Pablo Farrés - El libro del buen olvido

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Si la literatura argentina es un caleidoscopio de imágenes y voces, Farrés lo hace girar a toda velocidad.
El Libro del buen olvido no es la excepción. Un hombre advierte que las personas que lo rodean lo han olvidado, como si nunca hubiese existido. Su nombre, los libros que escribió, las huellas de su ser, todo lo suyo fue borrado. En ese punto el presente se volverá desierto y la búsqueda de sí mismo lo llevará a perderse en un laberinto de espejos enfrentados, donde el buen olvido hará de la memoria y la ficción una máquina festiva del amor y el desquicio.

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Primera parte Martes 20 de Noviembre de 2018 Hace unos meses después de - фото 1 Primera parte Martes 20 de Noviembre de 2018 Hace unos meses después de - фото 2

Primera parte

Martes 20 de Noviembre de 2018

Hace unos meses, después de separarme de mi mujer, sin otro lugar donde ir a parar, tuve que volver a la casa de mi madre. Desde entonces me la paso encerrado en el cuarto que fue el de mi infancia. La habitación da hacia el patio del frente. En otros tiempos, ese patio era un vergel de plantas y flores, sonajeros de caña de bambú, mandalas pintados sobre láminas de aluminio, campanitas colgantes, figuras de yeso —ángeles, enanos, sapos, diminutos jardineros con carretillas— y círculos trenzados con hilos de colores que atrapaban nuestros sueños —o eso se suponía— antes de que se dispersaran por otras regiones del mundo. Desde que mi madre perdió su pasión botánica, las plantas y las flores murieron, el tiempo embadurnó con una capa de verdín las macetas y las estatuas, los mandalas se despintaron y los sueños se fueron por ahí sin que nada ni nadie los pudiera atrapar. La persiana de la habitación permanece rota, no puedo subirla ni bajarla, ha quedado trabada en el tapa-rollo y no estoy dispuesto a perder el tiempo arreglándola. La habitación no es muy amplia pero me alcanza para satisfacer mis necesidades: dormir, leer, escribir. Del lado izquierdo de la ventana se encuentra la cama, del otro lado un escritorio y una pequeña biblioteca.

