Además del despacho de Recondo, había una habitación grande, con una mesa de comedor para muchos, una buena mesa, incautada en una casa de San Isidro, con sus doce sillas. Nunca se reunían doce. Los grupos eran más reducidos. Con Labastida trabajaban nueve, incluido Roselli. Junto a esa sala, se había montado una cocina. Todos comían bien, y a algunos les gustaba cocinar. De hecho, uno de ellos, al que llamaban Lobito, era dueño de un restaurante. De selecta clientela, probablemente: gente de poder. Por ahí, alrededor de la mesa, junto a las paredes, en las habitaciones de alrededor, se iban acumulando objetos. Botín. El material que, de tanto en tanto, se enviaba a las casas de subastas, debidamente legalizado. Cuadros, platería, loza, instrumentos musicales, binoculares, abrigos de visón, astracán, nutria, mantones tal vez de Manila, esas cosas.
Abajo, en los sótanos, estaba el campo. El territorio del espanto.
Digamos que una noche están reunidos, cenando. La mesa, con mantel de hilo, está generosamente servida. Al fondo, hay un piano de cola. Apoyados en él, dos cuadros de firma, bien enmarcados. Encima de la tapa, una guitarra y un ventilador. No es decoración: es pecado. Sobre una mesilla de noche impar hay una radio y en ella suena una canción de moda. La misma canción tonta del verano que puede haber sonado en casa de la familia de Jaime.
Son seis o siete hombres. Labastida es uno de ellos. Todos conversan entre sí en voz muy alta, casi a gritos. Labastida, que no participa, se pone de pie sin que nadie repare en él, da unos pasos y apaga la radio. Da dos palmadas y se hace un repentino silencio.
—¡A trabajar! —ordena.
Uno de los hombres se le queda mirando, como si no entendiera.
—A trabajar —repite Labastida para él—. ¿O vos no querés hacerte millonario? —se lo dice con una especie de sonrisa.
—Sí, claro —contesta el hombre, levantándose de su silla y sacudiéndose migas del pantalón.
—Andá, entonces —manda el capitán—. Vos, esta noche, con el grupo del Negro, a esa casa de Liniers. Está controlada, ¿no?
—Sí señor.
—Los demás, con el Pelado, a buscar a los del teatrito ése, que termina la función a las doce —lo dice haciendo sonar la uña del índice derecho contra el cristal del reloj—. No quiero que haya público. ¡Vamos, vamos, a trabajar! —se impacienta.
Tras eso, Labastida se acerca a la mesa, bebe un sorbo de vino, se seca la boca con una servilleta y sale de la habitación con ella en la mano. Va hacia el interior del edificio. Los demás se quedan ahí, poniéndose las chaquetas y revisando las armas.
Labastida corre una cortina, dos o tres despachos vacíos más allá, y baja por una escalera de caracol hasta una puerta de metal. En el momento en que la abre, entra en una ola de música de rock atronadora. Era habitual. Batería. Sobre todo, batería. Al capitán no parece molestarle. Tiene delante un corredor lóbrego con puertas a los lados.
Va hacia la primera. Todavía lleva la servilleta en la mano. Descorre la mirilla: al otro lado hay una celda muy pequeña, una especie de cajón, donde el prisionero se ve obligado a permanecer de pie. Labastida le ve los ojos.
—Estás un poquito más abajo. ¿Doblaste las rodillas? ¿Las tenés apoyadas en la pared de enfrente? No te va a durar nada ese descanso. Enseguida duelen las rótulas y hay que estirarse de nuevo. Estés como estés, te va a doler. Ni desmayarte podés, porque algún dolor nuevo te va a despertar —habla en voz muy baja, casi dulce, a pesar del ruido: no le preocupa que el otro no le entienda: sabrá que lo está amenazando. Labastida sonríe y se seca las comisuras con la servilleta. Cierra la mirilla y va hacia otra puerta.
Ésta es la del calabozo grande.
Apenas iluminada por un foco blindado muy alto, en esta especie de cámara de cemento hay varias personas, mujeres y hombres, algunos sentados con la espalda contra la pared, otros tendidos en el piso. Todos tienen la cabeza cubierta con paños sujetos alrededor del cuello. La mayoría lleva la ropa manchada de sangre y vómitos. Un hombre, en el rincón más alejado de la mirilla, solloza inconteniblemente, todo su cuerpo se conmueve.
