María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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—Señora —repite con paciencia—, me llamo Elena. Se debe haber confundido.
Murmura palabras que no alcanza a entender y la observa con atención. Alrededor de sus cansados ojos brillantes, se suman las arrugas en cascada. Su cabello negro, indudablemente fruto del tinte, está recogido en un moño en su nuca. Las mejillas pálidas caen debido a la fuerza de la gravedad y de los años; le recuerda a un viejo bulldog. No la reconoce, pero sí que le viene a la memoria un bulldog que venía a buscarla a la escuela todas las tardes cuando era pequeña y que acompañaba a un hombre que lo paseaba suelto por las calles. Al perro le encantaban las puntas de pan y se comía la última rosquilleta de su merienda cuando su amo no miraba. «¿Estoy recordando mi pasado?», se pregunta Elena.
Absorta en sus pensamientos, no escucha la disculpa de la desconocida ni ve cómo se marcha cabizbaja con los ojos empañados en lágrimas. Elena se encoge de hombros y se va por el paseo Ruzafa en dirección a la plaza del ayuntamiento para hacer turismo por aquella Valencia, que como la Atlántida ha sido sumergida por las aguas en su memoria.
***
Unos golpes en la puerta del despacho lo despiertan de la ensoñación en la que se ha sumergido al observar la fotografía que descansa encima de su escritorio. La imagen ha sido rasgada sin cuidado por la mitad. En el marco se mantiene cuidadoso el reflejo de Natalia dos años atrás, mientras que en la basura, la imagen de su mujer mostrando una sonrisa deslumbrante está hecha pedazos.
—¿Cómo durmió el jefe esta noche?
Aquel sonido de tacones que siempre va con ella la ha acompañado desde que se atrevió a calzar los zapatos más altos que encontró en una tienda y que compró a espaldas de su padre en un día de rabieta. Para Miguel Ángel no existe mujer más bella que su hermana Raquel. Vistiendo las ropas más corrientes consigue destacar entre la multitud.
En aquel momento, Raquel lo observa recostada en la puerta con los brazos pegados al cuerpo y una sonrisa sincera.
—¿No deberías estar en el colegio? —pregunta.
—Hoy entro más tarde, no te preocupes. Iba a llevar a Natalia, pero Álvaro se ofreció.
Miguel Ángel encuentra rara la manera de actuar de su hermano. Debía haberle consultado a él primero, que por algo es su padre. Hablaría con él cuando regresara al hotel. Raquel, que lo conoce como la palma de su mano, se apresura a defender a su otro hermano.
—No te enfades con Álvaro, lo hizo por mí. Para darme tiempo a atender unos asuntos. En concreto, tú.
Raquel avanza hasta sentarse en la silla de enfrente del escritorio de Miguel Ángel. Se apoya en el respaldo, adoptando una postura relajada.
—Tienes que estar con Natalia. Desde que su madre… —vacila estudiando la reacción de este— se fue, ha estado actuado distante con los demás. Puedo entender tu dolor, pero tienes que reponerte por tu hija. Yo voy a estar siempre ahí, para lo que quieras.
Miguel Ángel mira a su hermana, primero a sus manos entrelazadas, que se han unido mientras hablaba en señal de su apoyo incondicional, y luego a sus ojos, que destilan compasión. Se guarda sus pensamientos; ella no entiende nada, no es capaz de imaginar ni siquiera un atisbo de lo que desfila por su cabeza. Se humedece los labios. Él no siente dolor por la muerte de su esposa, él quiere celebrar por todo lo alto que ya no esté al abrigo de aquellos muros.
—¿Has venido a decirme esto?
—¿Tú te crees que soportaría un desayuno con ese viejo carcamal si no fuera por ti?
—Adivino que no pudiste escapar de que te despertara aporreando la puerta.
Raquel cierra los ojos en un momento de debilidad y respira. Busca una tranquilidad que en su interior no halla. No cuando le atormentan los fantasmas del pasado y todo lo que la rodea es tan real y palpable que nota el peso de la argolla que mantiene preso su pie y le impide escapar.
