En tiempos recientes, tales tradiciones se han vuelto otra vez comunes, particularmente entre protestantes. Una vez más, se han ofrecido varias fechas en las que supuestamente el mundo llegaría a su fin. Pero todas ellas han pasado, y todavía el mundo está ahí. Hubo quienes estaban convencidos de que Hitler era la bestia y que la batalla contra él sería el grande y final Armagedón. Después otros decidieron que la bestia era la Unión Soviética, postura que adoptaron también algunos altos personajes en el gobierno norteamericano. Más tarde se ha dicho que la bestia no es ninguno de aquellos, sino el Mercado Común Europeo, o la Unión Europea, o el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, o el Ejército de Liberación de Palestina, o China…
Tales interpretaciones presentan varias dificultades. La más obvia es que muchas de ellas han resultado erradas. Con esto debía bastarnos para acercarnos con cautela a cualquier nueva interpretación semejante. Pero hay un problema todavía más serio respecto a tales interpretaciones futuristas: implica que el libro no tenía nada que decirles a las muchas generaciones entre Juan de Patmos y quien hoy lo interpreta. Supongamos por ejemplo que el gobierno comunista de China es la bestia. Eso quiere decir que cuando Agustín en el siglo cuarto, o Lutero en el dieciséis, o Wesley en el dieciocho, lo leyeron, no tenía nada que decirles, pues la bestia no aparecería sino en el siglo XX. Y, lo que es todavía peor, esto implicaría que cuando Juan, exiliado en Patmos y preocupado por las congregaciones que habían quedado en Asia, les escribió, sencillamente les mandó algo que no podían entender, y que no les daba otro consuelo que saber que en alguna generación lejana lo que Juan decía tendría sentido. Cuando nos detenemos a pensarlo, tales interpretaciones futuristas son increíblemente egocéntricas, pues dan a entender que la nuestra es la única generación para la que este libro es Palabra de Dios.
Al otro extremo, también hay intérpretes que dan entender que el libro tenía importancia solamente en el pasado, cuando se escribió. Según tales interpretaciones, Juan estaba escribiendo acerca de acontecimientos que estaban teniendo lugar en sus días, o que podía vislumbrar que sucederían pronto, en el futuro inmediato. Les escribió a las iglesias en Asia para darles consuelo y fortaleza. Sus palabras no eran para nadie, sino para aquellas siete iglesias en el siglo primero. Por tanto, según este modo de entender el Apocalipsis, el libro tiene valor solamente como una pieza histórica, que nos ayuda a entender lo que acontecía entonces, y no debemos preocuparnos por lo que diga hoy. Tales interpretaciones tienen su medida de verdad: para entender este libro es necesario entender las circunstancias en que fue escrito. Sin tal examen, el libro se nos vuelve una serie de declaraciones crípticas que no parecen tener sentido y nos invitan a especulaciones descabelladas.
Pero no basta con tal interpretación. Nos interesa leer y entender este libro, no solamente porque es un documento interesante que ilustra el pasado, sino también y sobre todo porque, como creyentes, vivimos de la misma esperanza y del mismo futuro que Juan les anunció a sus lectores: el futuro cuando los propósitos de Dios se cumplirán. Juan les recordó a sus lectores, y también nos recuerda a nosotros, que tenían y que tenemos una esperanza que no nos puede ser arrebatada, una visión de los propósitos de Dios para el mundo, y que es a partir de esa visión que hemos de vivir hoy. Su esperanza, y la nuestra, se basan en acontecimientos pasados que garantizan el final de la historia, acontecimientos tales como la encarnación, crucifixión y resurrección de Jesucristo.