Recuerdo el día que regresé a esta casa con mis pocas cosas a cuestas, entré a este mismo cuarto y lo encontré intacto, absolutamente idéntico a cómo lo había dejado hacía ya tantos años atrás. Abrí la puerta y quedé anonadado, se trataba del museo de mi propia infancia, un diorama de mi pasado. En las paredes todavía colgaban los posters que en mi adolescencia había pegado junto a un círculo negro y verde, con números que saltaban de diez en diez y servía de blanco para perder el tiempo jugando a los dardos, el cajón del escritorio resguardaba los viejos casettes que por entonces escuchaba —The Cure, Talking Head, U2, The Smiths, Depeche Mode, Specials—, y en la biblioteca todavía se encontraban los viejos libros de la colección Elige tu propia aventura que mi madre me compraba todos los meses, junto a algunos ejemplares ya desvencijados de Poe, Philip Dick y Herman Hesse. Seguramente mi madre habría guardado y cuidado lo que en aquella habitación persistía con la ilusión de que en algún momento mi vida terminara de pudrirse y regresara vencido a su lado como finalmente sucedió. En el placar la ropa planchada y doblada esperaba todavía por el que yo había sido y dejado de ser, pero que aquella ropa permaneciera así limpia y ordenada transformaba mi sospecha en un indicio claro del estado de melancolía en que mi madre había vivido durante tantos años esperando el derrumbe y con ello el regreso de su hijo. ¿Para qué tomarse el trabajo de lavar, planchar, doblar y guardar aquellas prendas que ya no me entraban sino porque todavía vivía en un tiempo ya muerto en el que ella misma se había dejado atrapar? El orden intacto de la habitación en la que había pasado mi infancia y adolescencia era el modo en que ella había encontrado para sobrevivir un tiempo más después de mi abandono, un gesto desesperado de defenderse de sí misma mientras esperaba mi retorno. Fue aquella obscena esperanza de mi madre la que me permitió comprender los vericuetos de la pérdida y el esfuerzo inútil de dar vueltas sobre mi propia existencia mental para sanarme de mi memoria atrofiada. Llevado a una escala universal, mi cerebro, como el de cualquier otro, no difería demasiado al de una mosca, ¿dónde persistían entonces los recuerdos sino en las cosas mismas? Allí se encontraba mi pasado; mis libros de entonces, mis cassettes, los posters, mi juego de dardos, mi ropa, mi cama, ellos mismos concentraban el pasado, eran la memoria que yo había perdido. Me di cuenta, o quise pensar, que la memoria entonces no es un rasgo humano sino una propiedad del mundo, el mundo es memoria, las cosas no son sino la encarnación del pasado, la contracción del tiempo ido. Me sentí liberado, pude allí respirar sereno y saberme inocente con respecto al que fui en este mismo lugar. No necesitaba entonces recuperar en mi memoria la imagen de quién había sido mi madre, ella estaba en los libros apretujados en la biblioteca, allí se resguardaba su espera amorosa ante la publicación mensual de cada nuevo ejemplar de la colección de Elige tu propia aventura, allí estaban las visitas de mi madre cuasi-analfabeta a las librerías buscando los cuentos de Poe, Dick y los otros; y en aquellos cassettes de Sumo, The Cure, The Specials, mis propias búsquedas, todavía el chico de trece años que juntaba las monedas para ir a la disquería y comprar no los originales porque no me alcanzaba la plata sino los cassettes vírgenes en los que grababa de la radio o de los que otros chicos le prestaban, y sobre todo, existía todavía en la ropa que mi madre aún mantenía planchada y doblada en los estantes del placar, prendas absurdas que ya no me entraban, camisas oscuras con vetas violetas y azuladas, pantalones nevados y agujereados, todas ellas contraían en su propia textura el tiempo del mundo, el tiempo del adolescente que yo había sido. Lo que comprendí entonces es que aquella habitación no tenía ningún presente, ella misma y todo lo que allí se encontraba ya eran el recuerdo de sí mismos. Esa idea me trajo algún alivio: el hecho de que mi pasado solo se presentara bajo la forma desgarrada del atisbo y la mera intuición no tenía nada que ver con los vericuetos de mi cerebro ni con las trampas que yo mismo pudiera inventarle a mi existencia mental, no, no había nada que buscar allí, simplemente porque el pasado no se inscribe en la memoria de los hombres sino en el espesor concreto de las cosas.

Lo cierto es que aquella vez había entrado a la habitación de mi infancia para buscar en los cajones del placar y el escritorio, algún certificado, algún papel, algo que acreditara mi existencia e identidad para tramitar mis documentos en el Registro de Personas del Ministerio del Interior. La separación con mi ex mujer había sido de todo menos pacífica. Mi certificado de nacimiento, el registro de conducir, las tarjetas de crédito, incluso mi DNI habían quedado en lo que había sido mi casa, por lo que entonces no solo era un indocumentado sino que no tenía forma de demostrarle al Estado que yo era el que decía ser. La situación conflictiva y la absoluta falta de comunicación con mi ex mujer me impedían reclamárselos, aun cuando me humillara a tocarle el timbre y comerme el orgullo y la poca dignidad que me quedaba en pos de hablar con esa mujer que me había robado todo lo que tenía —y cuando digo todo, digo absolutamente todo, digo la posibilidad de ver a mi hijo, digo mi casa, mi computadora, mis libros, mi ropa, mi auto, la plata que tenía ahorrada, y todos mis documentos—, aun cuando tuviera que dirigirle la palabra a esa ladrona y pedirle al menos mi DNI, sabía que se negaría a devolvérmelo solo para regodearse una vez más en el resentimiento hacia la vida en general y hacia mi persona en particular.

No encontré absolutamente nada que me sirviera para mostrarles a los señores funcionarios del Ministerio del Interior que yo había nacido, que existía y que por ende tenía algún derecho a ser reconocido como persona, con un nombre, un apellido y esas cosas, pero fue entonces que en el segundo cajón del armario encontré una bolsa negra atada con un cordel que guardaba un block de hojas A4. Las páginas amarillentas y desgajadas señalaban un tiempo que no podía definir pero que seguramente debían contarse en décadas. Las letras, las palabras, todas las oraciones, más que escritas o trazadas parecían estrelladas contra las hojas como si de hormigas aplastadas por una mano impiadosa se tratara. No tenían título, no llevaban el nombre del autor, o acaso soy yo el que ya no los recuerda —pero en eso mismo estaba toda su maravilla—.

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