María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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—¡Vete de una vez! ¡No vuelvas a esta casa! ¡Fuera!
Julia se queda sin habla por los gritos repentinos y se aleja tan rápido como le permiten sus pasos. Detrás de Raquel, Álvaro se acerca con lentitud, asustado.
—Raquel, yo…
—No, no me digas nada. No quiero saberlo. —Le evita, pues piensa que su voz se romperá, mas su mensaje era claro—. No te acerques, no me toques.
***
La sorpresa es mayúscula cuando Susana encuentra a Miguel Ángel recostado sobre la puerta del copiloto, ignorando los insultos que le dedican los taxistas por ocupar su zona reservada a la salida del aeropuerto. Se siente agasajada cuando este le abre la puerta mientras deja que su mirada lasciva recorra todos los recovecos de su cuerpo. Percibe su deseo y le encanta. Por fin tiene la atención de aquel hombre que, a su parecer, le había sido arrebatado por su hermana.
Se marchan al pequeño y lujoso piso de Susana a las afueras de Manises, muy próximo al aeropuerto. Todavía no ha llegado el ascensor al último piso cuando sus ropas estorban y un calor sofocante nubla sus sentidos. Las piernas de ella se sujetan a la cintura del hombre, que sin despegar sus labios de los de Susana, se deleita en masajear la redondez de sus pequeños glúteos. Susana, salvaje, mordisquea sus labios entorpeciendo la tarea de abrir la puerta. El ardor del momento no les deja desnudarse y en la primera superficie sobre la que pueden apoyarse dan rienda suelta al frenesí. Susana grita tan fuerte que los vecinos de al lado ya saben que ha llegado del trabajo y no lo ha hecho sola.
***
Camina por la Gran Vía refugiándose del calor bajo los árboles que viven en el paseo. Acaba de salir de comer de uno de los muchos restaurantes que por allí se encuentran. Se arrepiente de haber salido tan tarde a comer con treinta y cinco grados a la sombra, el camino de vuelta a casa es eterno. No espera encontrar a nadie allí a las cuatro de la tarde y, aun así, puede ver en algunos asientos de madera a unos jóvenes enamorados que se besan sin nada que les detenga.
Aquella mañana no la ha llamado Natalia y añora escuchar a esa parlanchina a la que parece que le den cuerda. La noche anterior la había dejado preocupada y con muchas preguntas. Teme que las coincidencias no sean coincidencias: ¿y si de verdad es ella su madre?, ¿ha sido capaz de olvidar a su hija?
Va a cruzar la avenida y se detiene en el paso de peatones acatando las órdenes del semáforo en rojo. En la otra acera está Joan mirándola fijamente. Su semblante es serio, y su postura, rígida. Verlo así le causa un escalofrío, su apariencia la intimida.
Elena levanta la mano y lo saluda con una sonrisa leve que deja a Joan desprevenido. Por una fracción de segundo, la dureza de su expresión se relaja y, aunque ella está muy lejos para advertirlo, puede verse que está aliviado. Joan tiene una misión que cumplir y esta no va a ser fácil para él: debe hacerle recordar su verdadera identidad.
El semáforo cambia a verde y ambos se mueven. Los pasos de él, rápidos, largos y seguros; los de ella, queriendo ser encontrados. Teresa va a seguir su camino, dirigirse a su casa e intentar recordar quién es.
—Necesito hablar contigo, por favor. Es urgente.
Quizás es el tono de su voz, suplicante, quizás su propio deseo de querer recordar. De otra manera, ¿cómo habría vuelto al caluroso paseo de la Gran Vía?
Un silencio incómodo les rodea a la espera de que uno de los dos se atreva a romperlo. Joan intenta buscar las palabras correctas para comenzar.
—¿De qué querías hablar? —pregunta tímida.
—De ti.
Corto, conciso. Joan se pregunta si es mejor sentarse en alguna cafetería con aire acondicionado. Teresa ya no es consciente del calor.
—Cuéntame.
—Necesito que me escuches con atención y con la mente abierta, debes creerme. —Busca su asentimiento y prosigue con su discurso—: No te llamas Elena, tu verdadero nombre es Teresa Roig.
Joan pronuncia la información despacio, dándole tiempo a procesarla. Teresa saborea su nombre y lo encuentra familiar.
