—Es para que no mires.
—Bah, te sabes una pura estrofa. Después yo podría decirte cualquier cosa y tú me la creerías.
—No, porque yo la oí.
—Tómame mejor esta lección de Castellano —comenzó a leer, y ahí yo me distraje; eso era otra cosa.
Un verso se aprende, pero una enumeración de palabras llamada oración, y un análisis de verbos y preposiciones y qué sé yo, era muy aburrido. Sin embargo, esa tarde aprendí mi primera lección de Castellano y nunca más olvidé los verbos de la tercera conjugación. Me costó imaginar que fuese tercero algo que para mí era único, pero no deseaba discutir con Angélica y temblaba ante la idea de que decidiera deshacerse de mí. La tercera conjugación y algunas reglas gramaticales flotaron en mi memoria vacía como islas flojas. Descubrí cuántas cosas podían venir en un libro tan pequeño y traté de tenerlo misteriosamente escondido detrás de mis espaldas para que Angélica no hiciera trampas. Cuando me cansé partí corriendo, con el libro aún en la mano, y ella aprovechó ese incidente para correr tras de mí, empujarme un poco y desentumecer las piernas. Mas, al sentir llegar a José Luis, escondí el libro entre unas ramas y me alejé cuando pude. Oí que se desesperaba buscándolo y que todos los insultos me iban dirigidos, lo que me alegraba, porque eso era para mí un juego y la lucha estaba llena de emoción.
—No te digo yo que es idiota…
—Y si le preguntáramos dónde lo puso…
—Yo no le hablo a esa ni que me paguen…
—Espérate no más que yo la agarre.
Pero no me encontraron y otra tarde fui a espiarlos mientras se bañaban en el canal. Después de almuerzo buscaron sus trajes y cuando estaban alegres chapaleando en el agua aparecí de repente, feliz de sentir gotas de frescura que entre gritos lanzaron contra mí. Sentía gran curiosidad por saber cómo era mi prima y por qué mi tío silbaba tan largamente que el silbido de su lengua se pasaba a la garganta convirtiéndose en tos y, sobre todo, por qué José Luis no la golpeaba como a mí. Pensando en esto y por querer tocarla, me eché vestida al agua. Acostumbraba a hacer siempre cuanto me venía en ganas. Bastaba que una idea se me cruzara por la mente para que estuviese ya en mis manos. Tenía que tocar la piel de Angélica, saber cómo era ese traje con el que parecía desnuda, conocer su cuello y sus brazos. Así, con el agua hasta la cintura y resistiendo la corriente, me acerqué gritando hasta colgarme de su cuello; me amarré en sus brazos riendo, sin comprender que Angélica se pusiera a chillar. Gritaba como un pájaro nocturno, gritaba como un verraco mañoso.
—¡No me toques así, déjame tranquila, tonta!… ¡Te digo que me sueltes! —con mi peso perdía fuerzas en la corriente. Yo interpreté a mi modo sus gritos y creí que eran parte del juego, dejándome llevar con ella por el agua, apretada a su cuello y tratando de lamer sus espaldas mojadas.
José Luis logró sujetarnos y Angélica continuó persiguiéndome:
—Inmunda… ¡me las pagarás! —de un empujón me echó de cabeza al agua haciéndome tragar tal cantidad de líquido, tierra y hojas, que sentí ahogarse mi boca y mis pulmones—. Es que me da asco esta chiquilla cargosa —seguía ella quejándose, mientras José Luis me arrastraba media muerta hasta la orilla.
—Lo que falta es que te ahogues, miéchica —murmuró—; haces cosas de loca. Ya, ponte aquí al sol para secarte bien —me desabrochaba torpemente la camisa y tiró lejos mis zapatos—, no vayas a enfermarte.
—¿Pero no viste, José Luis, cómo la tonta me lamía como un perro? —se excusaba Angélica.
—No te des tanta importancia ahora —José Luis cargaba contra Angélica y la impresión de tal cambio me hizo bendecir mi caída y toda la mugre que había tragado y hasta los tirones de mi primo sobre mis brazos—. Déjate de hacerte la interesante.