Labastida observa el conjunto, los mira uno por uno, conoce cada historia pasada y cada futuro, sabe lo que ellos no saben de sí mismos. Intenta echar la mano al bolsillo de la camisa para sacar un cigarrillo y se da cuenta de que aún sostiene la servilleta de la cena. La arroja a un lado y busca el tabaco.
Labastida entra en otra sala revestida de cemento. A un lado de la entrada, sobre un taburete bajo, hay un pasadiscos que suma sus estridencias al ruido general, que se apaga al cerrarse la puerta. En el centro, sobre una especie de mesa de autopsias, metálica y acanalada para el desagote de humores, hay un hombre tendido, encapuchado y desnudo. A la derecha, desde donde mira Labastida, hay un médico, que ausculta al yacente. A la izquierda, está el torturador, más irritado o descontrolado que de costumbre.
—Se quedó —dice el médico.
Labastida se acerca a la mesa y levanta la capucha. Unos centímetros, no necesita ver todo el rostro, sólo quiere asegurarse de la identidad del muerto.
—Retírese —ordena el capitán al médico—. Y vos —al torturador, señalando la radio—, apagá esa mierda y vení para acá.
El médico obedece sin una palabra, el otro apaga el pasadiscos y vuelve a su sitio, y los dos, Labastida y su subordinado, quedan frente a frente, uno a cada lado de la mesa. O del cadáver.
—Ya sé que te gusta tu trabajo, Coria —en la voz del jefe hay un tono de reproche, a la vez que una cierta, temible ternura: que el destino te libre de ser amado por el diablo—. Ya sé que sos un vocacional en lo tuyo. Pero decime, ¿no sabías que por éste ya habían pagado?
—Sí, capitán, pero, por si acaso…
—Por si acaso un carajo, Coria. Estos pibes no tienen nada que contarnos. ¿O crees de verdad que hay algo que ellos sepan que nosotros no sepamos?
—Yo no, pero ellos sí que se lo creen…
—Y vos te divertís con eso, ¿no?
—Un poco, sí.
—Cuidate, nene —y Labastida estira un brazo por encima de la mesa, o del cadáver, para poner la mano en el hombro de Coria—. Tenés mujer y un hijo, y un día vas a irte a casa y no vas a poder parar, vas a seguir haciendo lo mismo que acá… Y eso no es bueno para la familia…
—No, claro… mi hijo… —pretende argumentar Coria.
—No me contés nada, por favor —detiene las palabras del otro también con un gesto; después mira al muerto—. ¡Lástima! —dice—. ¡No vamos a poder cumplir! Que lo devuelvan igual.
—¿Al fiambre?
—Sí, claro. Que no se diga que no hacemos lo que podemos.
Los dos se alejan de la mesa, del cuerpo. Labastida va a hacia la salida y, de paso, da una palmada en el cuello de Coria, como lo haría con un caballo. Entonces, recuerda algo:
—Encargate de que a la nena ésa la devuelvan hoy —dice—. Que lo haga Roselli. Yo me voy.
Más o menos así debían de ser las cosas. Yo conocí el lugar, la celda individual, el calabozo grande, las salas, porque había tres. Cuando lo desmantelaron, en el ochenta y siete, el comedor seguía lleno de piezas de arte, libros, el piano: yo vi el piano. Pero esto, la decisión de devolver a Betty, a Giulia, que puede haber sido así o de otra manera parecida, se tomó después de la negociación que llevó a cabo la abuela, a solas con Labastida, sin la molesta presencia de Ledesma, quien pese a todo lo que ha hecho por dinero, para ella sería un moralista incómodo.
Tiene que haber sido espantoso ese diálogo de monstruos.
Es un despacho diáfano, amplio, donde la mayor parte de las paredes está cubierta de ficheros de metal. Desde la ventana se ve el Río de la Plata, a no más de trescientos metros. Nada lo relaciona con el sombrío espacio en que se hace el verdadero trabajo. Labastida se levanta para ir al encuentro de la anciana, que entra en su silla de ruedas. Ella responde a su recepción con desdén y obvia cualquier ayuda: maneja la silla por sí misma y se acomoda ante el escritorio. El capitán regresa a su asiento, frente a ella, de espaldas a la ventana y al río.
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