—¿Cuántas balas llevaba?
—Solo cinco. No esperaba que un grupo de guardias me disparara.
Andrei se dio vuelta y espió a Boris que estaba afuera, en la entrada. Enarcó las cejas pensando: «Cinco balas contra no sé cuántos cargadores de fusiles automáticos». Algo lo inquietaba, entonces vio la figura de un niño corriendo y a Mijail regresando detrás.
—Ahí viene su nieto —le dijo sonriendo aliviado.
El niño entró corriendo sin detenerse ante el soldado y fue directo a abrazar a su abuelo.
—Tranquilo, hijo... tranquilo. Aquí estoy, otra vez. Soy como Manchas, el gato de tus vecinos. Tengo siete vidas.
El niño, refugiado entre las piernas de su abuelo, solo asentía.
—Lo dejo, abuelo Andrei. —Se acercó y le ofreció su mano que el anciano apretó con las suyas.
—Mil gracias otra vez.
—Para eso está el Ejército de la patria. —Acarició la cabeza del niño y el cabo Andrei, líder del grupo, se permitió sonreír.
Los dejó solos. El niño debía tener el llanto en la punta de la garganta y llorar delante de extraños siempre genera vergüenza. Cuando llegó donde estaban los otros, Mijail ya estaba probando los bollos de pan.
—Si no te apuras, te quedarás con las manos vacías, cabo Andrei.
Ahora estaban los tres: Mijail, Boris y Andrei, la patrulla completa. Boris era un par de años más joven que Andrei Andreiovich el cabo líder del grupo. Aun así, era consciente de que su juventud se había ido en algún momento por la puerta o la ventana de su vida; daba lo mismo. Atrás habían quedado los tiempos en que soñaba ver con sus propios ojos las gestas épicas de un ejército luchando contra el fascismo u otro enemigo, aunque esas gestas de leyenda estuvieran salpicadas de historias de muerte y sacrificio. A los 22, se había casado con una mujer de un pueblo remoto que con el tiempo se había convertido en una máquina de hablar ¿De hablar? Más bien de tirarle reproches en la cara día y noche. Sonia no era una mujer mala, pero aquel personaje de la esposa inconforme se había apoderado de su cuerpo, lo había poseído y no lo soltaría nunca más. En aquellos tiempos se había convertido en ese hombre que sabe escuchar y escuchar y buscar el consenso antes que más motivos para seguir discutiendo. Se había divorciado después de 10 años de un difícil matrimonio y su vida había continuado estancada como siempre. En un tiempo había soñado con un ascenso, convertirse en oficial, alcanzar una mejor paga y hasta buscar a Sonia y proponerle volver. Pero una corta visita a la Comandancia Regional viendo tanto papeleo y burocracia ridículos lo había hecho deshacerse de la idea; él no se convertiría en un burócrata tratando de impresionar a sus superiores como un forma de sobrevivir. Si había que morir, lo mejor era hacerlo como uno sabía, aunque fuera en un lugar perdido en la frontera, olvidado no tanto por Dios, sino más bien por el gobierno o el Alto Mando y su enorme corte de generales con trajes forrados en medallas. Boris era de cuerpo regular y con brazos cortos y musculosos. Tenía una gran frente, ojos negros, y una nariz y un mentón como un peñasco de los Montes o una de esas piedras que los científicos llamaban “monumentos megalíticos”. A veces tenía que esforzarse con la dieta para que la barriga no se le notara tanto, lo cual era bueno, porque le daba algo en qué pensar.