—Es que no viste, te digo… Además yo no soporto que me toquen…, que nadie me toque…, mucho menos esa…
—¿Podrías, alguna vez, entender alguna cosa? —gritó José Luis fuera de sí—. Eres bien cargante tú también —bajó un poco la voz—: es ciega, ¿o no lo sabes? Es ciega y ella tiene su manera…
Volví a casa sola, llena de agua, barro y ahogos, pero contenta, con los zapatos en la mano y sin sentir el calor de la tierra en los pies. “Me das asco”. ¿Por qué? ¿Por qué no le gustaba a Angélica que la tocasen? ¿Cómo podía vivir alguien sin tocar? Es como no ver. Eso sí que era ser ciega. A mí me gustaba tocarlo todo y deseaba que los demás me tocaran. Aun ahora, cuando no toco a alguien, me siento muy sola. Es cálido y amable el cuerpo de una persona; me gustan las manos que saben apretar otras manos, son generosas y veraces y ayudan a seguir andando; y cuando uno pone los labios sobre una mejilla o siente que alguien le besa el pelo; cuando uno logra descubrir la forma de unos ojos o de una boca; cuando se conocen en los dedos el cuello y la piel y se afirma en un brazo y ese brazo toca mi brazo, cree una estar viva, estar entre amigos; pienso, en esos momentos, que los demás son iguales, que tal vez sus almas desean copiar la mía y que tengo un lugar importante entre los hombres.
Me sabía ciega, torpe e ignorante, encontrando esas cualidades igualmente irremediables. No le daba mayor importancia, pero intuyendo una desventaja argüía, como mi madre, que era muy chica, que era inválida y que en la vida no había gran cosa que aprender.
Sin embargo, cuando José Luis habló de mi ignorancia agregando palabras para mí desconocidas, como analfabeta y otras no tan desconocidas, como burra, se lo conté a la abuela, quien me respondió:
—Para algo tienes madre, hijita; que cada persona cargue con su propio fardo. Allá ustedes, nunca me ha gustado meterme en la vida ajena.
Como en esos días la abuela enfrentaba una desesperada lucha contra las moscas, se creía su única víctima y su más vengativa adversaria, cambió rápidamente de preocupación, rogándome que le pasara el insecticida.
—Ya pues, niñita, no te hagas la tonta —se impacientó—. Está ahí cerca de tu rodilla. ¿Qué crees tú que habrá provocado esta ola de moscas? Más cosas para matarlas inventa el hombre, más tercas y fuertes se ponen ellas. Esta mañana amanecí con una mosca sobre la nariz; por suerte había dejado al alcance de mi mano mi matamoscas y la muy pérfida no se me escapó.
Me puse a echar líquido con la pequeña bomba, cosa que me gustaba sobremanera hacer, porque olía el perfume del insecticida y me sentía capaz de perdonar a algunas moscas echándolo hacia otro lado del que me indicaba mi abuela y diciendo por lo bajo: “Ya, escapen ligerito, que tengo que volver”.
—Con moscas no se puede vivir. ¿Has despertado alguna vez con una mosca sobre tu nariz?
—Sí, muchas veces.
—Desagradable, ¿eh?
—Hacen cosquillas.
—¡Qué niña…!
—¿Qué significa ser analfabeta?
—No hagas caso. José Luis es un odioso.
—Dice que no sé rezar.
—¿Eso dice? Mírenlo… ¿No sabes rezar? Malo. Es malo no rezar. Pero eso tiene que resolverlo tu madre, porque no hay mejor educadora que la que no tiene hijos ni mejor administradora de los bienes ajenos que la que nada tiene. Es fácil saber las cosas en las que uno no es parte. Meterse en ellas es distinto. Hace mucho tiempo que pienso que hay que dejar vivir, pero no lo pensaba así cuando tenía a mis hijos pequeños —suspiró la abuela con tristeza impropia, aspirando profundo para serenarse—. No debo ponerte triste, tienes bastante con tus propios problemas, tú también —sonó un golpe seco contra la mesa, un vaso se tambaleó—. Eso, maté otra.
De todos modos debe de haber tratado el tema con mi madre, porque esta, una mañana, me sentó en su falda y tomándome la mano comenzó a enseñarme a persignar. Aburrida de hacer el mismo gesto, una cruz sobre mi frente, sobre mi boca y otra cruz sobre el pecho, me gustaba terminar besando bulliciosamente los dedos todavía cruzados. Después de esa lección, creí que había dejado de ser ignorante, pero mi primo insistió en que lo más terrible era ser analfabeta. Continuaron las clases y creció mi aburrimiento; no encontraba postura y si trataba de retirar mi mano de la de mi madre, esta apretaba con más fuerza y suspiraba descorazonada. Le dije con rabia a José Luis que era responsable de mi desgracia, de las muchas horas que perdía de estar tendida al sol y que si seguían metiéndome rezos en la cabeza se me olvidarían todas las otras ideas, porque siempre me llamaban cuando tenía a medio hilar un pensamiento y al volver estaba olvidado, y era una lástima tener que empezar cada pensamiento desde el principio.
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