—¿De los nuestros?
El otro negó con la cabeza mientras sacaba el cargador de su Ak 74 y lo volvía a colocar en su lugar. Había perdido su buen humor.
—No puede ser... no tenemos contacto de que hubiera otras patrullas en la zona.
El líder del grupo, que era el que había hecho las primeras preguntas al niño, se volvió hacia los otros.
—Creo que no son de los nuestros... el anciano, el abuelo de este niño debe haber cruzado la frontera.
Uno de los soldados se llevó la mano a la cabeza.
—Hey, Andrei, no podemos cruzar la frontera, ¿o sí?
—Si no lo hacemos... el abuelo de este niño morirá. —Se agachó otra vez—. Dime dónde está tu abuelo.
El niño señaló el lugar.
—Es en la continuación de la laguna. Hay dos colinas y un valle.
Se incorporó y cerró un ojo al toparse con el sol.
—Ya sé dónde está. Si partimos a paso ligero, llegaremos en menos de una hora.
—Hecho —dijo uno con gran entusiasmo.
—¡Oh, maldición! —El otro de los bromistas tomó su fusil y poniéndoselo al hombro comentó—: Nos van a cocinar a disparos los malditos enemigos.
—Mejor que aburrirse en este pueblo muerto, ¿no? —le respondió el compañero con una sonrisa.
El líder del grupo tomó al niño del brazo y caminó hasta la casa más próxima. Golpeó la puerta y gritó:
—¡Abran! ¡Es el Ejército!
Se escuchó como si alguien levantara una traba del otro lado y un hombre asomó con timidez el rostro.
—Es el Ejército y esto es una emergencia. Su nombre.
—Sergei.
El hombre era joven, como de unos treinta, pero aparentaba muchos más, como cincuenta. Tenía la piel curtida casi del color de la piel de un venado y los ojos grises. Los vientos helados del valle durante los inviernos, los soles impiadosos en el verano, unidos a las sequías muy frecuentes desde hace un tiempo, habían hecho que las pieles de los jóvenes se cubrieran de arrugas como la de los ancianos que fumaban largas pipas y contaban historias de héroes de hace dos siglos a la luz de las fogatas. Así un hombre de 30 parecía de cincuenta y más.
—Bien, Sergei, usted y su familia cuidarán a este niño hasta que volvamos. Si algo le ocurre al niño... le haré formar un consejo de guerra y lo fusilaremos en su propio corral de cabras para no hacerle perder el tiempo, ¿me escuchó?
—Sí.
—Que si me escuchó.
—Sí, señor.
—Bien. Entonces... —Se dio vuelta—. Grupo, a paso ligero.
Sergei y su esposa, el niño y los cinco hijos del matrimonio anfitrión salieron a ver cómo los soldados se hacían diminutos a medida que se alejaban del pueblo. El pequeño Andrei quiso recordar cuántas balas había traído el abuelo, pero por más que hizo memoria no pudo recordarlo; la mano de la esposa de Sergei lo llevó hacia adentro junto con los otros.
Les tomó cuarenta minutos llegar al valle. Pasaron por la laguna que estaba seca y siguieron la orilla hacia la frontera.
—Nos mataremos a este ritmo —dijo uno de los soldados.
—Lo que pasa es que tienes que comer menos tortillas en el desayuno y menos bollos de avena.
—Gracioso —le respondió el otro y le sacó un poco de ventaja en venganza—. Ya veremos cuando te toque correr.
Cruzaron una pequeña elevación y ya vieron el pequeño carro, con la mula tendida y un hombre en la misma posición.
—Menos velocidad. ¡Agáchense! —ordenó el líder del grupo.
Uno de los soldados en la cima de la colina vio los movimientos y sintió un escalofrío que le subía hasta la nuca. ¿Soldados? ¿Estaba viendo soldados enemigos?
—Sargento, venga a ver esto; han llegado soldados.
El sargento se acercó y sonrió de nuevo de una forma grosera.
