—Hasta aquí, Ledesma, todo lo que me ha contado es normal. Con un vago toque Dickens, pero normal. Conozco biografías parecidas.
—Sí. Hasta aquí, todo normal, Romeu. Y lo que sigue también hubiera podido ser normal, si la Argentina hubiese sido un país normal.
—¿Qué tiene que ver la Argentina con todo esto?
—Usted vivió ahí —afirmó Ledesma.
—Me crié en Buenos Aires, y viví ahí hasta el setenta y cinco.
—Lo sé. También sé por qué regresó a Barcelona. Y cuándo volvió. Sé que, de tanto en tanto, viaja. ¿Le gusta ese país?
—Mucho. Es un país maravilloso. Pero, por momentos, es un infierno. El que uno ame un lugar no implica que lo recomiende.
—Tendrá que volver ahora —el tono de Ledesma no admitía réplica: lo dijo como si lo lamentara pero fuera inevitable. Y tal vez lo fuera.
—Deme una buena razón para ir a hacer algo allí —pidió Romeu.
—En eso estoy. En darle una buena razón. Déjeme continuar.
—Continúe.
—En los Estados Unidos, en Nueva York, para ser exactos, Betty conoció a Jaime.
—Un argentino.
—Sí. Un tipo encantador, por lo que parece. Seductor, como suelen serlo. Inteligente. Físico. Con más o menos la mitad de la cabeza llena de ciencia —estimó Ledesma.
—¿Y la otra mitad?
—Llena de revolución, marxismo vulgar mal digerido, culpas y ansias de redención, propia y ajena. Bazofia de época. Un hombre más preocupado por los demás que por sí mismo, lo cual constituye un peligro en cualquier caso.
—Jaime. ¿Cuál es su apellido?
—Era. Fainstein. Ninguna contradicción. Sisley Pound también era judío.
—Pero era rico. Y Jaime, sospecho, no lo era.
—No, no lo era —reconoció Ledesma.
—Triplemente víctima: judío, pobre y rebelde. ¿Qué hacía en Nueva York?
—Tenía una beca.
—O sea que pensaba marcharse de allí muy pronto.
—Tuvieron su cuarto de hora de felicidad perfecta. Tres meses. Al cabo de ese tiempo, él se despidió. Con lágrimas, sí, pero con una convicción mística respecto de su deber para con los oprimidos que aún hoy me da frío.
—Si he decirle la verdad, Ledesma, a mí también me da frío, pero siempre envidié a los tipos así. Yo nunca sentí esas cosas.
—Por eso está vivo. Pero también se metió en todo aquel barullo, ¿no?
—Correspondía hacerlo, si se tenía un mínimo de dignidad. Como correspondía huir si se tenía un mínimo de sensatez. No sé si son virtudes convergentes. Lo dudo.
—No lo son, no hace falta que dude. Pero Jaime no funcionaba por dignidad, sino por pasión. Y por un cierto delirio militar. Era otra cosa.
—Sí, era otra cosa. Sé lo que era, lo vi muchas veces. Estábamos en el momento en que él se despide.
—Se despiden, sí. Pero ella no tolera la separación, aunque él, tajante, no se desvíe de su proyecto. Él se marcha y, una semana más tarde, ella le sigue.
—¿Sin el acuerdo de él?
—Sin el acuerdo de él. En contra de él.
—¿Le encontró en Buenos Aires?
—Sí, tenía la dirección de la madre. Dio con él. No me pregunte cómo la recibió. No lo sé.
—Y tal vez no importe. ¿Vivieron juntos?
—Ella alquiló un piso. Él iba y venía. Pero la fue integrando a la familia. Comían con la madre los domingos en que él andaba por ahí. Fueron a la boda de una prima. Con limitaciones, ella era feliz.
—¿Usted estaba en contacto?
—Me escribía a veces. Lo hizo mientras pudo.
—¿Cuándo dejó de poder, Ledesma? Acelere, resuma, me está poniendo ansioso.
—Cuando los secuestraron.
—¿Los? ¿A los dos?
—A los dos. Quizá debiera decir a los tres, porque ella estaba embarazada.
—¡Joder! ¿Niño desaparecido?
—Niño y padre. De Jaime tampoco se volvió a saber.
—¿Y en eso quiere que me meta yo?
