Horacio Vazquez-Rial - La capital del olvido

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Fiel a un estilo que otorga gran importancia a la expresividad verbal y a la construcción del relato, en 
La capital del olvido —novela ganadora en 2004 del V Premio Fernando Quiñones— Horacio Vázquez-Rial nos envuelve en una trama que, por un lado nos transporta al pasado, a la época de la dictadura militar en Argentina, de las desapariciones y de la venta de niños secuestrados. Por otro, propone una línea de continuidad entre la violencia de la guerra civil española y la de la ignominiosa dictadura argentina. Doble horizonte mediante el que pinta un dramático fresco del salvajismo contemporáneo. Una trama dura y dramática que nos introduce en la búsqueda del pasado y, a la vez, en el intento de olvidarlo, a través de unos personajes que buscan el silencio, el perdón, la justicia o la venganza, y que vuelven de entre los muertos para remover la conciencia de los vivos.Una parte importante de la acción se sitúa en Buenos Aires, escenario de los crímenes de golpistas civiles y militares, y del drama de las víctimas. Otra parte tiene su origen en la personalidad canalla de un español que ha amasado una fortuna aprovechando tanto la guerra en España como la degradación argentina. En esta novela Horacio Vázquez-Rial trasciende los límites de la novela negra y propone una reflexión sobre la ética en situaciones límite, sobre la capacidad de manipulación que proporcionan el poder y el dinero, sobre el victimismo, la cobardía y el complejo de culpa de una sociedad que busca su refugio en los peligrosos territorios de la desmemoria. La acción inmediata se sitúa en la actualidad y desde esta se retrocede varias décadas. Un investigador revuelve en el pasado y desvela un intrincado nudo de crímenes, ambiciones e inmoralidades de las que emerge la denuncia de la falta de moral individual y colectiva de nuestro tiempo. Todo se relaciona con una terrible historia de secuestros, asesinato, tortura y robo de recién nacidos. Como señala Luz C. Souto, un contexto en que 
los crímenes de lesa
humanidad que permanecen impunes y donde la búsqueda de justicia se convierte en una lucha por la memoria colectiva a la vez que en una denuncian de la pervivencia de los intereses de las dictaduras en los estados democráticos.Diálogos, acción y un ritmo trepidante nos atrapan en una trama que genera preguntas tanto sobre la historia cercana y remota de España y Argentina como sobre la complejidad y maldad del ser humano. Una novela estremecedora que nos muestra que la codicia del ser humano por el dinero y por el poder no tiene límites.

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Joaquín Ledesma no se parecía a Charles Waldon, que había hecho el papel en la versión de Hawks, ni a James Stewart, que le había reemplazado en la de Winner. A Romeu, que no se sentía Bogart ni Mitchum, le recordaba más a Juan Ramón Jiménez, con su calva y su cara afilada y su barba breve, una especie de paradigma del viejo caballero español imaginario.

Ledesma fumaba y tomaba café. Ofreció con un gesto lo que había sobre una mesa con tapa de mayólica, y Romeu se sirvió una taza y encendió un cigarrillo.

—¿Le pasa algo? —preguntó el anfitrión, observándole.

—No, no se preocupe. Son restos de una ilusión que me asaltó al entrar. Un error, una fantasía. Me pareció estar en el comienzo de una novela policial. Cosas que perturban, pero se olvidan.

—Tal vez no se haya engañado tanto como supone. Le he pedido que viniera por algo que tiene mucho de policial y mucho de novela.

—Yo no soy un detective, amigo Ledesma. Sólo un lector de historias negras. Con y sin investigador. Con y sin justicia.

—¿Sin justicia?

—Sí. Son las que prefiero. La mayoría de las novelas policiales terminan en una aclaración. Al principio, nada es lo que parece. Al final, alguien averigua cómo son las cosas realmente. Es agradable. Gratificante. Pero falso. La vida no funciona así. Nunca llegamos a ver con claridad, nunca quedan atados todos los cabos. Rara vez hay víctimas absolutas o asesinos absolutos. Cuando los hay, la víctima lo es, sobre todo, del azar. Y el asesino es un psicópata que dispara a un objetivo imaginario. Cuando median los argumentos humanos, la codicia, la lujuria, el resentimiento, la falta de poder, todo es confuso. El deseo es confuso. Siempre hay algo que no se alcanza a poseer. Que se llegue a matar por ello o no, es casi secundario. Hay muchos modos de matar. La vida es desprolija.

Ledesma coronó el parlamento de Romeu con un aplauso que sonó abundante, como si él solo fuera muchos. Era un hombre verdaderamente elegante.

—Muy bueno lo suyo, Joan. La vida es desprolija. Gran frase.

—No es mía. La dice una amiga muy querida.

—¿Sabe? Siempre me ha fascinado escucharle. Es usted un intelectual. De los de antes, de los inteligentes.

—No sé si inteligente. Intelectual, sí. ¿Para qué necesita un intelectual?

—No necesito exactamente un intelectual.

—En ese caso, no le sirvo.

—Usted es también un hombre de acción. O lo fue. Creo que lo es.

—No, no lo soy. Tal vez lo haya sido, pero ya sabe usted que cada siete años se renueva hasta la última célula del cuerpo. Y ya hace más de siete años que tuve que ver por última vez con algo parecido a la acción.

—¿Qué pasa en esa novela de la que me hablaba? Esa que empieza con un encuentro como el nuestro. ¿Qué pasa en esta escena?