—Hace dos semanas tuviste un accidente en lancha, despertaste a los dos días con una fractura leve en tu muñeca y la pérdida de memoria. Tú misma provocaste el accidente, querías hacer creer a todo el mundo que habías muerto.
—¿Por qué haría yo eso?
—Lo desconozco. Aunque tengo una teoría y espero que me la confirmes cuando puedas recordar. ¿Te encuentras bien?
Ha tenido días mejores, pero sus ansias por esclarecer el pasado la dominan.
—¿Por qué en la documentación aparezco como Elena?
—Eso me lo tendrás también que explicar.
—¿Por qué sabes todo esto? —Antes de que Joan responda, ella contesta a su propia pregunta—: Eres policía. ¿He hecho algo malo?
Desde que comenzó su servicio, había escuchado infinidad de veces esa pregunta, formulada en muchos tonos y siempre acompañada de un par de ojos que reflejaban sentimientos dispares. Está convencido de que Teresa no es del todo inocente, pero nunca podría tacharla de culpable.
—Intentabas sobrevivir. Eso es todo.
—¿Cómo es que tú y yo nos conocemos? ¿Me estás vigilando?
Parece meditar sus palabras, indeciso en qué revelarle y que no. Decide postergar esas cuestiones y lleva la conversación por otro rumbo.
—Quiero hablar de ti ahora y de lo que seguro que te estás preguntando desde hace días. Natalia…
No es necesario que termine la oración, sus ojos se llenan de lágrimas. Desde la noche anterior, y desde mucho antes, ella ha estado barajando esa opción, pero le había parecido tan increíble que no podía ser cierta. Como una pelota de ping-pong, la voz de Joan rebota en las paredes de su mente repitiendo una y otra vez lo que más se ha temido.
—¿Yo soy… su madre?
Joan asiente y coge las manos temblorosas de Teresa, que ya no encuentran lugar al que anclarse. Su garganta se cierra y la voz amenaza con marcharse.
—¿Sabes cuántas veces le colgué el teléfono y le dije que no era su madre?
La abraza susurrándole palabras de consuelo y con cariño la besa en la coronilla. El calor vuelve a ser sofocante entre hipidos y agua salada. Siente su cabeza estallar. Y ya no puede negarlo, porque cada vez que pronuncia «Natalia», no ve un nombre, vislumbra a una niña de diez años morena con dos coletas bajas que posee una risa tan escandalosa que se escucha hasta en la luna. Natalia tiene los ojos verdes de su abuelo, el padre de Teresa, y la nariz respingona de Miguel Ángel. «Miguel Ángel», repite su mente. «Miguel Ángel», se encienden los faros de lucidez y de memorias. Miguel Ángel.
Le falta el aire, por más que abre la boca, este se desvanece y ella se ahoga. Hiperventila, su pecho sube una y otra vez. Sin estar presente, solo de imaginar su persona, la asfixia. Está teniendo un ataque de ansiedad. Joan la coge de la nuca con ambas manos y acerca su rostro al de ella sin tocarla, le susurra que no está sola, la ayuda a respirar. No necesita ser un gran detective para saber a quién acaba de recordar y la ha puesto en tal estado.
Poco a poco, Teresa recupera el control de sí misma, es más consciente de Joan y de la forma en la que la mira. De alguna manera, está implicado emocionalmente con aquello. No le incomoda su cercanía, no como hubiera pensado en un primer momento, la encuentra reconfortante. Pero el miedo de que Miguel Ángel pueda estar cerca la hace separarse de él.
—¿Crees que dejé atrás a mi hija para huir de mi marido? —cuestiona angustiada.
—No lo creo, te conozco —le asegura—. Tú no eres así.
—¿De qué nos conocemos? —repite Teresa.
Joan vacila por unos breves segundos. Echa un rápido vistazo a su alrededor, están solos en la avenida. Los coches pasan veloces superando el límite de velocidad permitido dentro de la capital, aprovechan que el calor les da la privacidad necesaria para sentir que la ciudad es suya. Los pájaros no pían, se bañan en las fuentes con los picos entreabiertos y han dejado que las chicharras lleven la voz cantante por un rato. Ella espera su respuesta, más tranquila, pero ansiosa por seguir rellenando espacios vacíos de su memoria.
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