Red de alimentos - Nada Sobra, Carlos Ingham

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Hace diecisiete años Carlos Ingham quiso crear el primer banco de alimentos en Chile. La motivación era una: evitar la destrucción de bienes que pueden ser usados o consumidos por personas que los necesitan. Pero el camino para lograrlo estuvo lleno de obstáculos, desde una ley que no daba cabida a la donación de alimentos, hasta una sociedad que cerraba los ojos ante el hambre de miles de personas. Hizo falta mucho esfuerzo, dedicación y el compromiso de un grupo de personas que no descansaron ante la convicción de que nada sobra, y que el sueño de acabar con el hambre en Chile es un objetivo alcanzable.
Este libro hace memoria y recuerda el camino recorrido desde el primer día.

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¿Y qué se hacía con esos productos? Se destruían. Sí, tal cual: se destruían o botaban en un vertedero en presencia de un fiscalizador del SII, de otra forma serían considerados gastos rechazados. Por ejemplo, cuando una partida de yogurt con sabor a vainilla era etiquetada como “sabor a frambuesa”, esos yogurts se podían comer, no tenían nada malo, pero ningún comercio los iba a aceptar para la venta. Lo mismo ocurría con las conservas de frutas, gaseosas, pan de molde, etcétera, con algún error de etiquetado. Y dado que no se podían vender, se destruían para poder contabilizarlos como gastos. Ese era el incentivo tributario.

Pero eso no era todo. Para destruir productos clasificados como “fallados”, las empresas debían pedir hora para su destrucción, almacenarlos en sus bodegas y solicitar un inspector del SII para que verificara el proceso. Recién entonces podían llevar toda la merma al vertedero, previo pago por dicho ingreso y, finalmente, se eliminaba en presencia del inspector del SII, quien emitía un certificado para que los gastos incurridos en la producción de esos alimentos ya destruidos, así como el IVA correspondiente a los insumos adquiridos para producirlos, pudieran ser considerados en la contabilidad como gastos y no fueran considerados por el SII como “gastos rechazados”.

Por esa época, Calú llamó al abogado de JP Morgan Alberto Pulido y le comentó sobre la frustración que sentía ante la falta de avances.

–Alberto, ¿cómo es posible que no se pueda hacer nada con lo de los gastos rechazados?

–Qué quieres que te diga, Calú. El Servicio de Impuestos Internos es totalmente independiente, no lo manda nadie; ni siquiera el ministro de Hacienda –dijo Alberto.

–Me extraña que los empresarios, los directores, los ejecutivos de empresas sean tan renuentes a donar. Que tengan tan poca sensibilidad sobre el tema. Que no haya ni una iniciativa al respecto. O muy pocas. Incluso, mirá lo que te voy a decir ¡cómo alguien puede pensar que en Chile nadie pasa hambre, que este tema está resuelto!... ¡Pero, viejo, si este país no es Suecia!

–Sí. Tienes razón. No somos Suecia. Pero es que la legislación tributaria en Chile no es profilantropía –contestó Alberto.

Algo de razón tenía Alberto Pulido porque –de acuerdo con los resultados de las encuestas Casen– en Chile, la situación de pobreza –medida por ingresos– cambió radicalmente con el regreso a la democracia. En 1990, el país registraba un 38,6% de hogares pobres. En 2003, esa tasa había bajado al 18,7% con solo 4,7% calificados como indigentes [ver gráfico].

En esos años Chile tenía unos 16 millones de habitantes con un promedio - фото 4

En esos años, Chile tenía unos 16 millones de habitantes con un promedio aproximado de cuatro personas por hogar. Entonces había unos cuatro millones de hogares, de los cuales el 4,7% estaba en situación de indigencia, lo que equivale a unas 188.000 personas.

Comparando con el número de indigentes que existía antes de 1990, la pobreza extrema efectivamente casi había desaparecido. Pero visto persona a persona y, más aún, considerando que los que habían salido de la indigencia seguían siendo pobres o estaban muy al filo de la navaja, las personas con dificultad para satisfacer sus necesidades básicas en Chile seguían y siguen existiendo.

