–¡Holá, holá! ¿Qué hacén? ¿Cómo andán? –Calú se acercó a sus invitados y los saludó uno por uno con cariñosos abrazos, estrechones de mano y palmetazos en la espalda.
La conversación se inició con temas triviales y así continuó por un rato. En eso entró su secretaria.
–Calú, Steve Camilli al teléfono. ¿Paso la llamada al altavoz?
–Muchas gracias, Jeanette. No, lo hago yo mismo, no te preocupes –le dijo Calú, quien se puso de pie, se acercó al altavoz, presionó un botón y se prendió la luz roja–. Holá, Steve, ¿cómo andás? Che, te agradezco mucho que te hayás hecho el tiempo para conectarte con nosotros. Sé que vos estás muy ocupado por estos días.
–Hola, Carlos –le respondió Steve–, todo okey por acá. No problema, un gusto por mí colaborar en lo que “podiera”.
–Ok, Steve, gracias. Te cuento que estamos reunidos aquí con varios de los ejecutivos más importantes de la industria de alimentos en Chile, para presentarles el proyecto e incentivarlos a participar. Así que voy a partir.
–Okey –se escuchó del otro lado.
–Queridos amigos, les he pedido que vengan hoy porque quiero invitarlos a ser partícipes de un proyecto que no existe en Chile, pero sí en muchas otras partes del mundo. Es un concepto muy bonito que, estoy seguro, les conmoverá y hará tanto sentido como a mí, ya que consiste en aprovechar recursos que actualmente se están desperdiciando, para hacerlos llegar a algunas de las personas más necesitadas del país.
–¿Y de qué se trata? –preguntó uno, interpretando las caras de perplejidad de los demás.
–Se trata de que los alimentos que a ustedes les sobran, esos que se pierden o botan por merma, falla o cualquier otra razón, pero que están buenos y son perfectamente comestibles, los donen al Banco de Alimentos que queremos formar, igual a los que existen en Argentina, México, Europa, Estados Unidos y en tantos sitios más, para hacerlos llegar a un montón de instituciones que albergan a ancianos, niños y gente necesitada que los pueden aprovechar.
–Pero, Calú, ¡eso no se puede hacer! –le lanzó sin anestesia uno de los ejecutivos.
–Carlos, no podemos regalar los alimentos en vez de destruirlos, porque eso es gasto rechazado –aclaró otro que era abogado.
–Y, además, no podríamos recuperar el IVA de esos alimentos –agregó un ingeniero comercial.
–Olvídate, Calú, acá eso es imposible –añadió un tercero–. La idea es muy bonita. De hecho, sé que nuestra empresa colabora con bancos de alimentos en otras partes del mundo, pero aquí no se puede hacer nada al respecto.
–Pero ¿cómo no se va a poder, che? –preguntó el fundador del Banco de Alimentos de Córdoba– ¡Esto es absurdo! Seguro que hay mucha gente que pasa hambre en Chile, al igual que en el resto de América Latina.
–Pero, Calú, anda al mall y cuenta cuántos flacos hay –dijo un ejecutivo–. A mí no me parece que ellos pasen hambre.
–Sí, es que en Chile ya casi no hay pobres, Calú… y los que quedan están en el campo, no en las ciudades –complementó un director de empresa.
–Ya, okey –dijo el argentino–, pero supongan por un rato que vamos a hablar con el Servicio de Impuestos Internos y logramos revertir este inconveniente, ¿les interesaría sumarse a esta iniciativa? ¿Cómo lo ven?
–Lo siento, Calú, pero tratar de convencer al Servicio de Impuestos Internos de que cambie una norma es prácticamente imposible –remató otro ejecutivo.
–Mira, nosotros podríamos evaluarlo, pero siempre y cuando el banco de alimentos llevara el nombre de nuestra empresa.
–En Estahos Unihos (sic) eso no ser así. En los bancos de alimentos están Coca-Cola y Pepsi, Visa y Mastercard, American y United –interrumpió desde el altavoz Steve Camilli, con un acento mezcla de inglés y argentino no muy entendible para los chilenos presentes.
