María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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Sueña que está en la Torre Eiffel con una amiga, ¿Clara?, ¿Blanca? No, es Susana. Y no es su amiga, es su hermana. Tiene dieciocho años cuando cogen un avión por primera vez, del que tenían billetes reservados dos meses antes de su aniversario. Van a París con una maleta y tres mudas. Duermen en unos hostales a las afueras de la ciudad. Se sienten fuertes y libres. En el avión de regreso, Susana le confiesa que su sueño es convertirse en azafata. ¿Dónde estará Susana?
Una canción de salsa a todo volumen la arranca del mundo onírico. El teléfono descansa a un lado en la almohada y le ataca con la estruendosa música, odiándola con todo su ser. Se reincorpora en la cama y descuelga aún con los ojos cerrados.
—¿Quién?
—Mamá, soy yo. Natalia.
La voz de la niña se escucha débil, al límite de quebrarse en lágrimas y gemidos. Elena se dice que solo por aquella noche dejaría creer a la pequeña que ha contactado con su madre.
—Mamá, hoy ha pasado algo horrible.
Natalia estalla en llanto y en hipidos entrecortados. Elena se espabila en un santiamén e intenta tranquilizarla con palabras, a sus oídos, torpes e insuficientes. Se instala un repentino dolor en su cabeza. De forma inconsciente, tararea una nana que le cantaba su madre cuando era pequeña. Se la cantó una vez que peleó con Susana y terminó haciéndose daño en la rodilla. Elena nunca la golpeó intencionadamente; en cambio, Susana la empujaba con todas sus fuerzas. En otra ocasión, la intentó ahogar con la almohada. En su momento dijo que no lo hizo con intención.
—Mamá, hoy escuché de papá, cuando se encerró en el cuarto, que lo mejor que podías haber hecho era desaparecer de nuestras vidas. Mamá…
Elena espera a que se calme para que le cuente con más detalle lo que ha sucedido. La escucha llorar desconsolada y sorber los mocos por la nariz. No la conoce físicamente, pero imagina a una pequeña niña morena de ojos empañados con agua salada sentada a los pies de su cama, limpiando sus lágrimas con las manos. Escucha sonidos al otro lado del teléfono, sonidos de desconocida procedencia que hacen que Elena tema perder la conexión. La llama por su nombre y no recibe respuesta. Los ruidos no cesan.
—Natalia, abre la puerta. —Elena escucha una voz lejana y femenina.
—No.
Natalia ha escuchado pasos acercarse a la puerta de su habitación y, con rapidez, esconde el teléfono debajo de la almohada. Sus lloros han atraído a su abuela Dolores, quien acude a su encuentro. Desde el otro lado de la línea, Elena duda entre seguir escuchando o colgar.
—Natalia, abre la puerta ahora mismo.
Elena escucha la voz con más claridad que la vez anterior y, sin saber por qué, se siente asqueada al instante. Escalofríos recorren su nuca y más que antes identifica una necesidad imperiosa de finalizar la llamada para apagar la voz de esa extraña. No lo hace porque siente que estaría traicionando a Natalia de algún modo.
Dolores consigue entrar y ya la interroga para saber la naturaleza de sus lloros. La niña le cuenta y Elena vuelve a escuchar lo mismo que le ha oído contar sobre su padre. Espera unas palabras de aliento mejores que las suyas. Lejos de cumplir con sus expectativas, Dolores defiende sutilmente el comportamiento de su hijo. Sus palabras son dulces, pero son envenenadas. Culpa a su madre de lo que ha pasado, de su desaparición, e intenta convencer a Natalia de que su familia siempre va a estar con ella. Elena cuenta hasta cinco veces cómo Dolores le repite que su madre no va a volver y ella misma se pregunta si la madre de la niña ha desaparecido o ha muerto. Cualquiera de las dos opciones es nefasta.
Natalia se ha quedado en silencio y la abuela interpreta que por fin sus palabras han logrado calar en ella y se ha dado cuenta de que la marcha de su madre ha sido la mejor de las bendiciones para la familia. Cuán equivocada está. Tras abandonar Dolores la habitación, Elena escucha de nuevo un chisporroteo en el teléfono que la deja sorda.