Mijail era de carácter áspero, pero de buen corazón. Había entrado en el Ejército para no convertirse en granjero como lo habían sido su padre y el padre de su padre y la vida le había puesto en más de una oportunidad como protector de muchos de ellos. Protestaba porque podían entrar en acción, protestaba porque no entraban en acción. En el fondo quería hacer algo con su vida y eso era más que solo formar parte de un grupo de olvidados soldados que patrullaban la frontera. En un tiempo había sido el más delgado de los tres dado su metabolismo, pero eso le había hecho olvidar cierta disciplina con la comida y el ejercicio. Odiaba las rondas que debía hacer con su grupo, pero reconocía a escondidas que le proporcionaban el único ejercicio que había en su vida y que en una batalla, de esas en las que los soldados a punta de bayoneta abandonaban las trincheras buscando a toda carrera la muerte y la gloria, moriría solo por correr los primeros cinco minutos. Hijo y nieto de granjeros prácticamente había huido de su casa para unirse al Ejército esperando una vida llena de anécdotas interesantes para contar en una mesa rodeado de amigos, pero nada de eso había pasado. Custodiar una planta generadora de energía por las noches, levantarse lo más rápido posible en los simulacros de invasión que se habían hecho por seis meses durante las hostilidades con el país vecino y nada más. Este pequeño incidente en la frontera le había dado un poco de emoción, pero tenía un mal presentimiento cada vez que recordaba que debían hacer un informe por cada bala que disparaban y ahora habían cruzado la frontera sin órdenes; nada más y nada menos. Mijail no tenía esposa; tenía una relación abierta con una chica de la capital, Irina, una administrativa en el Ministerio de Gobierno. Alta, elegante, de unos hermosos ojos verdes que resaltaban en su piel blanca, le había parecido la más hermosa mujer que había visto hasta que se negó por segunda vez a su petición de matrimonio. Mijail había guardado su carácter por unos escasos quince minutos para mandarla a paseo, pero ella le había salido con lo de “una relación abierta”: donde ella podía considerar a otros candidatos mejores que él, y él, a su vez, mirar a otras mujeres más dispuestas a convertirse en esposas de un simple soldado patrulla de fronteras como él. Y el irascible Mijail había aceptado; se veían al menos una vez al mes y otras tantas ella le escribía o respondía sus cartas o sus llamadas. Algún día, alguno de los dos se cansaría de esa forma de vida y se unirían o se separarían para siempre.
Y estaba Andrei, el cabo líder del grupo. Serio, reservado, capaz de reprender a los hombres bajo su mando para mantener la disciplina, pero también de dar la vida por ellos sin pensarlo. Andrei se había ganado en poco tiempo el ascenso a cabo y la responsabilidad de ser el líder del grupo de una de las doscientas patrullas que rastrillaban la frontera en busca de espías, o comandos del país vecino desde el inicio de las hostilidades. Ellos tenían asignados un área de varios kilómetros con aldea incluida que rotaban con otras cinco patrullas para evitar el “acostumbramiento” como decía el comandante Ivanov. También era hijo y nieto de granjeros y había escogido el camino del servicio como una de las tantas formas de salvar el destino de la casa paterna; nada de vocación de servicio o de sentir el llamado de la madre patria. Pero una vez en contacto con la disciplina, con el sentido del deber, se había convertido en el prototipo ideal del líder de grupo y, tal vez, en el más capaz para un futuro ascenso a sargento. Nunca había tenido mucha suerte con las mujeres, solo con una chica de la capital con la que había salido un par de veces, en sus días de permiso. Andrei era alto, de ojos negros y profundos, que a veces se volvían melancólicos cuando recordaba su pasado.
—No debimos aceptar esto del viejo —dijo Andrei—. Pudo ser su única comida. Pero ya está. Vamos, debemos ir al destacamento y hacer el maldito informe.
—Bien, lo has dicho, Andrei Andreiovich Solovióv, un maldito informe que me quitará las ganas de comer y a ti también. Deberías comer ahora cuando puedes.
—Tal vez, tengas razón...
El comandante Ivanov era un hombre serio que había perdido la sonrisa cuando descubrió que su vida militar útil terminaría en aquel lugar olvidado, no tanto por la mano de Dios, sino más bien, por la memoria de los generales y comandantes del Estado Mayor. Allí lo habían recluido en castigo por haberse casado con la hija de un famoso general que había visto truncada su posibilidad de hacerse de relaciones importantes al haberse fijado en un oficial simplón. Sí, su querido y amado suegro nunca lo había apreciado y, si alguna vez el Ejército llegara a tener una base permanente en el lejano planeta Marte, de seguro su querido suegro lo propondría como comandante militar del destacamento de cosmonautas. Tanto esfuerzo solo para que su esposa le pidiera el divorcio y el general pudiera casarla con un político o hasta con un contratista del Ministerio de Defensa.
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