Tradicionalmente se ha dicho que el autor del Apocalipsis es el mismo que escribió el Cuarto Evangelio, es decir, el Evangelio de Juan. Pero hoy la mayoría de los estudiosos de la Biblia concuerda en que los estilos de estos dos libros y su trasfondo cultural son tan diferentes que no es posible adscribirlos ambos al mismo autor. Mientras que el Cuarto Evangelio emplea un griego que es a la vez popular y pulido, no cabe duda de que quien escribió el Apocalipsis se sentía más a gusto con el arameo –el idioma que se hablaba comúnmente en Palestina y que los judíos de aquel entonces llamaban «hebreo»–.
Como hemos dicho, el autor del Apocalipsis era buen conocedor de las Escrituras hebreas, así como de otras tradiciones judías más recientes. Las imágenes que emplea son semejantes a las del libro de Daniel y de otra literatura judía que circulaba en el siglo primero. Su griego es a veces extraño, como resulta frecuentemente en el caso de quien piensa en un idioma y escribe en otro. Lo que es más, mientras todos los otros autores del Nuevo Testamento al citar el Antiguo Testamento emplean la traducción al griego que circulaba entonces entre los judíos helenistas –comúnmente conocida como la Septuaginta– Juan o bien cita de una traducción completamente diferente o –lo que es más probable– sencillamente va traduciendo al griego pasajes que conoce en hebreo.
Todo esto nos da a entender que Juan era una persona de origen judío –probablemente de Palestina– que había aceptado la fe cristiana. Las tradiciones que le adscriben el Cuarto Evangelio también dicen que era Juan el apóstol, el hijo de Zebedeo. Esto es posible, al menos en teoría, y no hay modo de probarlo en un sentido ni en otro. Si tal es el caso, Juan debería ser muy anciano al escribir este libro. Pero en verdad la pregunta acerca de quién fue el autor del libro tiene pocas consecuencias en cuanto al modo en que se le ha de interpretar.
Los primeros lectores
Juan nos dice que estaba en la isla de Patmos «por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo» (1:9), y que fue allí que tuvo una visión y recibió el mandato de escribirla y hacérsela llegar a las siete iglesias de la provincia de Asia (que no era el continente que hoy llamamos así, sino el extremo occidental de Anatolia, lo que hoy es Turquía). Al comentar el texto mismo, aprenderemos más acerca de cada una de esas iglesias. En términos generales podemos dar por sentado que la mayoría de sus lectores serían judíos convertidos al cristianismo, pues de otro modo es difícil ver cómo podrían entender lo que Juan les escribía, tan lleno de referencias a las Escrituras hebreas que solamente quien estuviera profundamente sumergido en la tradición judía podría entenderlo. Al leer el libro veremos también que, al menos en algunos círculos, se debatía quiénes eran los «verdaderos» judíos, es decir, los legítimos herederos de las promesas que Abrahán había recibido.
Aparentemente había algunos desacuerdos entre los cristianos en Asia en cuanto a cómo relacionarse con la sociedad circundante. Unos estaban más dispuestos que otros a hacer concesiones. En una sociedad en que las prácticas religiosas dominaban, como comúnmente sucedía en cualquier sociedad antigua, los cristianos se veían constantemente en la necesidad de decidir hasta qué punto podían o debían hacer concesiones a esa sociedad por razones sociales y económicas, o quizá hasta para salvar su vida. Quien tenía un oficio cualquiera, tendría que decidir si debía unirse al gremio de quienes lo practicaban –o si ya era miembro, si no debía retirarse de él–. Quien no se unía al gremio se vería impedido de practicar su oficio. Quien se unía, tendría que participar de sus ceremonias religiosas, puesto que los gremios de entonces se organizaban en torno al servicio y protección de un dios que les servía de patrono. De manera semejante, quien era esclavo probablemente tendría que enfrentarse a las objeciones del amo no cristiano, quien además exigiría su presencia en sus propios ritos religiosos. Quien era empleado del gobierno también tendría que participar en una serie de ceremonias paganas. Quien era una mujer libre, y en teoría señora de su casa, tendría que acompañar a su esposo pagano en prácticas de adoración inaceptables para los cristianos. Quienquiera que uno fuera, siempre tendría que enfrentarse a presiones semejantes.
