—En ti no importa —respondió despectivo, como diciendo “Tú no eres una mujer”, porque para mi pobre y confundido primo las mujeres eran despreciables, humanas, débiles, sin ambiciones ni ideales, sin alas, pedestres, sin otra aspiración que ese difícil y despreciable sentimiento que él denominaba, despectivamente, amor.
Vemos en este tajante dictamen, un enjambre de diversas formas de interpretar el vínculo entre ceguera y femineidad. Para José Luis y sus aspiraciones espirituales, la femineidad se vincula a la sexualidad y es, por lo tanto, despreciable. Femineidad es corporalidad y bajeza, es imposibilidad de acceder a las verdades más altas e importantes de la existencia. Se configura entonces, para José Luis, como un halago cuando niega a su prima la condición de mujer. La ceguera la salvaría, en ojos de su primo, de la condena femenina de estar amarrada a la materialidad y sus necesidades, sin poder elevarse espiritualmente. La ceguera ahora se masculiniza y por ende humaniza a la protagonista. Dado que es ciega, se salvaría de su ser mujer y podría superar las bajezas propias del género femenino. En otra oportunidad, José Luis le subraya a su prima que “mi única gracia era que yo era distinta y que debía mantenerme distinta”.
Un día José Luis le obsequia unos lentes oscuros a su prima, y el cambio que opera la invisibilización de sus ojos ciegos se comenta profusamente entre los miembros de la familia. Nuevamente las opiniones no son unánimes: su madre encuentra que se ve bonita; —“¡si la niña sin sus ojos es preciosa!”—, mientras que su tía sentencia: “Pero si no tienes ojos…, eres otra sin ojos. Yo no quiero que seas otra, te quiero así”. Cuando la narradora va en búsqueda de la opinión de su tío, este resalta el atractivo erótico de su sobrina: “Puchas, puchas, si se está poniendo tentadora. Cabrita tierna… al puro punto”.
Así la femineidad y la ceguera se transforman ambas en cifras cuya decodificación está en constante pugna. Niña-bestia, adolescente a la que se le niega o a quien se le exacerba su carácter femenino, se subraya o anula su sexualidad, se distingue o se iguala con otras (cuando la narradora es víctima de una violación, su tío aduce el argumento clásico de la culpa femenina: “—¿No ves cómo anda esa chiquilla, provocando? ¿No ven ustedes cómo se comporta? ¿O creen que porque es ciega no es como todas?”). Tanto su ceguera como su ser femenino son continuas superficies de interpretación, elementos que reclaman un ejercicio de exégesis cuyos resultados son variables. Como reconoce la propia protagonista en algún momento: “Yo estoy fuera de todas las series”, siendo, simultáneamente, la que las recorre todas.
De forma invertida, la novela termina por señalar la imposibilidad de que una mujer ciega sea leída en un sistema patriarcal. Los modelos de ordenación genérica masculinista no cuentan con un alfabeto para poner nombre y dar sentido a la narradora de este relato. Por ello es que sus nombres son tantos y tan diversos entre sí, que más bien tienden a difuminarse y borrarse. No es casual que el nombre propio de la protagonista no nos sea revelado nunca. Así, el texto de Elisa Serrana parece preguntar también por quién es o quiénes son los verdaderos ciegos, qué es lo que se ve o no se ve con los ojos, y si acaso habrá un mundo que emerge ante los y las ciegas, permaneciendo opaco para los videntes.
Quizás para dar respuestas, si bien precarias y provisorias, a estas preguntas, es que la ciega se decide a escribir las páginas que luego conformarán el relato que el lector tiene entre manos. Como ella misma anota antes de considerar terminado su texto: “No es una obra de arte ni una confesión, ni un desahogo; es simplemente un encargo. Un pretexto para obligarme a escribir”. Escribir es ensayar una interpretación de la propia historia, un acto de autoría que implica hacerse dueña de su relato, una forma de avanzar hacia la pronunciación del nombre propio.
Bibliografía citada
Deleuze, Gilles. “¿Cómo reconocer el estructuralismo?”. En: Deleuze, Gilles, La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974). Trad. Luis José Pardo. Valencia: Pre-textos, 2005.
