Elisa Serrana - En blanco y negro

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Escrita en retrospectiva, gran parte de la historia recrea la infancia de quien narra esta especie de autobiografía, que está situada en la casa familiar en el campo chileno. La casa opera como una condensación de la existencia y sus posibilidades, de distintos tipos de personas y sus destinos. El hogar en el que crece la ciega es una especie de depositario para todos aquellos miembros de la familia que no han podido encontrar su lugar en el mundo o que han sido expulsados de él. Esta particular casa de campo alberga, entonces, a los raros. El único denominador común de esta comunidad marcada por la excentricidad es precisamente su rareza; es decir, su diferencia.

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—¿Qué te estaba contando?

—De usted, de él, de los ciegos.

—Sí, tu pobre madre dice que no ves.

Lancé un quejido de rabia y comencé a morderme el dedo, pero mi tía me dio tal mantón que cayó mi baba suelta y descarriada.

—¿Te dolió…? ¿Qué te dolió?

—Yo veo…

—No digas tonterías.

—Pero si usted dijo que soy ciega y rubia…

—Qué más da. Llevas vida de mineral. No sabes nada de nada y eso es divertido.

Ya en ese tiempo me daba cuenta de que mi ignorancia le servía a la familia como una argolla, todos me tomaban y debía seguir mil cursos diferentes colgando de cuantos brazos quisieran arrastrarme; mi cuello debía ser dócil a la mano que quisiera apoyarse. Los dedos de toda la familia me guiaban como si fuese un buey y tuviera mil yuntas. Los dedos de los parientes sobre mi espina dorsal me indicaban los recodos y las acequias con un claveteado; me empujaban con mayor decisión cuanto más grande era el obstáculo. Tenía dificultad en dejarme llevar, me daba un miedo horrible, ya que no confiaba en las manos de quienes no eran ciegos y creía que me guiaban mal. No me atrevía a quejarme por no ser grosera, porque no me parecía amable desconfiar de la vista ajena y temía ofender a quienes me ayudaban.

Seguí a mi tía, sin embargo, cuando quiso que oyera sus versos y entramos a una pieza más oscura que otras, que olían a naftalina, a lavanda y a encierro. Me empujó suavemente hasta su cama. Ya cerca de ella me sentí mejor, subí de un salto y tomé la posición de gallina clueca, como decía mi tío, es decir, un montón de niñita en un ovillo de pelo y brazos, hasta que comenzaron a luchar en su garganta la poesía y la voz.

Sus versos eran diferentes a aquellos que, años después, leía mi prima Angélica tendida en el pasto cuando un mes de febrero vino al campo a preparar un examen de Castellano.

Desde que conocí el interior del dormitorio de mi tía comencé a quererla. Conocí su cama y me eché sobre sus ropas durante largas horas de muchos días, pero su amistad tenía un precio y el refugio de los armarios también: debía escucharla y comprenderla. No la escuchaba siempre, pero sí la comprendía y llegamos a una cierta intimidad. Fue la única persona de la familia que no se preocupó en ese entonces de mi ceguera; me trataba como una persona normal y no se despojaba de sus prejuicios en contra mía, ni me disimulaba su desprecio. Me gustó tía Clara por ser tan distinta a mi madre y a mi abuela; eso le daba otra dimensión a mi conocimiento del mundo. Tampoco intervenía en las frecuentes discusiones familiares sobre mi persona.

Decían a mi abuela que yo no sabía nada, pero ella contestaba que para algo tenía yo madre y si alguien repetía a mi madre la queja, esta se lamentaba llena de pena y exaltación:

—Es como echarme en cara mi desgracia. Decirme a mí una cosa tan triste. No tienen corazón con una mujer abandonada que solo aspira a conservar lo poco que Dios, en su infinita bondad, se dignó entregarle—. Lloriqueaba un poco. Me tomaba en sus brazos, escondía su cabeza en mi hombro y murmuraba—: Tú sabes que solo deseo lo mejor para ti, pero ¿qué puedo enseñarte yo? Si tuviera algún dinero traería a una institutriz, pero tú sabes que tu padre… para tu padre no existes ya. Cuando pienso cómo te quiso de guagüita antes de que se te notara la deformación, antes de que el médico dijera que la desgracia era irremediable. Tú me comprendes, ¿no es cierto?

Comprendiéndola, y por no ver qué necesidad tenía la gente de atormentarla por mi causa, no se me ocurría otra forma de consuelo que la de no estorbar con mi presencia recordándole su desgracia. “Su desgracia” era yo. Me lo decía besándome, como quien besa un silicio, cuando yo no entendía que la gente necesitara desgracia para ser feliz, pero ella necesitaba de mí, y cuando me escondía me lo reprochaba con inmensa tristeza. Resultaba difícil cambiar tantas veces en un día mi actitud a sus deseos. Pero ella salía sola, perdiéndome entre los arbustos.

