María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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Jugaba con niños mayores que ella, más altos, más rápidos, más listos. Ella intentaba seguir su ritmo, pero sus cortos pasos no alcanzaban. Cayó de uno de los toboganes, con las piernas en alto mostrando su ropa interior blanca e inmaculada. Empezó a llorar, más por el susto que por el daño; aun así, su madre no vino. Hablaba por el móvil sin reconocer el llanto de su hija entre las voces de la gente y el graznido de las gaviotas.
La niña se hizo visible por sus berridos. Alguien de entre la masa se acercó.
—¿Te has hecho daño?
La niña asintió y, en silencio, con la cara roja y la nariz llena de mocos, se volvió invisible.
—Ven conmigo, tengo algo para ti.
***
La vida en un hotel es difícil para una niña. Eso es lo que le dicen a Natalia con bastante frecuencia, pero ella no lo ve así. Entiende que cada vez que cruza el enorme portón se debe alejar de los clientes y ser parte del mobiliario, como cualquier otro trabajador, no importa que su familia sea quien lo regente. No puede llevar amigas sin el consentimiento previo de su padre o de su abuelo, y si se lo daban, las debía recibir en silencio por la puerta de atrás, donde las esperaba su madre, como una heroína, con una mirada compasiva en los ojos y unos brazos fuertes que arrastraban aquella puerta que solo abría desde dentro. Desde que su madre se fue, sus amigas ya no han vuelto.
Por eso avanza como una ladrona escondida bajo los mostradores, ocultándose tras los sillones rojos de la recepción, para luego subir por las escalinatas de mármol blanco. Tiene prohibido subir en el ascensor sola. Su padre le dice que es muy pequeña y que puede romperlo. Ella casi lo prefiere, pues ha descubierto que a partir del tercer piso ya nadie utiliza las escaleras y las ha convertido en su rincón secreto. Allí va a cantar, a pintar y a esconderse cuando no quiere que la encuentren. También para lo que está a punto de hacer, que es coger el teléfono que su madre le regaló en su último cumpleaños e intentar contactar con ella sin que nadie de su familia se entere. Así se lo había hecho prometer.
Escucha un pitido, seguido de otro. Es después del tercero cuando escucha una voz al otro lado que conoce muy bien.
—Natalia, ¿qué haces?
La niña se asusta, dejando caer el teléfono sobre su regazo. Rápidamente, lo oculta tras su espalda y se levanta en dirección a su interlocutor antes de que pueda ver lo que tiene entre manos.
—¡Tío, me has asustado!
—Perdona, perdona.
Su tío, delgado y de altura considerable, la mira desde arriba burlón. Sabe que su sobrina guarda un secreto, aunque no ha logrado descubrir cuál.
—¿Qué guardas, Natalia?
La pequeña esquiva su mirada, nerviosa; él no puede saber de la existencia del plan entre su madre y ella.
—No te lo puedo decir —susurra.
—¿Ni siquiera a tu tío?
Álvaro se acerca, disminuyendo la distancia entre ambos, y la mira intensamente esperando que sea suficiente para provocar su confesión. Natalia traga saliva, sin tener ninguna idea de cómo salir del embrollo, hasta que una idea estalla en su cabeza como un fogonazo.
—No, tío. Solo diré que es un regalo para ti. Así que no te puedo dar más detalles. No insistas.
Su madre le había repetido hasta la saciedad: «Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Natalia no conoce a muchos cojos, pero de mentirosos su familia está llena. Se siente culpable cuando su tío le contesta ilusionado.
—¿Un regalo para mí? ¡Qué bien! Lo esperaré con ansias.
Álvaro no la ha creído en ningún momento, pero ya averiguaría lo que trama. Le encantará ver hasta dónde llega aquella aprendiz de mentirosa con sus excusas.
—Vamos, hoy voy a ser yo quien te lleve al colegio.