—Sí. En eso. Pero no se preocupe. No se trata de buscar al chico.
—¿Y de qué se trata, pues?
—De cuidarla a ella.
—Deme más detalles, por favor, Ledesma. Estoy realmente asustado. No sé quién es Giulia Brenan, no sé quién fue Betty Pound, no sé quién perdió un niño, ni cómo, ni qué me pide que haga. Esa parte de Buenos Aires me enferma.
—Escuche, Romeu. Escuche e imagine. Voy a empezar de nuevo.
3 Lo que imaginó Romeu / 1
Durante la noche oigo gemidos y voy a ver qué pasa.
RAYMOND CHANDLER,
El largo adiós
Una casa modesta en Buenos Aires, en el barrio de Villa Crespo. Un patio entoldado. Año setenta y seis: los militares están a punto de tomar el poder formalmente, aunque hace mucho que lo ejercen. Mes de febrero: un verano agobiante. ¿Cuál sería la canción tonta de la temporada? No lo sé, yo ya no estaba allí. Sólo recuerdo lo que yo escuchaba en la última época que pasé en la ciudad: Beatles, Jethro Tull, Creedence Clearwater Revival, Simon & Garfunkel, siempre Miles Davis y Piazzolla. Bach. Pero de la canción tonta no sé nada. De la de ningún verano. Digamos, pues, que en el pasadiscos Winco de rigor en ese tiempo y en ese tipo de vivienda, suena Puente sobre aguas turbulentas. Hay gente joven. Dos o tres hembras, dos o tres varones. Una pareja madura, los padres de Jaime, ya cerca de los sesenta años. Una mujer de alrededor de treinta años, Mariana, que según Ledesma tiene un papel importante en la historia de Giulia, o Betty, como se llamaba entonces. También una anciana, abuela de Jaime.
De pronto, se oyen ruidos fuera: motores, pasos rápidos y numerosos, y se abre la puerta, una puerta de latón, endeble, que queda hundida en el centro, vencida hacia un lado. Aparece un grupo de hombres armados, con la cara descubierta, unos con uniforme de soldado raso, otros de paisano, dando voces:
—¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo! —y dirigiéndose a la anciana: —Vos también, al suelo, no te creas que te vas a salvar porque seás vieja…
Hay un militar al mando. Por Ledesma, sé que se llama Roselli. Se acerca a Jaime, que se ha quedado de pie, le coge por el pelo y le derriba.
—¡Éste! —grita, señalando a Jaime con la metralleta—. ¡Y la piba! —Betty, que aún no era Giulia, que sigue de pie, paralizada. También a ella la abate, con un golpe en el cuello.
—¡Ya está! ¡Estos dos! ¡Vamos!
—¿Y los demás, jefe? —pregunta uno de los invasores, desconcertado.
—Dejalos ahí, no vamos a cargar con toda esta mierda, que ni para enemigos sirven…
Betty se ha desmayado. Jaime está simplemente tendido, no piensa colaborar. Les arrastran hacia fuera, donde aguardan varios vehículos. Jaime es arrojado al interior de un automóvil Ford Falcon de color verde y obligado a echarse en el piso en la parte trasera. Dos individuos ocupan los asientos y se acomodan con los pies sobre el caído. El coche se aleja. Exactamente lo mismo ocurre con Betty, o Giulia, cuyo rostro de entonces desconozco.
Mariana aparece entonces en la puerta y mira la calle ya desierta.
Han pasado menos de diez minutos.
Mariana está en su casa, un piso en el Barrio Norte. Fuma y mira la televisión sin verla. Suena el timbre. Ella abre la puerta sin precaución.
—¿Usted? —dice, sin asombro.
Al otro lado está Roselli, a quien reconoce del asalto a la casa y el secuestro de sus amigos.
—¿Siempre abre la puerta así, sin mirar ni preguntar quién es? —averigua él.
—¿Para qué? Si el que llama es un amigo, está bien. Y si no lo es, de nada sirve mirar.
—Recíbame como a un amigo. Es lo mejor en este caso.
—Como quiera. ¿Va a entrar?
—Sí, gracias.
Roselli entra. Como si la casa fuera suya. Se sienta en el mismo sillón que hasta hace un momento ha ocupado Mariana, coge el mando de la mesilla que tiene delante y apaga el televisor. Mariana se queda de pie.
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