María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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Tras un último sorbo y saldar la cuenta con el camarero, se marcha del bar dejando atrás las discusiones y adentrándose entre las callejuelas. Deja atrás el mercado de Ruzafa, observando los diferentes puestos de comida, perdiéndose en los dulces turcos, los rollitos de anís de la panadería de al lado y una caseta con un saco enorme de cacahuetes tostados valencianos que se venden a granel.
A lo lejos, saliendo del supermercado de la esquina, distingue una espalda que le resulta familiar y aquello le extraña, pues no recuerda a nadie después del accidente. Su corazón se estremece y, sin percatarse, sus pasos se detienen esperando ver el rostro de aquel hombre. Carga con una bolsa de rafia de la que sobresalen un par de barras de pan y un saco de arena para gatos. Sus pasos seguros se alejan por la misma calle en la que ella vive y se descubre a sí misma siguiéndole con el objetivo de averiguar su identidad. Antes de que pueda siquiera pensarlo, él la descubre y se detiene frente a su patio. Es el vecino con el que comparte rellano.
—Hola, ¿ya vuelves a casa?
Le sonríe de forma abierta y sincera. Es alto, mucho más de lo que se ha imaginado mientras le perseguía, y su corpulencia la intimida. De pronto le incomoda su cercanía porque no recuerda quién es más allá de ser su vecino y, sin embargo, siempre que se cruza con él, este parece estar esperando algo más que un mero saludo.
—Todavía no —miente.
Si se da cuenta de que esconde la verdad, él no lo manifiesta. Se queda mirándola hasta que desaparece por el final de la calle y frunce los labios con preocupación.
Media hora más tarde, Elena regresa a aquel mismo patio. Sube por el ascensor conteniendo la respiración a la espera de la soledad que aguarda entre aquellas cuatro paredes y que los documentos de su cartera dicen que es su casa. Como dice una canción que le ronda la mente de la que desconoce, como muchos detalles de su vida, de quién es: «Una casa no es un hogar». Las paredes llenas de moho y los muebles desvencijados no ayudan a lograrlo.
Después del tercer giro de llave, la puerta se abre y muestra un recibidor vacío con las luces apagadas. A pesar de haber regresado cuatro días atrás, el hedor a casa deshabitada todavía sigue impregnado en las paredes. El recibidor termina en un pasillo del que se ramifica el resto de estancias de la vivienda. A su derecha, una cocina, un dormitorio que en algún tiempo, a juzgar por el papel pintado de las paredes, había pertenecido a un niño y un cuarto de baño. A su izquierda, el comedor, otra habitación desocupada y el lugar donde ella duerme. Los muebles son escasos y funcionales. Las paredes están desnudas, carentes de cuadros o de fotografías, ni siquiera de ella misma.
Se sienta en un viejo sofá de color granate, suspira apesadumbrada y de nuevo, como cada vez que se acomoda, se clava un muelle en el trasero. El móvil vibra en el bolso, que aún lleva colgado en el hombro.
—¿Mamá? —se escucha una voz esperanzada al otro lado.
—No, pequeña. Te has vuelto a equivocar.
Elena se siente mal segundos después de colgar como cada día. Desde su salida del hospital, aquella chiquilla había estado llamando cuatro o cinco veces todas las tardes. Al principio había pensado que se trataba de una broma, pero cuando la niña, al borde de las lágrimas, le dijo que solo quería hablar con su madre, Elena se apiadó. Sin embargo, el hecho de mentirle no le iba a hacer ningún favor y se autoconvence de que tratarla así es lo mejor; supone que con el tiempo, seguramente, la dejará de llamar.
Se escucha un sonido en el rellano, será su vecino saliendo de casa otra vez. De manera irracional y como acostumbra a hacerlo desde la primera vez que lo vio, se dirige hacia la puerta para espiarlo por la mirilla. Lo ve rascándose la cabeza, visiblemente incómodo, camina tres pasos en dirección a la puerta de Elena y, cambiando de opinión, da marcha atrás.