Natalia se olvida del apuro y empieza a dar pequeños saltos muy contenta. Le encanta ir con él porque siente que sus palabras le alcanzan y le interesa lo que le está contando, no como a su padre. Además, siempre guarda en la guantera dulces con los que las obsequia a ella y a sus amigas.
—Espérame aquí, que voy a por la mochila y vuelvo.
La pequeña se aleja escaleras arriba dejando atrás a su tío, quien la observa marcharse. Los pasos de Natalia retruenan en aquel lugar en el que lo habitual es ser consumido por el silencio. En los últimos escalones, Álvaro advierte el color rosado de las braguitas de Natalia, que contrasta con el gris cemento de la falda del uniforme escolar. Confuso y mareado, decide esperarla sentado.
***
Elena mira con preocupación el teléfono, extrañada de que la niña que siempre mendiga su atención hubiese terminado la llamada de forma tan abrupta. Se muerde el labio y de manera inconsciente se encoge de hombros, incapaz de encontrar una respuesta que le satisfaga. Se estremece y no sabe si es por remordimientos o por el aire traicionero que se cuela por el tejido de su ropa.
Las temperaturas han bajado considerablemente respecto al día anterior. Amenaza la tormenta, pues las nubes se están juntando en una pesada manta grisácea que intimida a todo aquel que camine bajo ella. La humedad es palpable y pegajosa. Es tiempo de constipados.
En días como aquellos, Elena hubiera preferido beberse una infusión de manzanilla mientras lee el periódico en la mesa de la cocina. Mas la intuición la anima a salir de casa y adentrarse en el centro de la ciudad en busca de recuerdos.
Valencia la espera, con las calles abiertas, mostrándole cada rincón que posee. Le enseña la iluminación única que se guarda para los días nublados y que ensalza las fachadas de cada edificio. Ante ella se levantan grandes puertas que pertenecen a edificios lujosos señalados con elegantes números dorados. Se unen en la misma avenida lo antiguo y lo moderno, y aquellos adornos de otras épocas tallados en las cornisas acompañan ventanales que se abren con sensores de movimiento. Una librería de vistoso escaparate expone los libros más vendidos. Una óptica intenta camelar a todo viandante con sus expositores de gafas de mil colores. A su lado, una heladería con la terraza llena en la que nadie toma helado, pero en la que la mayoría saborea su café y alguna galleta con pepitas de chocolate especialidad de la casa. Una sombrerería le sigue, de puerta estrecha y de escaparate recargado con hermosos sombreros que transportan a otro tiempo, otro lugar y otra vida.
Sus pasos le llevan a la calle Colón, calle de tiendas y centros comerciales, de una parada de metro que surge entre las ruinas de una civilización pasada y llena de gente con prisas que va a trabajar. Agobiada, Elena se aleja del paso central y se acerca más al borde de la acera, pero es descubierta por un promotor de una ONG y termina escondiéndose detrás de un kiosco de persianas verdes. No logra disuadirle y la persigue, y esta, sabiendo sus intenciones, rodea la caseta y se posiciona frente a las revistas y la prensa. El joven la ha alcanzado y le habla. Ella no puede escucharlo, las grandes letras en negrita de los titulares atraen su atención: «Desaparecidos diez niños en menos de dos meses», «Sin rastro de los niños desaparecidos», «El Butoni se lleva a otro niño en Valencia».
—Teresa, ¿eres tú?
Elena, distraída leyendo los titulares, no se percata de que la pregunta se dirige a ella. A su lado, una mujer rolliza y de menuda estatura la mira con los ojos desorbitados y la boca abierta. La desconocida insiste y esta vez Elena, desorientada, mira hacia atrás esperando ver a alguien más, pero solo está ella.
—Teresa…
La mujer se ha acercado invadiendo su espacio personal, incomodándola, y su rostro augura llanto.
—Señora, perdone, pero no soy Teresa.
Aquello parece extrañarla, aunque no demasiado, pues no cesa su agarre.
—No, no. Tú eres Teresa. Tienes su misma cara.
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