María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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Tadeo observa con detenimiento el rostro de Francisco buscando resquicios de dudas. Ni un ápice. Se está conteniendo y el ayudante está convencido de que, de no ser porque tiene inservibles las piernas, habría abandonado su inseparable silla, le hubiera pegado un puñetazo y le habría sacado a patadas del hotel. Volvería a las andadas y escucharía con la oreja pegada a la puerta como se hacía antes. Resignado, sale del despacho no sin antes echarle una última mirada a Natalia, quien ríe por alguna tontería que ha dicho su abuelo. Francisco, al escuchar la puerta del despacho cerrarse, sonríe ladino escondiendo la nariz entre el pelo de la niña y aspirando el olor a camomila de su champú.
Natalia descubre en una de las esquinas de la oficina una mesa de ajedrez con un tablero ya montado.
—Abuelo, es eso, ¿verdad?
Francisco asiente y la conduce hasta quedarse del lado de las piezas blancas. Ese ajedrez es su tesoro más preciado. Brillante por el barniz, reluce como oro cuando el sol le roza. La madera antigua, más antigua que él mismo, es oscura como el chocolate y consistente. Un cordón negro tallado en la madera rodea el tablero y cada borde lo delinea un delicado hilo de oro. Las esquinas ya están redondeadas por el tiempo, aunque una vez fueron puntiagudas. Las piezas negras, más oscuras que el carbón, poderosas y fieras; las blancas, de auténtico marfil, valientes y guerreras. Todas ellas guardan hasta el más mínimo detalle, imposible no maravillarse sin preguntarse cómo tiempo atrás se podía tallar con tanta precisión con herramientas rudimentarias.
Francisco tiene una teoría y se la hace saber a Natalia. Aquel ajedrez posee poderes mágicos capaces de desvelar la naturaleza de una persona. Cada pieza se define con un carácter y ella misma te atrae a cogerla. Una manía de viejo, pudiera ser. Por esa misma razón, lleva a todos sus conocidos al menos una vez a su despacho y les ha mostrado el ajedrez. Según él, ha descubierto a muchos mentirosos. Natalia no le presta realmente atención a las palabras del anciano, así que sin meditarlo mucho, coge una de las torres blancas en su mano, dejando estupefacto a su abuelo.
—Como tu tía…
—¿De verdad?
Natalia vuelve su cabeza en dirección a Francisco y le descubre mirándola. No puede desvelar ese secreto que guardan aquellos ojos azules que la desconciertan. La niña empieza a sentirse incómoda, no quiere estar allí. Hace un amago de bajarse de aquellas delgadas e insensibles piernas que es interrumpido por el anciano.
—Te voy a explicar cómo se juega.
Francisco parlotea palabras a las que Natalia no atiende. Ella no quiere estar allí con él, sintiendo el aliento contra su cuello y respirando el fuerte olor a tabaco que lo rodea. Una de las manos de él descansa sobre su rodilla, que, de forma diestra, comienza a deslizarse de abajo hacia arriba por la parte externa de la pierna de Natalia.
—Abuelo, quiero irme.
La voz temerosa suena como un susurro. Si Francisco la escucha, no hace señales de ello; continúa con su perorata explicando cada pieza. La mano baja hasta rozar el borde de los calcetines y sube recorriendo con sus yemas la carne joven y tierna.
—Abuelo…
La puerta del despacho se abre de par en par rompiendo la atmósfera de la que Natalia quiere escapar. En el umbral, Miguel Ángel es la rabia encarnada. A su lado, Álvaro observa con los ojos desorbitados y el pecho acelerado. Miguel Ángel, preso del odio, avanza a zancadas hacia su padre.
—Natalia, a tu cuarto. ¡Ya!
Natalia le obedece sin poner resistencia y sin mirar atrás. Los pasos de ella se pierden en el pasillo.
—Te prohíbo que la mires. Si lo haces, estás muerto, ¿me oyes?
