María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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Pasa por delante del salón y mira de reojo el sofá rojo, que se mofa de ella. Un pensamiento recorre su mente a la velocidad de la luz: «Es una estupidez de magnitud universal». Y, sin embargo, lo hace. Se acerca al sofá dubitativa y se tumba en la misma posición que en el sueño. Se siente aliviada de que nadie la esté viendo hacer semejante idiotez. Pero con aquella postura, recuerda más vívidamente el sueño y recuerda por qué despertó. «¿Joan?, ¿es ese su nombre? ¿Alguna vez ocurrió algo así entre nosotros? ¿Por qué me llamó Teresa?». Se rebana los sesos intentando recordar si de verdad están relacionados, pero por más que se esfuerza no lo consigue. Le duele la cabeza y llega a la conclusión de que lo mejor para ella será despejarse y salir de aquella celda que la aprisiona.
Casi le da un infarto al encontrarse en el rellano con el intruso de sus sueños. Está alterado y pulsa repetidamente el botón del ascensor. Parece una fiera enjaulada y su expresión no es la mejor. Se hubiera vuelto a meter en casa con tal de no compartir ascensor con él; demasiado tarde para escapar.
—Hola —saluda brevemente él.
Elena le devuelve el saludo. Piensa que es desagradable, quizás tenga motivos. «¿Un mal despertar?, ¿un problema de trabajo?, ¿Teresa te dejó?». Las preguntas se alinean en su cerebro a la espera de formularlas en voz alta, pero el sentido común las mantiene a raya; no es el mejor momento. La tensión es palpable dentro del ascensor, sus hombros no pueden estar más rectos ni sus oídos más alertas a cualquier palabra que pueda decir él. La curiosidad está muy cerca de vencer al sentido común, con una respuesta a una pregunta podían deducirse las demás.
—¿Joan?
El hombre la miró sorprendido con las cejas alzadas.
—¿Me recuerdas?
Elena no sabe qué responder ante esa mirada esperanzada. Ese nombre no le dice nada, ni la idea que se ha formado de la persona que tiene enfrente. Su vecino se muestra ante ella nervioso e inseguro, y tras su silencio, desilusionado. Se acerca a ella y le toca el codo con delicadeza.
—No tardes mucho más, por favor te lo pido. Te necesito más de lo que tú puedas pensar.
Sin decir nada más, Joan abandona el ascensor y sale a la calle, perdiéndose entre la gente. Elena le sigue anonadada y se queda mirando hasta que pierde su cabello revuelto doblando la esquina.
—¿Y quién es Teresa?
***
Natalia se ha terminado los escalopines de pollo y moja el pan en la salsa cuando su abuela no mira. Se esconde tras la servilleta de tela blanca y saborea con placer aquel manjar que, sin duda, es su favorito. Ella no sabe que es observada por Raquel al otro lado de la mesa, quien sonríe disimuladamente mientras se lleva el tenedor a la boca con un pedazo de pechuga. Los niños le encantan, no es ningún secreto, por eso alejarse de la dirección del hotel había sido una de las mejores decisiones de su vida.
En la mesa, Miguel Ángel y Álvaro intercambian opiniones sobre la gestión del hotel. Miguel Ángel, como director, defiende unas posturas de las que Álvaro, como encargado de la parte administrativa, está en contra. Natalia se pierde en términos que no comprende y en palabras complicadas, por lo que pide ir a su cuarto y terminarse allí el postre. Sabe que su tía no pondrá objeción y Dolores está demasiado ocupada en sus pensamientos como para poner atención en ella.
Natalia se va por la escalera del servicio a la quinta planta, donde está el despacho de su padre, para recoger la mochila que dejó escondida detrás de su escritorio. Empuja la pesada puerta y el sonido de sus pasos escapa por las ventanas abiertas. Siempre que se adentra en su territorio, se siente incómoda. Miguel Ángel no es como los demás padres. Su madre se lo hizo saber hace mucho tiempo, aunque ella no entiende por qué él es diferente.
