—Eres analfabeta y te pondrás cada día más burra —repitió él con paciencia—. Con el tiempo puedes dejar de ser analfabeta, pero con estos argumentos tuyos seguirás igualmente ignorante. Nadie puede dejar de ser un ignorante viviendo en esta casa.
—¿Qué tiene esta casa?
—Está estancada.
—¿No te gusta vivir aquí? —creí que iba a llorar de pena.
—¿Crees que soy un ente como tú? —preguntó—. No soy idiota. Aguanto porque no me queda otra cosa. No tengo plata ni casa a dónde ir, pero si yo pudiera… hace mucho rato que habría volado a otra parte.
La idea me pareció fantástica. Nunca antes pensé que se pudiera uno ir a otra parte, menos aún volar, y menos que menos vivir en otra casa. Nunca supe que el dinero era importante ni su falta, una limitación. Desde ese momento, el dinero comenzó a tomar una dimensión creciente y desmesurada, un poder mágico. Traté de imaginarme cómo podría yo andar sola por el mundo y entonces José Luis repuso que los ciegos tenían un bastón blanco que les abría el camino y les servía de apoyo. Ahora fueron los bastones los que tomaron blancuras mágicas. Con los años, siempre que me hablaban de dinero pienso en bastones y por ello tengo en la mente a las personas que tienen mucho dinero como seres rodeados de bastones donde ellos, al estirar la mano, escogen el que les acomode mejor. Los ricos escogen sus bastones. Algunos pueden cambiar uno más duro por otro de madera suave y hasta por uno de material sintético; otros deben tratar de no extraviar el único que poseen para proseguir su camino. Hay personas con miles de bastones, millones de bastones, casas hechas de bastones y arcas con bastones guardados; otras con una pila de bastones arrimadas a la puerta. Hay yates de bastones y edificios y automóviles con el color blanco y suave de los mejores bastones. Aunque en mis manos el dinero sonaba y era redondo, no logré disociar ambas imágenes, que si bien eran distintas en su forma, eran parecidas en su primitiva sensación.
Pregunté un día a mi madre que por qué hacíamos tantas cruces para persignarnos y ella comenzó a contar la historia de Jesús, de quien yo conocía de paso una que otra anécdota, dándole esencial marco al momento de la crucifixión. Tuve la sensación entonces de que para ella no eran tan importantes el nacimiento, el milagro, la resurrección: era especialmente devota de la crucifixión. Esa vez la clase de catecismo tuvo resonancia en mí. Sentí una dolorosa transformación interior, y mientras pensaba si eso sería dejar la ignorancia, la idea de la cruz tomaba forma en mis dedos y en mis espaldas. Mientras mi madre hablaba, sentía que todo mi cuerpo era de madera y que se adaptaba perfectamente a la cruz. Salí corriendo al jardín, porque tenía que pensar cómo era posible poner dos tablas en forma de cruz y una alegría extraña y contradictoria sentía en mí.
Meditando me quedé dormida y cuando desperté oí las voces de los niños tras una pirca semiderruida. José Luis, como siempre, dirigía el conjunto y su voz callaba o alentaba a los hijos de la cocinera y otros vecinos con quienes solía jugar a la pelota. Hablaban en voz baja y eso me alentó a escucharlos, pues pasar inadvertida era la forma de oír muchas cosas. Trataban de convencer a una de que fuera a robar cigarrillos a su padre. Se disponía a saltar la pirca y ya no tenía tiempo de escapar. Los esperé de frente, temblando, y en ese instante sentí a uno que daba la voz de alarma.
—Tenía que estar oyendo.
—Yo los acompaño.
—Las mujeres no fuman, eso es cosa de hombres.
—Ya, ándate…, tú eres ciega.
—Que se vaya esta chiquilla.
—Ándate, miéchica, ¿oíste?
—Qué más da, si ella no le cuenta a nadie —intercedió José Luis.
Pero como sentí que me tomaban de los brazos, me eché con rabia al suelo y comencé a patear hacia todos lados para alcanzar a quien se me acercase. Echada sobre mi espalda y girando en redondo, mis piernas se convertían en peligrosas aspas que dolían y exasperaban a la pandilla. Lanzaba patadas a una velocidad vertiginosa sin darles tiempo a que me agarrasen.
—Es bruta.
—Pégale con esa piedra.
—¡A que yo la pesco!
—Esta mocosa de mierda no creerá que tiene más fuerzas que yo.
