación, se ocultaban en los bosques periféricos para no dañar a sus familiares. No podían tener hijos, sin embargo, para no terminar con la sucesión de una raza, ella escogía una segunda mujer por lazos de igualdad emocional, o sea la futura madre de un hijo varón, proponía o facilitaba al emisor el encuentro con la otra. La tercera persona ya contaminada, no importaba con quién tuviese amoríos, un hijo estaba destinado a convertirse en nuevo emisor, así se completaba el ciclo.

Todo comenzó una tarde serena con la llegada del primo Zacarías, era chofer de un camión jaula de la policía caminera, llegó con una enorme mula negra de tiro para vender a mi padre. Conociendo las mañas del primo, su procedencia era dudosa, sus métodos excedían asombrosamente y nadie podía afirmar que en algún momento provocaría un disgusto, por lo que no hubo ningún trato. Zacarías, por lo avanzado de la tarde, pidió permiso para descansar esa noche en la casa, él y su mula. Las pobres bestias habían pasado todo el día en el camión sin tomar agua ni alimentos. A la mula la ataron de un árbol al lado del canal de riego donde hay mucho pasto tierno, a nadie se le pasó por la cabeza imaginar que más tarde el descomunal animal rompería la cadena.

Pero antes, debemos tomar en cuenta que muchas casas por aquel tiempo estaban construidas en parcelas de más o menos media hectárea, permitiéndoles sembrar hortalizas y tener plantas frutales, como medio de labranza. Algunos contaban con caballos de tiro, el carnicero don Santos Burgos, dueño de ganado vacuno y caballar y una porción de tierra en la banda del río Negro, era un gaucho hecho y derecho, ostentaba una poderosa yunta de bueyes que facilitaba a sus vecinos, la que era guiada por Jacinto Torres, más conocido como el “Pichi”. Además de ser peón de los pequeños quinteros, realizaba tareas de diversas clases, su versatilidad beneficiosa era valorada por todos, le daba la posibilidad de ganarse el sustento con el cuidado a las plantas frutales y los sembradíos, parecía realmente amar las plantas y la tierra, para él no era un trabajo. Pero también estábamos los necesitados de aumentar la adrenalina cosechando en tierra ajena. Los hijos de los dueños de las propiedades pequeñas, nos relamíamos al contemplar las jugosas frutas maduras, de vez en cuando tomábamos “fiadas” algunas frutas de estación cuando los dueños no estaban o dormían.

Aquella noche fatídica no estaba exenta de intrusos en la propiedad de doña Tomasa, vecina y dueña de una quinta, se despertó por los ladridos bochincheros de los perros caschi, sigilosa se dirigió al sembradío en plena oscuridad con una linterna apagada para sorprender al intruso, se acercó muy despacio hacia el origen del ruido y encendió la linterna de golpe, alumbrando los ojos rojos de la cara de la enorme mula, la que al asustarse emitió un horrendo rebuzno dando saltos enredada en la cadena y aumentando la confusión por el ruido metálico. Los gritos y el alboroto llamaron la atención de los vecinos, la gente sin conocer los hechos acudió presurosa en auxilio de la alucinada víctima, quien horrorizada salió con un disparate.

“¡Una mulánima! Una mulánima”, jadeante respiraba profundo buscando aire para describir la aparición fantasmagórica. “Tiraba fuego por sus ojos, gritaba como una mujer loca, arrastraba pesadas cadenas, que al alzarse en dos patas volaron por el aire. Si hasta los perros más bravos huyeron espantados”. Sus palabras entrecortadas parecieron convencer a los presentes.

El padre de Luis, enterado por la mañana, quiso echar luz sobre aquel absurdo, fundamentando racionalmente la justificación empírica comprobable, pero increíblemente fue rechazado por falta de pruebas concluyentes. El primo Zacarías, al ver tremendo batifondo causado por su mula, se fue con ella, huyendo antes del amanecer. El infeliz temía que le cobrasen el daño y perjuicio causado por el animal.

Distinguir la verdad de lo que se ve, o presuntamente vio, depende del razonamiento individual y la influencia recibida, la experiencia actúa como un reforzamiento de la afirmación y fortalece la convicción más aún cuando la masa apoya la veracidad del hecho entendiendo su relación con la realidad. Sin caer en el fanatismo, se puede creer en la buena o mala suerte, a veces llevando un amuleto, pero de allí a creer en almas materializadas en mulas dista una gran distancia. Sin embargo, los incrédulos evitan referirse al tema prefiriendo negar la existencia de la creencia antes de negar el hecho en sí, eso los lleva a garantizar erróneamente que nada existió. Pero inexplicablemente, contrariando lo dicho, cuando los incrédulos se enfrentan a lo desconocido, sus temores son mayúsculos respecto de los creyentes.

Este acontecimiento fue el preludio de una historia mayor. La gente, siempre dispuesta a hacer volar la imaginación, buscó la explicación en los viejos tratados de hechicería y relatos tradicionales cargados de maldiciones, influjos de supuestas religiones paganas, practicadas clandestinamente por alguien de la zona, presumiblemente conocido de todos, quien creaba un ambiente de desconfianza entre los vecinos. De modo que para llevar tranquilidad se debía buscar a un culpable o, mejor dicho, a una víctima, y nada mejor que acusar a alguien que no se puede defender o que no tiene relación con ellos.

En el pueblo desde su fundación vivían un parroquiano llamado Toribio Santos Aguirre junto a su hermana doña Juliana. Los hermanos se habían hecho viejos sin casarse, de modo que nunca formaron familia. Las malas lenguas insinuaban una relación incestuosa. El juzgamiento horrible provenía del poco o ningún trato de los hermanos con la comunidad. Toribio y Juliana al principio eran miembros respetables como lo eran todos. Pero, cuando se decidió irrigar los pequeños terrenos del pueblo, el canal proveedor de agua debía atravesar sus tierras por el medio, esta obra dificultaba el cultivo en tierra de los hermanos. Estos por supuesto se opusieron prácticamente a todos los vecinos, llegando hasta la violencia. La justicia falló a favor de los demandantes: uno no puede detener el progreso de la mayoría. La resolución del juez derivó en el distanciamiento de los hermanos con la comunidad, hasta tal punto que comenzaron a usar ropa negra en señal de luto, proclamando que para ellos todos estaban muertos, aquel tétrico mensaje irreconciliable los alejó cada vez más. El resentimiento embargó sus almas, la frustración dada por la sentencia adversa proyectó un desprecio negro igual de oscuro como el luto.

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