[14]Sobre la influencia del positivismo de Comte sobre George Eliot, cfr. Wright, 1981 y 1986. Eliot resulta muy atractiva para los críticos contemporáneos porque sus relatos confirman y niegan la «verdad» de que la ciencia es capaz de dotarnos de una nueva cosmología moral. Esta doble lectura de sus novelas en Beer, 1986 y Dale, 1989, pp. 85-101 y 129-163. Su ambigua relación con la ciencia social vista a través del prisma de la confrontación con Herbert Spencer, en Paxton, 1991.
[15]Aparte de escribir en las revistas más importantes, Émile Littré fundó y editó la Revue de Philosophie Positive (1867-1883), que tuvo gran importancia para los positivistas republicanos. Cfr. Simon, 1963, pp. 15-39. Los seguidores de Comte en Francia estaban divididos en un grupo ortodoxo, liderado por Pierre Lafitte, y el grupo disidente de Littré, del que formaban parte los biólogos Charles Robin y L. A. Second, y que rompió con Comte en 1852 por razones políticas. Littré, eminente filólogo e historiador, autor del magistral Dictionnaire de la Langue Française (1863-1878) y destacado político (en calidad de diputado y, posteriormente, senador) tras 1870, popularizó las doctrinas de Comte en Francia. Un análisis detallado del papel que desempeñó, en Hazareesingh, 2001, pp. 23-83.
[16]Los debates sobre el carácter «liberal» o «republicano» de la Tercera República, sobre todo sus deudas con regímenes anteriores y su legado para el presente, sigue vivo. Pero, incluso en medio de un revival del interés por el liberalismo en Francia, existe la tendencia a considerar al liberalismo y al republicanismo tipos ideales opuestos y a analizarlos exclusivamente bajo el prisma de la tradición intelectual francesa. Mona Ozouf aduce como prueba del iliberalismo de la Tercera República que sus fundadores estaban más cerca de Comte que de la Ilustración. Cfr. «Entre l’esprit des Lumières et la lettre positiviste: Les républicains sous l’Empire», en Furet y Ozouf (eds.), 1993. Por mi parte, sugiero que estamos ante una influencia mutua de nuevos lenguajes legitimadores y novedosas prácticas políticas. Un relato interesante sobre los orígenes liberales de las prácticas políticas en tiempos del Segundo Imperio, sobre todo en torno a las ideas de libertad local y tolerancia al debate, en Hazareesingh, 1998. Esta obra de Hazareesingh sobre la cultura política del Segundo Imperio hace hincapié en el incremento de la identificación política municipal y habla de las exitosas luchas liberales para hacer realidad los principios de una discusión pública razonada a nivel local (1998, pp. 306-321).
[17]En un ensayo más largo hubiera entreverado en estos esbozos comparados el destino del darwinismo (una sutil discusión de las «conversaciones» que pivotaron en torno al evolucionismo en Alemania, Inglaterra y Francia, en Burrow, 2000, pp. 31-108). La teoría científica de la selección natural, que defendía, por un lado, fines individualistas y no intervencionistas mientras pretendía demostrar la superioridad de los fines cooperativos de la solidarité y la necesidad de acción gubernamental, tenía más de una deriva política. En Francia, el lenguaje del darwinismo, en concreto las ideas de lucha competitiva y de selección natural, tuvo mucho eco en las décadas de 1880 y 1890. La extrema derecha usó estas ideas para legitimar el racismo y combatir a los racionalistas republicanos en su propio ámbito «científico». Los republicanos liberales, por su parte, creían que la selección natural también funcionaba a nivel de los organismos sociales y defendían una sociedad basada en la cooperación que se ocupara de los débiles (mujeres, niños y trabajadores).