El teléfono vuelve a sonar y su vecino mira directamente a la mirilla desde la que le vigila Elena, sabiendo que está al otro lado. Sintiéndose descubierta, se aleja de la puerta como si quemara. Nerviosa, descuelga el teléfono sin mirar quién la llama.
—Mamá, por favor, escúchame. Sé que eres tú.
—No me vuelvas a llamar. Yo no soy tu madre.
Elena cuelga con rabia y lanza el aparato al sofá, con tal mala suerte que este rebota contra el cojín y cae al suelo desprendiéndose de la batería. «Ahí se va a quedar», piensa.
Vuelve al recibidor para comprobar si su vecino sigue allí, pero este ya ha desaparecido. Desanimada, se dirige hacia el baño con la intención de darse una ducha e irse a dormir y así terminar con otro día más en el que fracasa estrepitosamente en el intento de recuperar sus recuerdos.
***
Descubre con placer que aquella mañana del sábado ha vencido al despertador levantándose antes de que este rugiera como una fiera endemoniada. En el desayuno se le antoja un pedazo de bizcocho de chocolate con nueces acompañado de un vaso de leche fría. El trozo que se sirve en primer lugar le parece escaso y, tras tres «y uno más», abandona una porción ridícula que no se come para no sentirse tan glotona por haberse zampado aquel manjar.
Antes de salir de casa, recoge el móvil, que yace fuera de combate en el suelo. Lo compone para descubrir, con tristeza, que aquel número la ha vuelto a llamar seis veces más.
Está saliendo por la puerta cuando se encuentra con su vecino en el rellano. Intercambian pequeñas sonrisas en un saludo mudo. Ella se acomoda un mechón de cabello tras la oreja y esquiva su mirada, concentrándose en el interior de su bolso fingiendo buscar algo. Ambos entran en el ascensor y, consciente de que él no le quita la vista de encima, decide enfrentarlo.
—¿Qué pasa?, ¿tengo monos en la cara?
La sonrisa de él se torna más amplia y desvía su mirada al suelo, moviendo la cabeza en una negación que solo él sabe a qué se debe.
—¿Estaba bueno el bizcocho de chocolate con nueces? —pregunta de repente.
Elena no puede esconder la sorpresa en su rostro.
—¿Cómo lo sabes?
Se encoge de hombros, travieso como un niño.
—Tienes migas oscuras en tu blusa —comenta señalando su pecho.
Elena, avergonzada, sacude las migas de su ropa y con disimulo se limpia las comisuras de la boca por si hubiese quedado algún resto del dulce. Parece que ella no es capaz de mirarlo por más de tres segundos y a él le sobran para percatarse de los detalles más pequeños.
—¿Cómo sabes que el bizcocho es de chocolate y nueces?
—Es tu favorito, ¿no? —responde con las manos en los bolsillos.
Él sale primero del portal ante su insistencia y ella le sigue un par de pasos por detrás. Aquel hombre que Elena cree que solo es su vecino le vuelve a dar señales de que la conoce mucho más que eso. Frunce el ceño e intenta recordar cuánto más, fallando en el intento.
Es alto, bastante más que ella, y fuerte. Siempre lo ha visto afeitado y con unos rizos negros imposibles de peinar. Todavía no sabe el color de sus ojos, pero intuye que son oscuros. Aunque sí que puede recordar su mentón cuadrado y marcado porque fue lo que más le gustó de su rostro la primera vez que se cruzó con él.
En la distancia, él vuelve la vista atrás, hacia el portal, y ella se esconde antes de que este repare en su presencia. «¿Cómo sabes tanto de mí?», piensa frustrada.
2
Domingo, 12 de abril a las 12:18 h (playa de la Malvarrosa).
Una niña destacaba entre todas las demás con su chubasquero rojo de flores bajo un cielo despejado y poblado de gaviotas. La gente se rendía ante el sol y el mar sosegado que besaba con ternura la arena.Y la niña se hacía visible entre el gentío cuando advertían en sus ojos azules reflejos del Mediterráneo, en la gracia de su nariz respingona o en su boca diminuta.Y se volvía invisible cuando se cubría con la capucha y se ocultaba del mundo.
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