—Pasa que el coronel Sternwood, un sujeto como usted, viejo y rico, pero con unas hijas a las que hay que proteger de sí mismas, contrata a Philip Marlowe, un hombre de acción, para que las vigile y averigüe en qué está metida la menor, llamada Carmen. Por ella le están sometiendo a un chantaje. Como ve, una situación muy diferente de ésta.

—Ah, ya, El sueño eterno. La conozco. Pero no se apresure, Romeu. No saque conclusiones excesivas cuando no sabe de la misa la mitad.

—¿Tiene usted alguna hija de la que yo no tenga noticia?

—Podría decirse que sí.

—¡Hombre, me quita un peso de encima! Llevo años preguntándome quién heredará todo lo suyo.

—Todo lo mío. Que no es poco, como imaginará.

—Lo suficiente para no trabajar nunca más, en mi mezquina interpretación de lo humano. Ayer, después de hablar con usted, entré en internet. Entre lo que aparece y lo que no aparece, unos cien millones de dólares. Y el poder necesario en algunos directorios para hacerlos valer unas diez veces más. Pero esa parte no se hereda, a menos que se tenga un talento comparable al suyo. Malvendiéndolo todo para convertirlo únicamente en dinero, que es lo que yo haría, unos cincuenta millones contantes y sonantes. Sólo con los intereses, podríamos dedicarnos al estudio durante varias generaciones. Cifras así producen premios Nobel y presidentes, hasta en los Estados Unidos.

—Buen cálculo. De una exactitud escalofriante. Propio de un hombre de acción. Yo le llamé y usted se informó debidamente.

—Propio de un historiador, Ledesma, que es lo que soy. Tengo la costumbre de tratar el presente como si ya fuera pasado. Los métodos de investigación son casi idénticos.

—¿Cuánto hace que nos conocemos?

—Veinticuatro años. Hacía poco que había muerto Franco. Le hice perder bastante dinero con mis delirios de editor exquisito.

—Usted también perdió. Y, a diferencia de mí, no lo tenía.

—Es cierto. Y sigo sin tenerlo. Ya lo he aceptado.

—No hace falta que lo acepte. Eso se puede resolver.

—Olvídelo. Los mecenazgos son demasiado comprometedores.

—¡Coño, Romeu! ¡Me habla como si le hubiese hecho una oferta por su alma!

—Me la va a hacer. También trato el futuro como si ya fuera pasado.

—Le voy a hacer una oferta, pero no por su alma. Sólo por un trabajo. O una misión. O un favor personal que nadie más que usted puede hacerme. Y créame que no he llegado a esa conclusión sin considerar el asunto desde todos los ángulos. Como comprenderá, no se hace todo el dinero que yo hice sin saber elegir a los hombres adecuados para cada cosa.

—La curiosidad me ha hecho perder la mayor parte de mi vida, Ledesma. Me he entregado a ella como al tabaco, sabiendo que me va a llevar a la tumba a cambio de una cierta serenidad. Soy absolutamente incapaz de marcharme sin escucharle.

—Y cuando me haya escuchado, no le quedará otra salida que negociar conmigo. ¿Quiere más café? Es un cuento largo. ¿Tiene algo que hacer esta tarde?

—No, nada que hacer. Y sí, quiero más café. Y cigarrillos, que se me están acabando.

—Mandaré a buscar.

Además del café y el tabaco, pidió jamón, pan con tomate, tortilla y vino, y lo hizo servir en el interior de la casa.

—Ahora que está todo dispuesto para el cuerpo —resumió Romeu—, alivie mi espíritu confesándome qué precio me ha puesto.

—No se lo he puesto yo —rió Ledesma.

—¿Hay alguien más en todo esto?

—No, no, no me ha entendido, y es normal que así sea. Una de las tantas cosas que uno aprende haciendo negocios es que el precio siempre lo pone la otra parte, lo sepa o no. En este caso, el precio lo ha puesto usted, sin saberlo.

—Ya. Está bien, es razonable. Ha de ser un precio bajo. He vivido mal. Tanto mis logros como mis aspiraciones son más bien pobres.

—Sí, ésa es la forma de estimar una situación. Naturalmente, yo investigué antes que usted. Y es cierto que ha vivido mal. De una manera muy valiente, hay que reconocerlo. Pero sus libros no se venden demasiado, y sus ingresos como profesor son eso, ingresos de profesor. Todo sumado, suponiendo que pague en término la hipoteca sobre su casa, su patrimonio equivale exactamente a la milésima parte del mío. Unos cien mil dólares. Veinte millones de pesetas. Podría ser peor, tratándose de un hombre honesto.

—Pero sospecho que no hará usted igualitarismo.

—No. Si le entregara la mitad de lo que poseo, por el mismo hecho de entregársela, se devaluaría.

—Lo sé. Sólo bromeaba.

—No haré más que quintuplicar su riqueza y saldar todas sus deudas.

—Nadie ha ofrecido nunca tanto por mi persona. Con eso, podré pasar tranquilo el resto de mi vejez.

—¿Vejez? No es usted tan mayor, Romeu. Yo he cumplido los ochenta y cinco, y ya me ve.

—Yo, cincuenta y tres. Y no llegaré a los ochenta. Dentro de veinte, si todavía estoy por aquí, se me caerán las babas y me mearé encima.

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