VII
RADICALISMO, REPUBLICANISMO Y REVOLUCIÓN
De los principios de 1789 a los orígenes del terrorismo moderno
Gregory Claeys y Christine Lattek
INTRODUCCIÓN
La modernidad se ha definido esencialmente por el impulso revolucionario, así como por la opinión que alberguemos –sea esta crítica o laudatoria– sobre la Revolución francesa de 1789. En el siglo XIX se la asoció a prácticamente todos los movimientos radicales, republicanos y revolucionarios, y, hacia finales de la Primera Guerra Mundial, al derrocamiento de muchas casas reales de Europa. Sin embargo, los sucesos que condujeron al destronamiento de Luis XVI no fueron inevitablemente antimonárquicos; de hecho, culminaron en una dictadura imperial. La idea de revolución, asociada asimismo a la independencia norteamericana, se acabó identificando con el principio de soberanía popular. También estaba vinculada a la eclosión de las aspiraciones nacionalistas que definen el periodo, así como a las causas de la reacción y a la creación del conservadurismo moderno en las obras de Burke, Bonald y otros [1]. Aunque el modelo de la monarquía constitucional limitada británica, basada en el imperio de la ley, fue fundamental para los reformistas del siglo XVIII del mundo entero, fue sustituido a lo largo del siglo XIX por los ideales surgidos de las revoluciones de 1776, 1789 y 1848. El concepto mismo de «revolución», que en tiempos se había entendido como una restauración o vuelta a condiciones previas, adoptó el significado de derrocamiento violento de regímenes en nombre de la soberanía popular, de afianzamiento étnico/nacional, o de ambos. Era el diseño consciente, con arreglo a los principios de la razón, de una estructura que hasta entonces se había considerado algo natural y orgánico, un orden fruto de la inspiración divina [2]. Sus adversarios también solían vincularla a una exigencia obsesiva de autonomía individual, al aumento del individualismo comercial y societario y al deseo de romper con las formas tradicionales de autoridad, sobre todo con el paternalismo y la religión.
En la primera mitad del siglo, los liberales invocaron el ideal revolucionario contra los autócratas; en la segunda, fueron cada vez más los socialistas, anarquistas y otros demócratas los que lo utilizaron contra la autocracia, la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y, con el tiempo, a medida que se difundía la «cuestión social», también contra el liberalismo. En los inicios se adoptó el ideal revolucionario en nombre de la libertad –un principio que seguiría evolucionando en Estados Unidos–, pero luego se lo ligó a la igualdad, la justicia y la ayuda a los pobres –aunque estos extremos también podían definirse en términos de restauración–, novedad e innovación. A veces el ideal revolucionario se mantuvo en la sombra, denostado por liberales y conservadores por igual. Los reformistas que pedían una extensión del sufragio masculino (la meta primera y fundamental de la mayoría de los demócratas del periodo) empezaron a vincular sus demandas a «cuestiones sociales», como la exigencia de un salario digno y una mejora en las condiciones laborales. A partir de 1848 estas exigencias se leían, cada vez más, en clave «socialista» y la meta de la revolución dejó de ser la «libertad» o la «democracia», definidas negativamente por contraposición al gobierno despótico, cuando se optó por cierta variante del principio de «asociación» como alternativa a la competitividad económica entre individuos (Proudhon, 1923a, pp. 75-99).
Concebida originalmente como un acto de rebelión bien definido y delimitado, la revolución acabó siendo un estado de ánimo, un proceso continuo, destinado a conservar el sentido de la virtud y del autosacrificio en permanence. (Desde un punto de vista negativo, podría considerarse una especie de orgía orwelliana de agitación constante, pensada para generar conformismo blandiendo la permanente amenaza de crisis, y justificar así la dictadura apelando al temor al enemigo externo.) Los revolucionarios se inspiraron en la idea rousseauniana de la voluntad general y afirmaron que podría representarla una elite de revolucionarios comprometidos del partido que decidiría en nombre de la mayoría. Algunos creían que un líder carismático, casi providencial, podría ostentar la representación de ese partido. Invocando el derecho histórico, constitucional o moral a resistir a la tiranía, los demócratas también aceptaban, a veces por necesidad, ciertos enfoques conspiratorios del cambio político que justificaban incluso la violencia individual, el «terror» y el asesinato. La presión a favor de la democracia y de una creciente igualación social fue inexorable en la Europa del siglo XIX, y, poco a poco, también en otros lugares. La Restauración de 1815 sólo alivió temporalmente esa presión desde abajo a favor de la democracia política. Como se señala en uno de los eslóganes clásicos del ideal revolucionario de la época, la reacción fue la causa de nuevas revoluciones (Proudhon, 1923a, pp. 13-39).
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