—Mamá, ¿sigues ahí?
—Sí —contesta inconscientemente.
—Mamá, tienes que venir a por mí, a salvarme. Me lo prometiste antes de marcharte.
Elena no duda de que la madre de Natalia hubiera deseado escaparse de aquella casa de locos. Sobre todo porque nadie se apena de su marcha.
—No te preocupes. Cuando pueda, ahí estaré. Tú aguanta un poco más.
Se siente culpable después de haber pronunciado aquellas palabras que firman un compromiso que tal vez la madre de la niña no pueda cumplir. Palabras que la niña ha asimilado y se encuentra ya feliz y esperanzada. En un instante, se esfuma la pena para dar rienda suelta a una conversación en la que Natalia cuenta y Elena escucha. Le habla del ocho en el examen de Inglés, de las cuartas gafas de un tal Fede que ha vuelto a romper jugando al fútbol, de los increíbles cuentos que le narra su tía Raquel y de los caramelos de limón del abuelo que compra en un puesto del mercado central.
—Mamá, tengo que colgar. Llamaré mañana.
—Buenas noches, Natalia.
—Te quiero, mamá.
Vuelve a tener la sensación de que en su pecho su corazón se retuerce. Esa noche no quiere cenar, la culpabilidad de mentirle a una niña pequeña le ha cerrado el estómago.
3
La luz irrumpe por el ventanal de la cocina, el aire matutino promete que el día será caluroso. Así lo siente Elena al salir de la ducha y se pone un vestido de botones que se cierran en su pecho. Lo había comprado días antes, cuando descubrió que en su armario solo se guardan ropas viejas y oscuras. Mordisquea desganada la tostada untada de margarina y mermelada de ciruela y se termina, con algo de esfuerzo, el último bocado, que parece resistirse a pasar por su garganta. Recoge sus llaves y su móvil, guardándolo en el bolso. Revisa en la cartera el dinero que tiene y se dispone a salir. Antes de hacerlo, se concentra en la imagen que el espejo proyecta de sí misma. Se ve guapa, sin necesidad de maquillaje, natural y libre. Decide en el último momento recogerse el cabello en un moño despeinado en la coronilla.
El repentino sonido del timbre la asusta y le acelera las pulsaciones. Con la mano todavía sosteniendo su melena y una horquilla en la boca, abre la puerta sin despasar la cadena.
Elena se sorprende de quién ve al otro lado. Le sorprende verlo allí delante de su puerta más relajado que nunca. Le sonríe pícaro, él sabe algo que ella no. Sin darse cuenta de cómo han llegado a esa situación, su vecino la carga en sus brazos y la besa sediento, como si fuera el único oasis en el desierto. Elena le responde con la misma pasión y entre labio y labio se esfuma el aliento descontrolado de ambos. Las ropas se desprenden de sus cuerpos en caricias arrebatadoras, en gemidos entrecortados que buscan al otro. Se dejan caer sobre el sofá y se miran con deseo. El hombre abandona su boca para recorrer con la lengua una línea que llega desde el mentón hasta su cuello, mordiéndole. Muerde, ¡y qué bien muerde! Elena se estremece al sentir su mano cálida masajeando su pecho. Le falta aire, le cuesta respirar. Él sustituye su mano por su boca y ella ya ha perdido el norte.
—Joan…
—Te quiero, Teresa.
Se despierta con la respiración entrecortada y escuchando los latidos desbocados de su propio corazón. «Ha sido un sueño», se repite una y otra vez. Ha sido un sueño y ha sido tan real que podría jurar que todavía siente las caricias ardientes y el rastro de sus besos tatuados en la piel. Se avergüenza de su fantasía y lamenta secretamente no haber podido llegar hasta el final.
La mañana transcurre entre descuidos y despistes. No se percata de que es la tercera vez que repasa el mismo cristal de la ventana, ni de que ha barrido dos veces la misma habitación. Ha olvidado desayunar y cuando se dispone a elegir el atuendo de ese día, duda si ponerse el vestido que tan bien ha quedado esparcido en el suelo en aquel sueño interrumpido. No se lo pone.
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