Como una intrusa se dirige hacia el escritorio y se agacha bajo la mesa para recoger su mochila. Una fotografía rota en pedazos en la papelera llama su atención. Reconoce a su madre y la foto es la única en su despacho, la que descansa en un marco caro de horrible color marrón encima de la mesa. Natalia desvía la vista hacia el marco; de la fotografía ha sido cortada la imagen de su madre y solo se la ve a ella con una sonrisa. Se siente tan sola en ese momento. Su niñez le impide saber que el sentimiento que la embarga no es sino resentimiento hacia su padre, que ha arrancado de la fotografía original a su madre tal y como parece haber hecho de su vida.
Está guardando los fragmentos de la fotografía en su mochila cuando la voz de su abuelo Francisco la sobresalta.
—Natalia, ¿qué haces?
Tras él, Tadeo, su hombre de confianza, la mira sin expresión alguna.
Tadeo siempre le ha provocado sensación de terror a Natalia, ella cree que tiene cara de lobo. De lobo malo y hambriento. Por eso no le gusta quedarse en la misma habitación que él ni le gusta que la mire bajo ninguna circunstancia. Su abuelo le había dicho que igual que le protegía a él, le protegería a ella. En aquel instante, en lo único que podía pensar Natalia es en qué había hecho el abuelo para necesitar que lo protegiera aquel hombre que le causa tanto miedo.
El despacho de su padre y el de su abuelo se comunican con una puerta que Miguel Ángel siempre mantiene cerrada a cal y canto. Lo hace adrede porque no quiere que Francisco se inmiscuya en sus asuntos, como hace cada vez que puede.
—Ven, Natalia, dale un beso al abuelo.
Natalia, obediente, se acerca a él y lo besa en la suave mejilla. Él le devuelve el beso, tembloroso, en parte por la edad y en parte por la emoción. No puede tener esa clase de gestos con su nieta, aquella personita tan llena de vida, delante de su mujer y sus hijos. Ellos siempre la apartan de su lado.
—¿Quieres que juguemos en nuestro despacho?
Natalia se alegra al escuchar que van a jugar. Siempre se aburre en ese hotel que es su casa y está lleno de prohibiciones. Su abuelo le promete jugar, le asegura que en su cuarto tiene naipes de todas clases, que guarda un parchís y una oca escondidos detrás de la estantería porque es su pasión y no quiere que nadie sepa de sus tesoros. Le promete que es un trozo de pan, que lo que más desea es pasar un rato agradable con ella. Le pregunta si conoce el ajedrez, él podría enseñarle, como lo hizo con su padre y sus tíos. Natalia se deshace en sonrisas interesadas que sacian el orgullo de su abuelo.
—Vamos, sube a la silla.
La niña, curiosa por saber lo que se siente al ir en silla de ruedas, sube sin pensar y se acomoda sobre sus rodillas. «Es divertido», piensa. Natalia no recuerda haber estado en el despacho de Francisco. Es espacioso, con el mobiliario justo para facilitar la movilidad de la silla. Los muebles son tan antiguos que Natalia cree que está en un museo, y se lo hace saber a su abuelo, quien se ríe por la ocurrencia de la niña.
—Tadeo, por favor, espera fuera.
Él les ha seguido a un metro de distancia, marcando lo que él cree un límite invisible entre ellos, lo suficiente para tenerlo vigilado y protegerlo en caso de ataque, y para otorgarle una privacidad que raramente Francisco pedía. Por esa razón, al escuchar la orden, su máscara carente de expresión se resquebraja.
—¿Disculpe?
—Que me dejes a solas con mi nieta.
Tadeo sabe que no debe hacerlo. Un oscuro presentimiento se aferra a él desde que ha visto esos ojos azules dilatados al ver a la niña. Tadeo sabe cosas que le han contado. Dolores no lo contrató para proteger a Francisco, lo contrató para que lo mantuviera vigilado. «Bajo ningún concepto se puede quedar a solas con ella». Sí, esas son las palabras exactas que le dijo Dolores.
—Señor, yo…
—¡Márchate ya si no quieres que te despida!
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