Los recuerdos de mis primeros años no se dividieron en épocas sino en sensaciones.

Una vez que estaba yo escondida entre unas matas de alcanfor, oí decir a la abuela:

—¡Dios nos ampare! —lanzó una carcajada absurda, era imprevista en sus afanes como en sus alegrías—. ¿Qué se le ocurrirá a este demonio ahora?

Desde entonces, José Luis y el demonio anduvieron juntos en mi mente. Nadie dejaba de mencionar al demonio antes o después de su nombre: “Déjame y ándate al diablo”, “Este demonio de niño”, “Chiquillo del diablo”, “Vete al infierno”. De ello provino que, en mi más intenso recuerdo, José Luis conservó el olor y el porte de demonio y el demonio tomó la hermosura y la gracia de mi primo. Por eso también un tiempo me atrajo y me aterró el demonio. Hasta que alguien me contó que el demonio había sido un ángel. Ahí se complicó más aún la imagen, porque José Luis no era casi nunca un ángel.

—Claro —comentó la abuela—. Esa mujer no se acuerda de nosotros en todo el año y cuando en las vacaciones el chiquillo comienza a molestar recuerda que no se engendró solo, que necesitó de un padre. A propósito, ¿dónde se mete Luciano? Luciano… Luciano… —gritó despavorida—. Llega tu hijo.

Abandonado por su mujer y con poco dinero, mi tío Luciano había llegado también a casa. Tía Clara consideró su presencia como una copia o una intrusión. Desde su arribo comenzó a desear partir, pero luego olvidó el motivo por el cual debía irse y se fue quedando. Tío Luciano no se dio por aludido de las mil reiteradas frases de sus hermanas, quienes, cada cual a su manera, insistían en que estaba bien que la casa paterna fuera un refugio de mujeres abandonadas (eso lo decía mi madre) o de mujeres que desean la vida tranquila del campo (esto lo decía mi tía), pero el caso de un hombre “es diferente”. Mi abuela, en general, no decía nada, porque si bien es cierto que alimentar a todos sus hijos le resultaba pesado, tenía en ellos una compañía adecuada y la casa volvía a ser la de otros tiempos. Aprovechaba la abuela para hacer recuerdos tiernos sobre su marido muerto y las hermosas épocas en que “estas niñitas” (mi madre y mi tía) eran chiquillas. Aunque estas no resultaban para mí tan niñitas, lo aceptaba, como otra de las mil cosas de la gente grande que uno acepta en la infancia. Mientras, mi tío Luciano hacía su vida entreteniéndose en atormentar a sus hermanas y a mí, para desentumecer un viejo deseo de sufrimiento ajeno.

—Es bueno que también ese padre se acuerde de que tiene hijo —agregó tía Clara, terminando de comer un merengue que le deformaba la voz y le dejaba pegajosos los labios—. Es claro que si arman líos entre Luciano y ese chiquillo del diantre, me largo de aquí y me vuelvo donde Flora.

Siempre amenazó con irse donde Flora, hasta el día en que supo que Flora se había casado. Debió sentir un gran alivio. Estaba por fin tranquila, como si hubiese tocado tierra, aunque la tierra vista fuese un islote desierto. Demostró su dignidad no volviendo a mencionar nunca más a su amiga y guardando un silencio muy poco suyo cada vez que mi tío la insultaba en su presencia o contando anécdotas de la pasada vida de Flora.

—¿Qué va a ocurrírsele a este niño ahora? Porque en algo hay que entretenerse —dijo la abuela.

—Hacer sufrir a la niña, eso lo entretiene —respondió mi madre.

Mi tío se volvió hacia mí, lo sentí cercándome de ojos. Me hundí contra los ladrillos del corredor.

—¿A ti te molesta que un hombre te maltrate? —siempre decía esas frases raras con curiosa entonación—. Si sigues las huellas de tu tía, le tomarás el gusto rápidamente —rio con ácido en la garganta—. No te disgusta nada, creo yo; más bien te gusta que ese demonio de niño te maltrate; los he visto, lo sigues como un perro faldero esperando sus retos, sus improperios, sus dulces y aduladoras palabras —se exaltaba con voz extraña—. Los he visto. Le dice linduras a esta chiquilla solo para burlarse, solo para aprovechar su buena voluntad, y ella feliz…, feliz…, ella…

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