Miguel Ángel sostiene a Francisco por el cuello de la camisa levantándolo unos centímetros de la silla. Su cuerpo se mece en el aire como un muñeco de trapo mientras sus manos intentan aflojar las de su hijo. Se puede ver la chispa del pánico en aquellos ojos azules que ninguno de sus hijos heredó. No habla ni se intenta excusar, porque sabe que no engañará a nadie. Álvaro hace aparición detrás de Miguel Ángel, por fin despertando de su propia pesadilla, y abraza a su hermano.
—Suéltalo, Miguel. Cuidaremos de que no le haga nada a Natalia ni a nadie.
Miguel Ángel suelta sin delicadeza alguna al anciano, quien tose recuperándose por la falta de aire, y empuja violentamente a su hermano.
—¡Déjame en paz! Si lo vuelvo a ver cerca de Natalia, me aseguraré de matarlo.
El hombre, adueñado por una cólera que le quema las entrañas, sale del despacho como alma que lleva el diablo. Vociferando insultos amortiguados por aquellas paredes insonorizadas y rompiendo varias macetas del pasillo. Álvaro mira a su padre con odio, con los ojos vidriosos bañados en amargura.
—Papá, otra vez no.
El anciano reniega sin tomarle en serio. Gira con esfuerzo en la silla que le encadena y se dirige a la puerta.
—Papá, si le haces algo a Natalia, no será Miguel Ángel quien te mate. Seré yo.
Miguel Ángel va dejando una estela de destrucción allá por donde pasa. Él también quiere destruir, quiere gritar, pero no lo hará. Se esconderá en su habitación a dejar que lo consuman los recuerdos, las lágrimas y el alcohol.
***
Sentada en el viejo sofá rojo, se desenreda el cabello mojado. Es hora del espacio publicitario en el canal y Elena se queda embobada mirando un anuncio de zumo de naranja. Un spot sucede a otro, hasta que termina de peinar su cabello y la televisión no da señales de regresar al programa que está viendo. A su lado, el móvil se agita violentamente mostrando el nombre de Natalia en la pantalla.
—Hola, Natalia. ¿Cómo estás?
Natalia le cuenta que ese día no ha ido al colegio y ha pasado toda la mañana y parte de la tarde en el hotel.
—¿Hotel?
—Claro, mamá. Vivimos en un hotel.
—¿Qué hotel?
—Flor de Azahar.
Y por razones que Elena desconoce, sabe de qué hotel está hablando. Hotel Flor de Azahar, en la calle de la Paz, con enormes portones restaurados de un grosor superior al de las paredes de algunos pisos y con picaportes antiguos de color de oro viejo con la única función de decorar. La mente de Elena, como en un sueño, la transporta a ese lugar y siente que ya camina por ese suelo enlosado negro y repulido. Unas segundas puertas de cristal correderas se abren dejándola pasar. Los azulejos del pavimento han cambiado, tienen una tonalidad beis, y en ellos se reflejan las luces de la lámpara, que la deslumbran. En la recepción, un hombre y una mujer vestidos de traje negro charlan animadamente.
—¿Mamá?
—Perdona, me he distraído. ¿Qué decías?
—La tía Raquel me ha puesto un ocho en Lengua. Me lo ha dicho antes que a los otros niños, aunque lo tengo que mantener en secreto porque, si no, los demás se enfadarán.
Elena asiente a pesar de que Natalia no puede verla. Se pregunta si está haciendo bien al no rectificarla cuando la llama mamá. Le parece extraño estar familiarizada con la palabra madre sin haber tenido hijos.
—El tío Álvaro y yo hemos jugado toda la mañana al fútbol. ¡Le he marcado seis goles! No le digas que te lo he dicho yo, pero es un portero malísimo.
La mujer sonríe divertida pensando en aquel hombre sin cara que se le antoja una bellísima persona.
—¿Qué más me cuentas?
La niña tarda un poco en contestar y Elena piensa, sin equivocarse, que en realidad la niña le ha llamado para contarle algo en concreto y está divagando con trivialidades.
—Mamá… —vacila—, yo… creo que tengo miedo del abuelo. No se comporta como un abuelo normal. No es que conozca a muchos, pero el de Martina no la trata igual.
—No entiendo.
—Pues verás, el abuelo de Martina le compra chuches y la lleva todas las mañanas al colegio. Pero el abuelo no hace nada de eso.
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