Comprendí en el silencio del aire que había terminado el milagro y que ya estaba por fin muerta, verdaderamente muerta, clavada en una cruz y, por ello, eternamente llena de gloria.
Esperé. Mi espalda se apegaba realmente a la tabla. Esperé y mis manos sintieron en realidad el entrar de los clavos. Esperé y mis pies sufrieron un gran reconocimiento. Esperé las risas de los niños y deseé decirles que continuaran, que me gustaba el juego, que cada uno estaba representando su papel en el acto. Solo deseaba ahora ver a Jesús, ahora que nos comprendíamos, ahora que éramos una sola carne, ahora que éramos Él y yo una sola cruz.
No supe en qué momento se detuvo el suplicio y cuándo huyeron uno por uno mis compañeros de juego. No oía nada. Vagamente creo recordar que cesaron de jadear sus gargantas y el silencio de ellos fue helado y angustioso. Solo deseaba dormir, continuar eternamente durmiendo. Se habían ido sin saberlo yo. Se fueron, dejándome allí con los brazos extendidos en medio del potrero, cara abierta a la tarde.
El frío de la noche me obligó a volver a casa. No sentí ruido alguno a mi alrededor, pero me sabía vigilada. Todos parecen estar muertos. No encontré a nadie y tuve cierto recelo. Comí sola en la cocina y me fui a acostar. No recuerdo que entonces haya venido mi madre o mi abuela a darme las buenas noches.
Dormí muy bien y cuando desperté a la mañana siguiente y supe que toda la familia se reunía para abrir la correspondencia del día, esperé a José Luis para estar un rato con él. Pero no se me acercó.
Durante el resto del verano no volvió a hablarme. La Semana Santa terminó. Oí que tenía que volver a su casa.
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