Yo no escuchaba. Me acostumbré a cerrar los oídos, así como otros cierran los ojos. Me gustaba transformar las palabras, embellecerlas y creer de repente que me estaban diciendo lindas frases de cariño. Así logré evitar los ataques de mi tío y lo vencí, cosa que a José Luis le costó mucho más tiempo y más amarguras. Es cierto que él era su hijo. Pero, además, era rebelde y su primera y más terrible dificultad, me parece a mí, fue aceptar las frases odiosas de su padre y acostumbrarse a su cada vez creciente olor a alcohol. Además, no aprendió a evitarlo. Yo conocía desde lejos sus pasos y me era fácil esconderme bajo los arbustos antes de encontrar su presencia.
—Como no es de los más sacrificados el chico, seguro que tomará un auto en la estación y deberemos pagárselo —insistió mi tía, que recobraba su sentido común cuando la estimulaban.
—Deberemos…, qué frase…, deberemos; como si tuvieras con qué pagar. Pordiosera, eso eres, pordiosera de todo. Yo le pagaré el taxi. Para eso tiene un padre. Para algo es mi hijo; a alguien tenía que salir dispendioso y altivo…, a alguien… —pareció poco convencido de su encono y su voz decayó sin objeto. Nadie lo escuchaba.
Ese año esperé a José Luis anhelante. Recordaba su voz alta y aguda, algo quejosa y cruel, de cuando en cuando triste, como si luego de pellizcarme los brazos y las nalgas hasta hacerme gritar, creciera de repente sintiéndose hombre. Pero no deseaba ser hombre, tampoco quería continuar siendo niño, y ese era otro problema en sus deseos y tendencias. ¿Volvería a atravesar cuerdas en el camino para hacerme caer? A mí me divertía el juego. Sentía un terrible miedo al comienzo, pero al oír a todos mis primos reír con alegría, reía yo también. “Parece una garrapata en la tierra”, chillaban antes de tenderme alguna otra celada. Les gustaba jugar conmigo y me enorgullecía servirles de diversión: me sentía única y pretexto para otras barrabasadas, muñeca y juguete diferente que se amoldaba a sus gustos y seguía sus emociones.
Oí antes que nadie el ruido del automóvil; era tan viejo el taxi del pueblo como el auto de la abuela, que permanecía encerrado y cubierto de polvo en el garaje; gemía desde la última subida como si viniera empujándose. La portezuela se abrió antes de estar detenido, pero los pasos demoraron un momento en dirigirse a la casa. José Luis había pagado y traía él mismo su maleta. Me tendí de espaldas en el suelo para que me viera al pasar; puse cara de estar tocando el sol y sonreí bobamente a la atmósfera como si no lo viera. Pensé que se detendría a saludarme, pero siguió de largo. Lo oí mascullar ante la abuela y supe que ella lo estaba besando. Evitó que mi tía le rozara el rostro con sus labios, pero estrechó a mi madre con calor. Luego, abochornado, sumiso, se sometió a las preguntas de su padre. Como siguiera ignorándome, me acerqué despacio hasta la puerta del dormitorio que la abuela había destinado para él.
—¿Qué hacías allí botada como perro?
—Nada.
Para que José Luis me buscara, volví a esconderme. A veces permanecía en mi pieza hasta muy tarde y otras me echaba bajo la mesa del comedor, donde tocaba los ladrillos que tenían caminos en todas direcciones por donde transitaban las hormigas.
—No sé cómo no la pican —decía mi abuela al pasar—. Lo más bien que se las arregla con esos bichos, porque son como ella, terrestres. En cambio, las moscas…
—En todo caso, es un juego inmundo —decía mi madre.
—Mírala cómo escupe en el suelo —chillaba mi tía riendo a carcajadas.
—No seas cochina, niñita.
No se daban cuenta de que, en vez de escupir, yo hacía lagunas para que se bañaran las hormigas. Mi baba duraba un tiempo en los ladrillos. Antes había intentado echarles agua, pero esta se consumía con rapidez y debí cambiar de líquido.
