María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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TORRE BLANCA, REY NEGRO
MARÍA LÓPEZ RIBELLES
TORRE BLANCA, REY NEGRO
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2022
TORRE BLANCA, REY NEGRO
© María López Ribelles
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2022.
Editado por: ExLibric
c/ Cueva de Viera, 2, Local 3
Centro Negocios CADI
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Fax: 952 84 55 03
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reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica.
ISBN: 978-84-19092-72-4
MARÍA LÓPEZ RIBELLES
TORRE BLANCA, REY NEGRO
Contents
Prólogo Prólogo Las luces de la calle se cuelan sin permiso adueñándose de la penumbra del dormitorio. Las cortinas se mecen con el arrullo del viento a un ritmo mucho más lento que el marcado por el cabecero de la cama contra la pared. Tac, tac. El papel pintado guarda pecados cometidos cada noche, escondidos a puerta cerrada bajo el cielo oscuro. Tac, tac. El olor del alcohol oculto en su aliento que se aprieta contra su pelo la acompañaría cada día de su vida. Y esos golpes, otra vez de nuevo. Tac, tac. Como los golpes en su puerta. Tac, tac. Como el forcejeo de la llave maestra en la cerradura luchando para poder entrar. Tac, tac. El arrastrar de la silla y la maldición del borracho sordo que se niega a escuchar otras palabras que no sean las que dicta su mente. Tac, tac. Como la visita de dos niños, camuflados entre los vestidos del armario, que los espían y con los que ella comparte sangre. Tac, tac. Uno llora, mientras que el otro observa fascinado. Se abre un nuevo mundo para ambos. Tac, tac. La inocencia ha hecho las maletas para abandonar sus vidas y no volver jamás. Tac, tac. Tac, tac.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Epílogo
Sobre la autora
Prólogo
Las luces de la calle se cuelan sin permiso adueñándose de la penumbra del dormitorio. Las cortinas se mecen con el arrullo del viento a un ritmo mucho más lento que el marcado por el cabecero de la cama contra la pared.
Tac, tac.
El papel pintado guarda pecados cometidos cada noche, escondidos a puerta cerrada bajo el cielo oscuro.
Tac, tac.
El olor del alcohol oculto en su aliento que se aprieta contra su pelo la acompañaría cada día de su vida. Y esos golpes, otra vez de nuevo.
Tac, tac.
Como los golpes en su puerta.
Tac, tac.
Como el forcejeo de la llave maestra en la cerradura luchando para poder entrar.
Tac, tac.
El arrastrar de la silla y la maldición del borracho sordo que se niega a escuchar otras palabras que no sean las que dicta su mente.
Tac, tac.
Como la visita de dos niños, camuflados entre los vestidos del armario, que los espían y con los que ella comparte sangre.
Tac, tac.
Uno llora, mientras que el otro observa fascinado. Se abre un nuevo mundo para ambos.
Tac, tac.
La inocencia ha hecho las maletas para abandonar sus vidas y no volver jamás.
Tac, tac.
Tac, tac.
1
Martes, 3 de marzo a las 18:35 h (El Parterre, Valencia).
Castigaba sin piedad a un árbol de aspecto centenario con su balón de reglamento sin que este pudiese protestar. Con rabia virulenta chutaba el balón imaginando que le daba a la cabeza de su padre haciéndole entrar en razón. Tenía diez años y no aceptaba un «no» por respuesta, no cuando este se negaba a firmarle una autorización para una excursión del colegio a la que asistirían todos sus amigos menos él.
De su garganta brotó un alarido en un último lanzamiento y se sentó, derrotado, en el suelo granilloso de aquel parque. La voz de su madre le advertía desde su conciencia «te vas a ensuciar» y se restregó con más ahínco contra el suelo.
—¡Menudo carácter!
El niño ni siquiera le prestó atención, pero no calló su nombre cuando se lo pidió.
—Pablo.
—¿Qué te pasa, Pablo? ¿Te ha hecho algo malo ese árbol? —le preguntó, sentándose a su lado sin temor a ensuciarse.
—Mi padre. No quiere que vaya a una excursión que es muy importante para mí. No quiere que haga nada de lo que me gusta, solo quiere que me quede a su lado y ver cómo trabaja.
Tardó en responder y el niño se balanceó inquieto.
—Vaya rollo —contestó como él lo hubiera hecho—. ¿Quieres que juguemos al fútbol? Apuesto que te meto siete goles en diez minutos.
—¿Tú? —cuestionó el niño extrañado—, ¿sabes jugar?
—Se me da genial, pero no juguemos aquí. Vamos a un sitio que conozco que te va a gustar mucho más. Tranquilo, volverás para la hora de la cena —le aseguró mientras se levantaba y sacudía el polvo de los pantalones.
—¡Como si no vuelvo! Me da igual.
—Hecho —contestó con una sonrisa enigmática.
***
Viernes, 29 de mayo a las 19:09 h (Ruzafa).
Es primavera, aunque tal vez parece ser verano por los números que marca el termómetro y por el desfile de mangas cortas y camisetas de tirantes que se lucen por la calle.
Elena está sentada en una terraza cualquiera de un bar en el barrio de Ruzafa. Aquella mañana se ha levantado con ganas de comprar un buen libro y disfrutar de él en un lugar como ese. Con lo que no ha contado es con las voces de los niños jugando en la ancha acera de tan especial rincón. Peligra su integridad física y su cuerpo se estremece con cada golpe seco que emite el balón al ser pateado por aquellas piernas infantiles que todavía no han aprendido a dominar la pelota. En su bolso vibra el móvil por quinta vez y ella lo ignora porque se halla concentrada en la lectura del libro que tiene entre sus manos. Lo cierra resignada y procede a apurar su café del tiempo. Su mirada se dirige hacia los niños y una sensación de nostalgia que no sabe de dónde proviene la invade.
En la mesa de la derecha, un ruido sordo la despierta de su ensoñación. Un hombre golpea el tablero con el puño, quedando el sonido amortiguado por el periódico que hay entre ellos. De su boca salen palabras malsonantes atrayendo la atención de los demás sobre él y su acompañante, que le suplica que se calme sin éxito.
—¡Será cabrón! ¿Cómo se puede uno quedar tranquilo con semejantes noticias? Ya son diez niños secuestrados. ¡Diez!
La mujer a su lado vuelve a rogarle silencio, le amenaza penosamente con marcharse de allí y dejarle solo. Haciendo caso omiso a sus palabras, el hombre, indignado, ya está intercambiando unas palabras con una pareja de ancianos sentados a su izquierda.
Elena sabe enseguida de qué hablan, ¿cómo no hacerlo si es por desgracia la noticia del momento?
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