En algunas de las iglesias a las que Juan envió el Apocalipsis, había quienes pensaban que debían ajustarse en tales cosas a la sociedad circundante. Otros que pensaban diferentemente tenían que pagar un alto precio –como posiblemente le sucedió a Antipas en Pérgamo (2:13)–. El propio Juan se contaba entre quienes no estaban dispuestos a aceptar componenda alguna, puesto que estaba convencido de que los cristianos no debían tener trato con la idolatría. Por tanto, parte del propósito de su libro es fortalecer y alentar a quienes están sufriendo por razón de su fidelidad a Cristo y al mismo tiempo reprender y llamar al arrepentimiento a quienes han enflaquecido en su obediencia.
Tradicionalmente se ha pensado que cuando el Apocalipsis fue escrito los cristianos sufrían bajo la persecución severa del emperador Domiciano, frecuentemente descrito como un megalomaníaco que no podía aceptar el que los cristianos y los judíos se negaran a adorarle como a un dios. Hoy hay dudas entre los historiadores acerca de si este cuadro de Domiciano, que nos ha llegado mayormente a través de sus enemigos y de los defensores de la dinastía que le sucedió, es fidedigno. Probablemente lo cierto sea que Juan no escribió el Apocalipsis en tiempos de una persecución severa, sino en condiciones más complejas.
Aparentemente no se trataba de una persecución general contra los cristianos, sino de los conflictos que necesariamente surgirían por una parte entre los cristianos en su generalidad y la sociedad, y por otra entre cristianos que no concordaban entre sí en cuanto a sus relaciones con la sociedad circundante. Entre estos cristianos, quienes insistían en permanecer fieles en todo eran objeto de la ira del gobierno, que no podía entender tal intransigencia. Desde la perspectiva del gobierno y de buena parte de la sociedad, estos cristianos eran personajes subversivos cuya conducta antisocial debía ser castigada. En cuanto al propio Juan, estaba convencido de que su llamada a una fidelidad más firme por parte de la iglesia y de los creyentes llevaría a mayores dificultades.
Varias de las iglesias a las que Juan dirigió su libro habían sido fundadas décadas antes. Algunos de sus miembros serían cristianos de segunda y hasta de tercera generación. El fervor inicial comenzaba a retroceder, y cada vez parecía más atractiva la posibilidad de llegar a algún arreglo con la sociedad circundante. ¿Debían los cristianos permanecer por siempre al margen de la vida económica, cuando todo lo que tendrían que hacer para evitarlo sería unirse a un gremio y participar en su culto? ¿No podrían quienes tenían algún cargo en el gobierno ceder y practicar un cristianismo más flexible? No es difícil imaginar el debate que tendría lugar en esas iglesias, el dolor y la desilusión de algunos cuando un hermano o hermana cedía ante la idolatría, y el gozo de otros cuando alguien, tras hacer alguna aparentemente ligera concesión, podía adelantar en la escala social y económica.
El libro de Apocalipsis
Juan se contaba entre quienes estaban convencidos de que ceder en tales cuestiones era caer en idolatría. Según una tradición que nos ha llegado, Juan estaba en Patmos porque había sido exiliado por razón de su fe. Sus propias palabras pueden entenderse en este sentido: «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia de Jesucristo, estaba en la isla llamada Patmos» (1:9). No cabe duda de que su libro toma el partido de quienes pensaban que toda concesión a las prácticas paganas era condenable, y que por tanto era necesario llamar a los fieles a una estricta perseverancia en la fe.
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