La esperanza de Juan no se fundamenta en un descubrimiento secreto o en una visión que le haya dicho exactamente el orden en que tendrían lugar los acontecimientos, sino más bien en lo que era entonces, y sigue siendo hoy, elemento fundamental de la fe cristiana: que no tenemos por qué temer el fin de la historia, porque ya lo hemos visto anunciado y ejemplificado en Jesucristo. Nuestro interés al leer este libro no es futurista en el sentido de tratar de descubrir lo próximo que ha de suceder. Tampoco es un interés anticuario en el sentido de tratar de enterarnos de las condiciones en que el libro fue escrito. Leemos y estudiamos el Apocalipsis porque estamos convencidos de que el Dios que a través de él les habló a los cristianos en el siglo primero, y que después les ha hablado a tantos otros creyentes, también nos habla y hablará hoy en nuestro siglo.
Esto requiere un método de interpretación diferente, un método que ha de ser a la vez histórico y futurista. Debemos emplear el análisis histórico del texto y de su contexto a fin de entender lo que Juan les estaba diciendo a las iglesias en Asia a finales de aquel primer siglo. Pero no basta con eso. También tenemos que leer el libro como quienes participamos de la misma fe de Juan, así como de su visión de los propósitos de Dios para la creación y para nosotros. Juan entendía que esos propósitos ya se estaban cumpliendo y se habían manifestado también en algunos acontecimientos pasados, particularmente en la obra de Cristo.
Lo que Juan les estaba diciendo a sus lectores originales es que los cristianos hemos de vivir nuestras vidas, no a partir de las presiones y conveniencias presentes, sino más bien a partir de una visión del futuro que proviene de nuestra fe. La verdad es que vivimos la mayor parte de nuestras vidas, no solamente a partir del pasado, sino también del futuro, de lo que esperamos ser al llegar a la vida adulta, de dónde quisiéramos trabajar, de lo que esperamos para nuestros hijos, de nuestros planes de jubilación, etc. Luego, una visión diferente del futuro –una visión como la que Juan nos ofrece en este libro– debería llevarnos también a una vida diferente.
Es con ese propósito de descubrir la voluntad de Dios que nos embarcamos en el estudio del Apocalipsis.
CAPÍTULO I
El escenario: Apocalipsis 1:1-20
Título y bendición: Apocalipsis 1:1-3
1La revelación de Jesucristo, que Dios le dio para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. La declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan, 2el cual ha dado testimonio de la palabra de Dios, del testimonio de Jesucristo y de todas las cosas que ha visto. 3Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas, porque el tiempo está cerca.
Por extraño que nos parezca a los lectores modernos, los primeros dos versículos del Apocalipsis son en realidad el título del libro. En la antigüedad no se acostumbraba a ponerles títulos a los libros, sino que normalmente se le llamaba por sus primeras palabras, y en algunas ocasiones se empezaba resumiendo el tema del libro y su autor.
El tema del libro es «la revelación de Jesucristo». Puesto que en griego la palabra «revelación» es «apocalipsis», pronto se le dio al libro el título de su primera palabra. Resulta interesante que esa palabra no vuelve a aparecer en todo el libro. Pero ciertamente resumen su contenido, que se trata de una revelación.
Si leemos el pasaje con detenimiento veremos que Juan no dice que la revelación le haya sido dada a él, sino que Dios se la dio a Jesucristo «para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto». Esto bien puede referirse a la creciente tensión entre los cristianos y la sociedad circundante que pronto acabaría en persecución. Si lo entendemos en el sentido de que lo que sucederá «pronto» es el cumplimiento de todo el plan de Dios, tal pareciera que Juan se equivocaba. ¿Le resta esto autoridad? Si, como frecuentemente se piensa, Juan estaba ofreciendo un programa del fin del mundo y las cosas que ocurrirían en torno a él, bien parecería que se equivocó, pues hace casi 2000 años escribió estas palabras y el fin esperado no ha llegado. Si, por otra parte, el mensaje de Juan es esencialmente una invitación a confiar en Dios, en cuyas manos está el futuro y, sobre la base de esa confianza, a resistir toda tentación a la infidelidad y a aceptar los males de la sociedad, su mensaje sigue siendo válido, aun cuando todavía no haya llegado el fin que Juan prometió. El meollo del mensaje de Juan no es cuestión de fechas, sino del triunfo final de Dios sobre toda maldad.
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