—¡No diga barbaridades, hombre!
—No son barbaridades. ¿Acaso tiene usted algún diente postizo?
—No. Sólo he perdido dos muelas, de atrás, y nunca las reemplacé porque no hacía falta.
—¿Se da cuenta? A mí no me queda una sola pieza natural.
—Lo sé. Una de sus deudas es con el dentista, por los implantes.
—Hasta el más mínimo detalle, por lo que veo.
—Sí.
—Yo, en cambio, no sé nada.
—Ahora lo sabrá. Todo.
Romeu se sirvió una copa de coñac. Ledesma, un vaso de vino.
—¿El sueño eterno es su novela preferida? —preguntó.
—No.
—¿Por qué?
—Porque tiene un final casi satisfactorio. Prefiero El largo adiós.
—¿Sin justicia?
—Sin justicia. Por eso es gran literatura.
—En la historia que le voy a contar tampoco hay justicia. No he tenido tanta suerte como el coronel… ¿cómo es?
—Sternwood.
—Eso, Sternwood. ¿Ha oído hablar de Giulia Brenan?
—¿Cómo podría no haber oído?
—Dígame lo que sabe de ella.
—Que ha ganado un trillón de discos de oro. Que es la gran voz latina de los Estados Unidos. Que es una belleza. Que lo primero que escucho cuando me levanto, mientras tomo el primer café y fumo el primer cigarrillo, es una canción suya que se llama El olvido. Que dentro de nada actuará en Madrid y yo iré al concierto.
—Irá a verla.
—Y a oírla.
—Sí, las dos cosas. Irá conmigo al teatro.
—Encantado. No le imaginaba en esa situación, pero aprecio su compañía.
—Y después, iremos al camerino y se la presentaré.
—Aunque sé que tiene intereses en una discográfica, no le imaginaba relacionado con artistas. Pero le agradezco el gesto.
—No estoy relacionado con artistas. La discográfica simplemente los compra y los vende cuando conviene. Jamás los veo ni ellos saben que existo. Éste es un caso especial.
—¿Hasta qué punto especial? ¿Es su hija?
—Lo más parecido a una hija que he tenido jamás. La vi nacer dos veces.
—¿Ésa es la historia?
—Esa es.
2 Lo que contó Ledesma / 1
Le entendía, aunque hubiera deseado que no fuera así. No quería encargarme del caso.
LAWRENCE BLOCK,
Los pecados de nuestros ancestros
—¿Ha oído hablar de Sisley Pound?
—Fortuna mítica en los Estados Unidos —se apresuró a responder Romeu—. Se suicidó. Estaba casado con una española. De la jet, si no me equivoco.
—No se equivoca —confirmó Ledesma.
—Al menos una de las empresas que usted controla, la Desmond, metalúrgica, le perteneció alguna vez a él.
—Doble bingo.
—Déjeme seguir adivinando.
—Siga.
—Fue su socio.
—Sí.
—Giulia Brenan es hija de Pound.
—Correcto. ¿Qué más? —desafió Ledesma.
—¿Por qué no hija suya?
—Ella se quedó con el americano.
—Y usted optó por el papel de amigo dilecto de la pareja.
—Podría expresarse así.
—Debió de querer mucho a esa mujer para hacer eso —imaginó Romeu— ¿Cómo se llamaba ella?
—María Teresa. Teresa. Y sí, la quise mucho. Pero no crea que di esa puntada sin tener hilo. Primero, porque a ella nunca le había sido indiferente, y me permití conservar ciertas esperanzas. Segundo, porque pensaba que él, tarde o temprano, iba a desaparecer. Estaba muy loco aquel hombre. Un genio en el dinero, pero muy loco.
—¿Se proponía ser el amante cuando él no estuviera? No crea que no me cuesta hacerle una pregunta así, Ledesma. Me hace sentir anciano. Cualquier hombre de hoy se hubiera propuesto robarla, tirársela u olvidarla. Sin remordimientos.