En 2009, justo antes de que se fundara la Red de Alimentos, la tasa de hogares pobres había descendido a 12,8%. Y según el último dato disponible (2017)6, esta alcanzó al 7,6%7 de los hogares, con 2,2% de hogares en situación de indigencia, es decir, familias con ingresos mensuales por debajo de los $107.085.

Esta situación se ve muy lejana desde el punto de vista del grupo socioeconómico más pudiente del país (ABC1a)8, cuyo ingreso promedio por hogar es del orden de los $3 millones9. Quizás a ello se deba la percepción de que la pobreza fuese tan baja según la clase acomodada. Hay que pensar que también había un sector medio que crecía muy rápida y exitosamente. Y si era un problema, pensaban, era del Estado, no de ellos.

Esta es una de las causas de por qué en Chile, en el año 2003, cuando Carlos Ingham inició sus gestiones para crear la Red de Alimentos, había poca sensibilidad frente al hambre y pocos incentivos para donar. Pero ayer y hoy sigue habiendo chilenas/os que sufren de inseguridad alimentaria, es decir, que sienten hambre o que se alimentan mal. Aunque haya algunos que no lo quieran ver.

Odisea 2003 Corría el mes de julio cuando Calú se dio cuenta de que no podía - фото 5 Odisea 2003 Corría el mes de julio cuando Calú se dio cuenta de que no podía - фото 6

Odisea 2003

Corría el mes de julio cuando Calú se dio cuenta de que no podía seguir solo en este proyecto; sus obligaciones al mando de JP Morgan en el Cono Sur le consumían el día a día. Decidió entonces contratar a alguien para que fuera su alter ego en las gestiones para la creación del primer banco de alimentos de Chile.

El elegido fue Gonzalo Aspillaga, un profesional joven que trabajaba en una compañía multinacional y del cual Calú había recibido buenas referencias. Su primera misión fue viajar a Argentina a familiarizarse con el funcionamiento del Banco de Alimentos de Buenos Aires. Estuvo una semana en la capital trasandina y a su regreso comenzó las gestiones para que el SII recogiera la idea de permitir que la entrega de alimentos por destruir no fuera considerada un gasto rechazado.

En otra vereda, Calú inició una serie de reuniones con el abogado tributario Francisco Lyon –del estudio Philippi– para ver si él lograba visualizar alguna otra línea de acción a fin de obtener el cambio normativo.

–Calú, si quieres que la norma cambie, vas a tener que hablar con autoridades del gobierno. El ministro de Hacienda sería el más indicado, pero Eyzaguirre no es fácil de convencer –le dijo Lyon.

–Tendré que intentar hablar con Lagos, entonces –dijo Calú.

–¡Pucha! Si logras hablar con él sería genial. Aunque algo más realista sería reunirse con el director del Servicio de Impuestos Internos. Quizás con ellos logres avanzar algo. No te digo que vayas a solucionar el problema, pero tal vez consigas luces sobre el camino a seguir –le recomendó el abogado.

–Gracias, Francisco. Buen consejo.

Y así Calú –a veces solo, a veces con Gonzalo– empezó a peregrinar por una serie de oficinas públicas del barrio cívico de Santiago. Consiguieron reuniones con diversas autoridades del mundo financiero: ministros y subsecretarios de Hacienda y Economía, y diferentes reguladores.

Pero doce meses más tarde, y luego de no haber conseguido el más mínimo avance, Calú decidió que no tenía sentido que Gonzalo siguiera en esto; le podía estar cortando las alas a su carrera y la falta de logros los estaba frustrando a ambos.

Llegó entonces a dos conclusiones: una, que no podía seguir botando plata de su bolsillo y, dos, que necesitaba nuevos aliados.

El primero que se sumó a sus esfuerzos fue el abogado Roberto Peralta, también del estudio Philippi, quien se entusiasmó de inmediato con el proyecto y se abocó a estudiar alternativas al tema tributario y a la búsqueda de una solución para involucrar a las organizaciones sin fines de lucro (OSFL).

Odisea 2004

Nada presagiaba una luz al final del túnel. Después de cada reunión, Calú salía indefectiblemente refunfuñando para sus adentros. “¿Cómo puede ser que en este país –que se supone es el más moderno de Sudamérica– no se pueda hacer un banco de alimentos?”.

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