—Se está formando un lindo alboroto —dijo en voz baja, luego alzó un poco el tono—. Alguien del pueblo debe haber pedido ayuda. Son solo un grupo de guardias como nosotros. Por la expresión de tu rostro parece que hubieras visto al ejército completo de Gengis Kan.
—Pero son soldados y están en nuestro territorio.
—Solo han venido a ver qué le pasó al viejo nada más. Obsérvalos por si vienen más, pero no creo. Solo son un grupo.
En ese momento la radio de su cintura cortó el silencio.
—¡Águila a Grupo Delta! ¡Águila a Grupo Delta! ¡Responda!
Un ronco sonido se escuchó. Parecía el ruido de un motor enorme, pero estaba muy lejos aún.
—¡Aquí Grupo Delta, cambio!
—Grupo Delta, necesitamos su señal.
El sargento abrió su mochila y sacó una bengala de color, la tiró más atrás de donde se encontraban y la contempló unos segundos.
—Mi señal es verde. Repito: mi señal es verde.
—Estamos en el valle. Confirme cantidad de heridos.
—Uno solo. Un rozón en el brazo derecho.
—¡Prepárense a subir al Águila en tres minutos!
El sargento colgó su radio en su cinturón y les habló a sus hombres.
—Listo, nos vienen a buscar. Arriba todos.
El sonido del helicóptero ya se podía escuchar. Sus dos hélices verticales y los colores caqui y marrón de camuflaje le daban un aspecto de un dinosaurio volador. Uno de los soldados a cargo de una ametralladora de cuatro cañones se asomó un poco para observar el terreno.
—¿Qué es eso? —preguntó uno de los soldados cuando estaban llegando hasta donde estaba el anciano.
—Eso es un helicóptero, o sea, problemas —le respondió el otro.
El líder del grupo se acercó al anciano.
—Buenos días, mi nombre es Andrei, somos amigos. No tenga miedo.
El anciano movió con dificultad su brazo que estaba endurecido por la posición y le acercó su mano.
—Me llamo Andrei. Estos eran mi mula y mi carro. Ellos le dispararon cuando me estaba retirando.
—Al enemigo le está llegando un helicóptero. No creo que sean refuerzos. ¿Alcanzó a dispararles con ese Mauser?
—Creo que herí a uno.
—¡Wow! —gritó uno de los soldados.
—¡Cállate, tonto! No hables tan fuerte.
—Con el ruido que hace el maldito helicóptero, ¿crees que alguien escuchará mi voz?
—Basta —ordenó el líder del grupo —. Vengan y desenganchen la mula. Rápido.
En menos de un minuto, la mula había sido desenganchada y cada uno de los soldados se ocuparon de los maderos del carro.
—Vamos, señor. Arriba —le dijo mientras ayudaba al anciano a ponerse de pie—. Si ellos están ocupados con su rescate aéreo, nosotros podremos escapar.
—Andrei... ¿crees que no nos atacarán?
—Espero que no. Ese helicóptero debe ser un Kamov. Ese bicho infernal está armado con una ametralladora de cuatro cañones y misiles y bombas. Puede hacernos trizas en segundos.
—Si tuviéramos un lanzacohetes —dijo Boris como si masticara las palabras y le dejaran un sabor amargo en su boca—. Los que deberían tener miedo serían ellos.
—Más rápido con el carro. Debemos acercarnos a nuestra frontera cuanto antes.
Luchando con las varas del pequeño carro, los soldados y el anciano lograron una cierta distancia, solo que les faltaba mucho para volver a estar a salvo en territorio nacional.
El piloto del helicóptero informó a la base que estaba descendiendo. El polvo levantado y las fuertes oleadas de viento hicieron que todos los miembros del grupo Delta se agacharan. Se abrió la puerta lateral y subieron primero al herido y luego cada uno de ellos hasta que quedó el sargento que subió al último. Al despegar, el piloto preguntó:
—¿Todos a bordo?
—Todos —le respondió uno de los soldados que estaba encargado de la apertura y cierre de la compuerta.
El helicóptero despegó. Toda la operación de rescate se había hecho en menos de cinco minutos.
—Águila a nido. Águila a nido. Volvemos a la base. Tenemos a todo el grupo.
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