Un día que me hallaba en la pieza de mi tía, esta entró como un viento. Su apresuramiento era igual a su voz y su confusión fue ingrata al verme echada en su cama como una lagartija. Comenzó a hablar, creo que declamaba, porque los movimientos de sus brazos eran como aleteos; su voz como eco, paisaje o agua; según ella, devenía estridente y apenas oí lo que decía. Al fin comprendí que mi prima Angélica llegaba al día siguiente.
Para ir en busca de Angélica era preciso sacar el Ford de la abuela. La escena de la partida fue, como siempre, conmovedora. Lucho, el chofer, que también trabajaba en otras partes de la casa, abrió de mañana el portón y empujó el auto hasta la entrada. José Luis maniobró el volante y yo ayudé a empujar, porque era divertido quedarse colgada del parachoques en el emocionante momento en que el motor se decidía a partir. Generalmente tomaba esa decisión en la bajada del camino y rugía como burlándose de todos los que nos quedábamos atrás resoplando, riendo y con las manos desocupadas de improviso y la fuerza de los músculos marchita.
—Estará muy linda esa niñita —dijo mi abuela—. La mandan aquí para que estudie, porque fracasó en un examen.
Linda debe haber llegado, porque José Luis, algo menor que ella, no dejó de seguirla cuando vagaba por el jardín con un libro en la mano. Se sentaba a su lado cada vez que tenía oportunidad de hacerlo sin que su padre lanzara un largo silbido de burla o de aprobación hacia la sobrina, cosa que al hijo desesperaba. Siempre había dicho que la encontraba engreída, pero ahora olvidó su juicio y discurrió invitarla a bañarse en el canal a la hora en que toda la casa dormía la siesta.
De alguna manera lo supo mi tío y aprovechó la quietud del patio para acercarse a mirarlos desde la reja que limitaba el jardín del potrero del fondo, donde corría el canal, comentando después a la abuela que estos niños se bañaban casi desnudos. La abuela se sobresaltó un instante, pero prefirió orillar el problema contestando algo de los tiempos, de las debilidades de las madres y del uso indebido de trajes de baño que parecían pañuelos. Pero no se allegó a la reja, porque cerciorarse era peor que suponer un hecho y la abuela no quería disgustos innecesarios.
Yo también los seguí al fondo del jardín, pero encontré a Angélica sola arrastrando una silla de lona sin acertar a ubicarla en un sitio confortable. Al sol le daba calor, dijo, y a la sombra, frío, y la semisombra y el semisol la ponían nerviosa.
—Puede ser que logre estudiar algo —pasó la mano por mi pelo y me alejó de ella.
Sentada a algunos pasos, leía en voz alta su primera lección, como mi tía el diario, comiéndose las palabras y saltándose los párrafos apretados: “Padre nuestro que estás en los cielos,/ ¿por qué te has olvidado de mí?/ Te acordaste del fruto en febrero/ al llagarse su pulpa rubí./ ¡Llevo abierto también el costado/ y no quieres mirar hacia mí!”. Calló un instante, enternecida, y siguió con más emoción: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.
A medida que memorizaba el texto iba cogiendo su sentido y enamorándose de su voz. Cambió de ritmo y de inflexión, como mi tía inventaba nuevas voces para que sus versos me fueran tocando. Me divertí oyéndola. En poco rato aprendí de memoria la poesía y, al final de su lectura, comencé a recitar la primera estrofa.
—¡Bah —gritó como si me descubriera—, ya la sabes! Entonces puedes tomármela a mí.
—Pásame el libro —dije, para darme importancia.
—¿Y para qué lo quieres, tonta?
—Me gusta.
—Pero si no lo ves.
Traté de tragar la rabia que esa frase me producía, porque estaba consciente del favor que significaba servir a mi prima y cómo estaría de furioso José Luis cuando supiera que yo la ayudaba a estudiar. Desistí de explicarle que, teniendo el libro en mi mano, yo lo veía.
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