José Luis se abalanzó contra mí con tal fuerza que recibió una patada en la nariz, lo que le provocó sangre, humillación y más rabia.
Ahora pateaba yo como enloquecida; olía su sangre, que también me llegaba en sus manotazos. En un momento de debilidad me detuvo y arrastrándome furibundo, agarrada de una pierna, seguía repitiendo entre sollozos de ira contenida:
—Si cree que se la puede conmigo, ya verá.
Cuando recuerdo esta escena me parece inventada. No comprendo cómo los niños son capaces de tanta violencia, cómo una vez que pierden la línea, el miedo o la pasión los ciega. Es mucho más cruel un niño que el más malvado de los hombres. Nunca vi tanta furia en tantos niños ni tanta ciega pasión. Lo sé, porque yo la sentía igual, como si cada cual me la estuviese comunicando y yo se la devolviese centuplicada. Solo la debilidad de un niño convierte su rabia en inofensiva. Si sus fuerzas fueran brutales, habría más homicidas niños.
Cuando me sentí devorada por la ira, cuando los sentí a todos tanto o más encolerizados que yo, tuve miedo, horror y no vi nada, se borraron de mí todas las imágenes y fui, por un lapso, totalmente ciega. Comencé a gritar. Al verme ya impotente, los secuaces de mi primo, sin temor a mis pobres manos temblorosas y débiles, me levantaron del torso, arrastrándome sofocaban mis gritos con las pocas manos que quedaron libres. Llevándome en vilo a veces, sobre mi espalda otras, corrieron hasta el más lejano potrero, desde donde mi voz no podía llegar a nadie. En ese momento, uno descubrió un pañuelo en su bolsillo y, deteniéndome para amordazarme, continuaron más libres la inusitada carrera por los surcos. Perdidas las esperanzas de ser escuchada, dejé de gritar y el pañuelo hirió menos la boca callada.
Me tendieron de espaldas en el suelo, sacaron la mordaza empapada de saliva. Sentía en mis espaldas los terrones arados y restos de hierba seca me pinchaban. El sol hería mis ojos al tocarlos tan directamente y por cerrarlos más arrugaba tan horrorosamente el ceño que ellos continuaron con su tarea exacerbados por mi gesto huraño. No deseaba continuar llorando. Comprendía ahora que estábamos jugando y que era mejor reír para que la diversión resultara verdadera. ¿Qué harían conmigo? Jadeaban sobre mí como perros cansados. Siempre me había gustado sentir la lengua de los perros en mi cuello y en mis brazos, y comencé a recuperar mi alegría.
—Tráete dos palos grandes —ordenó José Luis—. Vamos a crucificarla.
Sentí que arrastraban tablas del cerco y una inmensa felicidad comenzó a invadirme. No deseaba hablar para no interrumpir el trabajo ni mi propia emoción.
Sobre los palos cruzados me acostaron y de inmediato mi espalda comenzó a amoldarse a la forma del madero. Sujetaron firmemente mis manos extendidas y mis pies semiabiertos.
—No tenemos clavos —balbuceó alguien, y quise comenzar a gritar de nuevo, pero no pude hacerlo. Varias manos apretaban mi boca.
—No importa… es fácil de encontrar.
Recuerdo con una extraordinaria claridad ese instante, extraña en mi miedo, en mi oscuridad y en mi encontrada emoción. Los imaginaba armados de clavos, de martillos y de lanzas. Entonces, el grito se me dio vuelta hacia atrás y el ahogo fue convirtiéndose en un estertor de suma dicha. ¿Ira?, ¿miedo?, ¿placer? Plenitud diversa, una alta tensión nerviosa antes desconocida e imposible de analizar en esos cortos años. Conservo ese sentimiento como el misterio. El grande y único misterio de mi sencilla infancia. Coronación, flagelación, resurrección, dolor y gozo. Misterio. Sentí una inefable alegría, una alegría que desbordó mi límite corporal. Nunca lo he contado a nadie, he callado el secreto de mi luz, de la inmensa luz, la primera y última luz que vi claramente con mis ojos. Desarrugué mis párpados y se estiraron sin tendones los músculos de todo mi cuerpo; estuve lacia, inerte, luminosa; abrí al sol los párpados y vi el sol redondo, incoloro, inmenso y soporté sin parpadear sus rayos. En ese instante vi mil cosas desconocidas y me llené de ellas para toda la vida. A pesar de mis años acepté el misterio y sentí evidente la transformación que se operaba en mí. Doblé la cabeza, sonreí contenta y esperé.
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