—No te equivocas.
Su hermanastra mira la hora en el reloj de pulsera que abraza su muñeca y le anuncia que lo mejor para ella sería marcharse al trabajo si no quiere llegar tarde. Se despide con un beso en la mejilla y abandona el despacho, dejando tras ella una esencia de azahar que entorpece sus sentidos. Siempre ha velado por él, ¿lo haría si supiese que se alegra por la muerte de Teresa? Miguel Ángel no quiere arriesgarse a comprobarlo.
***
Ha pasado toda la mañana callejeando entre turistas y se encuentra agotada. Los pies le duelen a pesar de haberse calzado unas deportivas y en las piernas los calambres la torturan. Ha comido en una bocatería un sándwich que apenas podía morder de lo lleno que estaba. Solo ella sabe el gran esfuerzo que ha tenido que hacer para levantarse de aquella silla que en un principio le había parecido incómoda y que después se había convertido en el asiento más confortable del mundo.
Aún le quedan partes por recorrer del centro histórico. No lo sabe, pero lo sabe. Se ha descubierto escuchando a un guía turístico hablando de los diferentes estilos arquitectónicos de las tres puertas de la catedral. No ha sido hasta su explicación de la puerta románica cuando ha advertido que entendía a la perfección al guía de habla inglesa. Su cabeza le dice que conoce de arte, de esculturas y de monumentos, que sabe idiomas, y, sin embargo, le niega el acceso a su familia, a su trabajo, a la que es su vida.
Abre el portal, encontrándose con su impredecible vecino, quien le sonríe con amabilidad y que está esperando el ascensor. Elena nota que su mirada la recorre de arriba a abajo, como aquella mañana, recopilando información. Le satisface al mismo tiempo que le molesta. Prefiere que se dirija a ella y le pregunte, no que se quede en silencio averiguando hasta lo que no quiere revelar. Ella también puede jugar al juego de adivinar, y el comportamiento extraño de su vecino delante de su puerta la tarde anterior le grita a voces que alberga sentimientos por ella.
—¿No subes?
—Sube tú primero, quiero ver si me han traído cartas.
Busca el buzón de su vecino para conocer su nombre sin éxito, ya que, al igual que el suyo, la plaqueta está en blanco.
—Te espero —insiste.
Elena niega con rapidez, sin mirarlo, haciendo como que busca las llaves en su bolso aun después de haberlas rozado tres veces.
—De verdad, no te preocupes. Ve delante —se apresura a contestarle con amabilidad.
—Como prefieras —añade encogiéndose de hombros.
Aliviada, un suspiro se escapa de entre sus labios sin ser consciente de que está reteniendo la respiración. Su pecho duele, oprimido por sensaciones que no sabe de dónde provienen. Le gustaría poder preguntarle con libertad sobre ellas, sobre muchas cosas, pues parece que es la única persona que la conoce y, sin embargo, hay un cepo en su garganta que se niega a desaparecer. Está tan cansada.
Ensimismada en sus pensamientos, un vecino le roba el ascensor en una planta superior a la suya. Al pasar delante de ella, la saluda con una breve inclinación de cabeza y se marcha sin pronunciar palabra. Se mete en el elevador antes de que se lo vuelvan a quitar y, al cerrar las puertas, le llega un olor familiar. Huele a colonia, a trabajo y a sudor. Cierra los ojos y respira con fuerza. Huele a almuerzos en un bar, a abrazos prolongados y a lágrimas, muchas y muchas lágrimas. Huele a él, y ella es capaz de reconocerlo. Siente que una parte de su cerebro quiere recordar; la otra mitad no está dispuesta a participar.
Al pasar por delante de su puerta, se obliga a no mirarla, a no preguntarse si estará al otro lado esperando verla, tal y como hubiera hecho Elena con él.
Deja las llaves y el bolso encima de la mesa blanca de la cocina y se va directa a su dormitorio para tumbarse y descansar. No pasan más de cinco minutos y su mente desconecta y se abandona a la dulce melodía del sueño cayendo rendida.
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