—Yo no hubiera sentido el menor remordimiento. El remordimiento no es lo mío. Ella no estaba dispuesta. Citaba a Sartre: decía que elegir es renunciar y se quedaba tan contenta. Yo no hacía de amigo perpetuo, ni de familiar oficioso. Me quedaba a una respetuosa distancia. Si en ese entonces hubiese aparecido alguien que valiera la pena, seguramente no estaríamos hablando de esto ahora. Estoy hecho para el olvido. Pero el equilibro se mantuvo porque toda la historia duró poco. Primero, Teresa quedó embarazada y parió.
—A esa niña que ahora es otra.
—A esa. En su primera vida, se llamó Beatrice Pound Irigaray. Un nombre y unos apellidos absurdos, si bien se mira.
—Sí, un cocktail explosivo.
—Puede dejarlo en Betty Pound.
—Mejor.
—Después, al cabo de un par de años, Teresa enfermó de cáncer y murió. Un cáncer de esófago. Fulminante. En dos meses, dejó de estar.
—Espere. Deme fechas.
—La boda, en 1953. El nacimiento, en 1955. La muerte de Teresa, en 1957. El suicidio de Sisley, en 1958.
—O sea que Giulia Brenan tiene 45 años. La plenitud. Parece más joven.
—Sí, lo parece. Pero le pasaron demasiadas cosas. Tiene más edad de la que aparenta.
—¿Más edad o más sabiduría?
—Algunas cosas aprendió. Otras no. No perdió la omnipotencia. Hereditaria, supongo. Hija de ricos españoles y americanos.
—La crió usted.
—No. Había abuelas. Se ocupó la abuela materna, porque la niña estaba aquí, en Madrid. Una vieja hija de puta.
—Ésa es una definición precisa.
—No cabe otra. La metió en un internado. De gran categoría, eso sí. Se crió con monjas y aprendices de putas. De putas perezosas, además, porque el sueño de esas chicas era resolver su vida con un solo cliente. Casi todas lo consiguieron. Consiguieron marido, quiero decir. Lo sé porque todos sus triunfos se publican en la prensa. Algunas se modernizaron y se divorcian, despluman al primer imbécil y se buscan el segundo. Romances. En las revistas dicen que tienen romances.
—¿Mantiene ella alguna de esas relaciones?
—Ninguna. Todas creen que Betty ha muerto. Y en cierto sentido, es así.
—Pero verán su retrato en los periódicos, en las portadas de los discos…
—Ven otro retrato. Es otra cara. Pueden quedar algunos vestigios del pasado, pero sólo son eso: vestigios. Mínimos. No se apresure. Ya llegaremos a esa parte.
—¿Qué hizo usted cuando la mandaron a ese internado?
—Nada. No podía oponerme. La abuela tenía la patria potestad, podía decidir al respecto. En eso, Sisley no arregló las cosas como debía, no lo hizo bien.
—¿Hizo algo bien?
—Sí. Me dejó a cargo de la herencia. Fui su albacea, y administrador de los bienes de Betty hasta sus veintiún años, de modo que nadie pudo meter la mano en ese dinero. A la familia materna, me refiero.
—Mucho dinero.
—Difícil de imaginar, Romeu.
—A lo largo de esos años, ¿se vio usted con ella, Ledesma?
—Sí. Negocié visitas al internado. Algunas legales, a través de mi abogado. Ser su administrador me daba ciertos derechos. También algunas ilegales, sobornando a las monjas con falsas caridades. Abrí una cuenta a nombre de una parienta de la superiora. Unas pesetas para el convento, unas pesetas para esa señora, y todo el mundo feliz. La saqué a pasear unas cuantas veces. Nada clandestino. Ilegal, pero no clandestino: a la abuela le venía de perlas que yo me ocupara. No me iba a ceder la propiedad de la nieta, pero la aliviaba de sus deberes.
—¿Hasta cuándo duró eso?
—Hasta que Betty, a los dieciocho, decidió que prefería estudiar en los Estados Unidos.
—¿Qué estudió?
—Música, por supuesto. Canto, fundamentalmente. Pero lo maneja todo en ese terreno. No sólo varios instrumentos, sino toda la parafernalia técnica… Ya la dominaba en Madrid. Yo lo organicé todo con la anuencia de la abuela: podía salir del colegio para ir a clase en el conservatorio. Cuando se marchó, ya había completado esa parte de su formación.
Читать дальше