–¿Qué dijo?
–Que estos son proyectos-país, que en EE. UU. todas las empresas participan, aunque sean competidoras, porque para hacer algo bueno no hay por qué eliminar a tu competencia, al contrario, se unen… –agregó Calú, claramente mosqueado, ya que para entonces había entendido que de esta reunión no saldría ningún apoyo… “Se pudrió todo”, pensó.
En los minutos siguientes, la conversación se hizo cada vez más insostenible y se dio por terminada la reunión. Al final, solo quedaban Carlos y Horacio, y Steve por el altavoz, todos desilusionados de la ley y de la falta de incentivos para impulsar una economía solidaria en Chile.
La gran muralla
En esa época, Carlos Ingham era el gerente general de JP Morgan Chile3. Titulado en administración de empresas de la Universidad Católica de Argentina4, nacido en Buenos Aires, pero de sangre sueco-alemana y con vasta experiencia internacional, para 2003, ya llevaba casi diez años establecido con su mujer en Santiago, donde nacieron sus dos hijos. Durante ese lapso, en su calidad de “banquero”, había tenido la oportunidad de conocer a la mayoría de los ejecutivos y dueños de las grandes empresas en Chile. Por eso, cuando vio lo que hacía el Banco de Alimentos de Buenos Aires pensó “por qué no hacer esto en Chile”.
Al regresar de ese viaje a Argentina, la iniciativa le hizo mucho sentido. Pensó que era algo que había que hacer. De alguna manera se sentía obligado. Y, por otra parte, lo impulsaba el desafío; eso de que “no se podía” no iba con él. Era algo que le habían inculcado sus padres (“alguien tiene que hacer las cosas”). Así que se puso manos a la obra para echar a andar el plan que tenía en mente: crear el primer banco de alimentos de Chile.
La única pregunta que Carlos –un hombre de experiencia en los emprendimientos y negocios– no se hizo fue: ¿por qué nadie ha hecho esto aún en Chile?
La razón la explica Aníbal Larraín, accionista y presidente de Watt’s, quien, cuando se realizó aquella primera reunión convocada por Calú en las oficinas de JP Morgan, era miembro del directorio de Watt’s:
Chile entonces era un país donde donar era una actividad por la cual había que pagar impuestos, a no ser que fuesen excepciones, las que eran contadas. Para donar pagabas el mismo impuesto que a la herencia. En el caso de los alimentos, también debías pagar por donar. Por eso hasta antes de que Calú lograra cambiar la normativa, era más conveniente botarlos.
La situación respondía a que el Servicio de Impuestos Internos (SII) permitía a las empresas considerar como gasto todos aquellos desembolsos de dinero que son propios del negocio, los cuales, al restarlos de las ventas, permiten obtener el monto de las utilidades y, a partir de estas, se calcula el impuesto a pagar 5. Así, por ejemplo, una empresa que se dedica a la venta de juguetes no puede considerar como gasto necesario para conseguir su renta la compra de vehículos para sus ejecutivos, dado que esa adquisición no es propia del negocio o –lo que es lo mismo– no es necesaria para generar utilidades. De hacer esa compra y presentarla como gasto, este sería rechazado por el SII, lo cual aumentaría las utilidades y, con ello, el impuesto a pagar.
Pero el tema, en el caso de las productoras de alimentos, es que, al igual que todas las demás industrias, tienen mermas, ya sea por fallas de diseño, de empaque, sobreproducción, errores de etiquetado, etcétera, y estos productos con “fallas” no se pueden comercializar. Lo mismo ocurre con aquellos alimentos que ya están relativamente cercanos a la fecha de su vencimiento, y los locales comerciales –ni qué decir los supermercados– no los ponen a la venta porque los consumidores prefieren productos con fechas de vencimiento más lejanas. Es decir, hay productos que son perfectamente consumibles, pero ya no se pueden vender.
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