Freud, Sigmund. “Lo ominoso”. En: Freud, Sigmund, Obras completas. Tomo XVII. Trad. José L. Etcheverry. Buenos Aires: 2013.
Meruane, Lina. Zona ciega. Santiago de Chile: Random House, 2021.
Olea, Raquel. “Escritoras de la generación del cincuenta. Claves para una lectura política”. Universum, núm. 25, vol. 2 (2010). 101-116.
Serrana, Elisa. En blanco y negro. Santiago de Chile: Random House, 2004.
EN BLANCO Y NEGRO
Si fuerais ciegos, no tendríais pecados.
(San Juan, cap. 9, 41)
1
Que nadie se alegró de mi nacimiento lo descubrí mucho más tarde, en el tiempo en que comenzaba a comprender otras cosas y, de paso, también eso: que soy tonta, ignorante e inútil y que debí causar dolor. Creo que mi madre estuvo contenta en el primer instante y ese consentimiento suyo marcó mi afecto para siempre. Después tuvo que aceptarme y superó su natural rebeldía tomándome como un instrumento de la voluntad de Dios que me engrandeció mucho; yo contribuiría a su expiación en la tierra; su paso por la vida adquirió, por mí, un carácter dramático y excelso, como un castigo, como una promesa, ya que estaba convencida de que solo el sufrimiento lleva a Dios, y yo era, a fin de cuentas, un sufrimiento sencillo, agradable a veces, que le aseguraba la salvación.
Mi padre, en cambio, se derrumbó. Al principio trató de encontrar una solución, pero a pesar de haber arrostrado obstáculos para casarse con mi madre y ser por temperamento fácil, filosóficamente bohemio, tuvo miedo a una lucha para la cual no estaba preparado y cuyas raíces extraterrenas lo asustaron. No luchó por mí como un día lo hizo —¿o fue mi madre quizá?— por ella. Le signifiqué el desarme; no supo cómo enfrentar fuerzas diabólicas o celestes y prefirió evadirlas. La aceptación maternal lo exasperó tal vez y, ahora pienso, desencadenó un drama que no se perdonó durante mucho tiempo. El lapso duró tanto tiempo como el matrimonio de mis padres.
Un día él se fue de la casa y jamás se mencionaron claramente las razones. Si entonces los rostros fueron torvos y las sonrisas forzadas, yo no me di cuenta. Desde muy temprano viví en un mundo propio, vi solo lo que deseaba ver, manteniéndome al margen de una buena parte de las experiencias de mis semejantes.
En mis primeros años, ese mundo mío (único y cerrado, donde las ideas eran formas, los colores tenían una diferente temperatura y los comentarios y juicios se dividían como las fichas de mis damas, que yo trataba de creer que eran familias que se odiaban o se amaban y que movía entre el blanco y el negro; amontonaba en dos torres distantes, una blanca y otra negra; guardaba en diferentes cajas, en una las blancas y en otras las negras; jugaban desde dos líneas separadas, la blanca y la negra; hasta que supe que siempre las guardaba confundidas, que eran fichas iguales y solo variaban de personalidad en mi intención, tocándose, en la realidad, las unas con las otras en un montón blanco y negro), tenía el alto de las patas de los sillones de la casa de campo de mi abuela, y mi gran alegría era tocar el cielo que me proporcionaban las cubiertas de las mesas y los respaldos cóncavos de algún sofá. Durante el verano, el espacio de mis manos se agrandaba a los arbustos del jardín, hacia donde era fácil arrastrarme pasando inadvertida entre los pies de los mayores, hasta llegar a protegerme en las cuevas naturales que hacían para mí las ramas y las hojas.
Porque yo era, soy también ahora, ciega.
Para los grandes fui casi inexistente o, más bien, mi existencia era próxima y permanente y me olvidaban con facilidad. Así, con los años, aceptada como parte del mobiliario o del paisaje y señalada como un ser inofensivo, adquirí ante mis primos y sus amigos cierto prestigio: podía llevarles cuentos prohibidos y chismes familiares que no se decían delante de los niños, comentarios sobre la vida y sus dramas no aptos para oídos menores que solo oía yo cuando los demás eran excluidos por orden de la abuela, que solía decir: “Ya, los niños, váyanse a jugar”.
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