—Lo escucho —anuncia.
—Unos amigos míos tienen a un pariente suyo y a una chica, yanqui o española, eso no está claro.
—Lo sé. Se los llevó usted. Yo estaba ahí, ¿se acuerda?
—¿Yo? Se equivoca, señora. Yo soy sólo un intermediario… Nunca me llevé a nadie de ninguna parte.
—Si lo prefiere así, seguramente me equivoco. ¿Puedo hacer algo por ellos? No son parientes. En eso está mal informado.
—Parientes o amigos, ¿qué más da? Creo que sí, que puede hacer algo por ellos. Me parece que esos chicos tuvieron suerte. Porque hay cosas que se hacen por dinero y cosas que se hacen por política. Las mismas cosas, según quién las haga. Y ellos están en manos de un hombre tan sensible al dinero como a la política. Hay mucha corrupción en este país…
—No lo entiendo. Sea más claro, por favor.
—Mire, la nena esa es de una familia bien, gente de dinero. Y, si esa gente está dispuesta a hacer un esfuerzo, tal vez sea posible obtener su libertad.
—¿La de los dos? —pregunta Mariana.
—¡Es tan asqueroso todo esto! —finge quejarse Roselli—. Estoy convencido de que no me equivoco si le digo que esa gente pedirá una plata por uno y otra plata por los dos. Los tres, porque ella está embarazada, ¿no?
—Sí.
—¿Puedo dejar el asunto en sus manos? ¿Tiene alguna forma de comunicarse con los parientes de esa muchacha?
—Quizá. Tengo un número de teléfono. Lo intentaré.
—Lo intentará. Sin duda, lo intentará. ¿Cuándo podrá decirme algo? Porque no se imagina lo rápido que pasan los días, y ellos… ¿cómo le diría? Las condiciones del encierro no son las mejores para una chica que espera…
—Mañana.
Roselli saca una tarjeta del bolsillo. Una tarjeta sin ningún nombre, sólo un número de teléfono. Se la tiende a Mariana.
—Llámeme.
—¿Por quién pregunto?
—No pregunte. Atenderé yo.
Mariana, una vez sola, corre hacia la mesilla sobre la cual está el teléfono. Saca una agenda y un montón de papeles sueltos del cajón. Busca desesperadamente, sin encontrar nada. Va hacia la cómoda y hace lo mismo: lo deja todo como cae, igual que un ladrón. Revisa los armarios, la ropa, los bolsillos de cada prenda. ¿Qué llevaría puesto el día en que Betty le dio ese teléfono? Todavía hacía frío. Busca en los abrigos. Cada vez que descarta algo, lo deja en el suelo, sin ningún orden. Aparecen páginas sueltas de libretas, servilletas arrugadas de bares, envoltorios de azúcar, todos con notas, pero ninguno es. Finalmente, en el fondo de un bolso que hace mucho que no usa, lo encuentra.
Se da cuenta de que se ha olvidado de fumar durante todo ese rato y, como las ideas ridículas son inevitables, piensa que esta podría ser la ocasión para dejarlo. Inmediatamente después se echa whisky en un vaso y enciende un cigarrillo. Con el vaso en una mano y el paquete de tabaco, el encendedor y el papel con el número en la otra, va hacia la cama y se sienta en el borde, delante del teléfono.
Todavía no hay telediscado en Buenos Aires, de modo que pide la comunicación a la operadora. Llama a Madrid.
El teléfono suena en una mansión madrileña, en un inmenso dormitorio, colmado de lujo clásico. Atiende una mujer muy mayor, muy cuidada y con escasas joyas, en silla de ruedas, con una expresión agria en el rostro que no se condice con la amabilidad con que responde la llamada.
—Sí, sí —reconoce—. Soy la abuela de Betty.
Al otro lado de la línea, se supone una disculpa.
—No se preocupe, me levanto muy temprano —dice la anciana—. Sí, la escucho.
El parlamento es largo. Imagino a Mariana buscando las palabras, tratando de resumir una situación que se resiste a la síntesis.
No se ve el menor cambio, la menor alteración en la cara de la abuela. Escucha una proposición comercial como cualquier otra.
—Comprendo. ¿Le han dicho cuánto? —había comprendido.
Mariana niega.
—Es lo mismo. Diga que sí, que me llamen. Yo lo arreglaré. Deme su número, por favor.
Hay una libreta junto al teléfono. En ella apunta.
—Está bien. Gracias.
No quiere detalles, no le interesa saber quién es la mujer que la ha llamado: sabe que le ha dicho la verdad, que las cosas son así, que Betty está en problemas, cómo no, irresponsable, imbécil, si no tuviera tanto dinero.
Marca un número.
—El coronel Irigaray, por favor —pide—. Sí, gracias.
Se entretiene haciendo dibujitos en la libreta.
—José Antonio —reconoce—. Dime, ¿conocemos a alguien importante en Buenos Aires?
Monosílabo afirmativo.
—Ven a verme, pues. Es urgente, muy urgente. Ahora mismo.
No da ocasión a más. Cuelga y hace otra llamada.
—¿Ledesma? —nunca se le ocurriría llamarle Joaquín, a pesar de los años de trato—. Betty está en problemas. Le necesito a usted. Ahora. Venga a mi casa sin perder un minuto.
4 Lo que contó Ledesma / 2
La gente civilizada es así: se dignifica poniendo barreras delante de las cosas a las que está deseando llegar.
F. GONZÁLEZ LEDESMA,
Las calles de nuestros padres
Empezaba a anochecer. Romeu iba por su tercer whisky, tal vez el cuarto. Ledesma había empezado a fumar. Los ceniceros rebosaban, pero el dueño de casa había dado orden de no interrumpir aquella reunión.
—Me dolió la llamada de la señora —confió Ledesma—. No en el primer momento, cuando aún no sabía de qué se trataba, sino después, cuando entendí que Betty había dado a alguien el número de su abuela, y no el mío, como último recurso en una situación difícil. Todo hubiera sido distinto si ella no hubiese intervenido, esa vieja retorcida…
—¿En qué sentido distinto? —quiso saber Romeu.
—Tal vez Jaime estuviese vivo.
—¿Dejó fuera al muchacho?
—Como si no existiera. No le interesaba. Debe de haber pensado que así se quitaba de encima un problema.
—¿Usted no pudo intervenir?
—No. Lo arregló de modo que yo no participara en la reunión, aunque viajé a Buenos Aires con ella.
—¿Con quién se reunió?
—Con Labastida. El capitán Labastida. Él era el secuestrador. El jefe. ¿Ha oído hablar de él?
—Sí. Lo peor de lo peor.
—Yo le conocí después. Hablé con él dos días después. Pero no sirvió de nada, ella había cerrado el trato y el muchacho estaba muerto.
5 Lo que imaginó Romeu / 2
Ésa es la diferencia entre el crimen y los negocios. Para hacer negocios, hay que tener capital. A veces pienso que es la única diferencia.
RAYMOND CHANDLER,
El largo adiós
Mucho después, pero no cuando Ledesma me metió en el fregado de Giulia Brenan, sino antes, en otra vida, conocí el lugar. Parecía un edificio normal. Durante mucho tiempo, se supuso que ahí había oficinas o algo así, la planta baja funcionaba con normalidad, es decir, entraba y salía gente a la luz del día. Un portero abría después de mirar quién quería entrar. Un tipo amable. Si alguien llegaba hasta allí por error, orientaba al perdido: conocía hasta la última dependencia del último ministerio. «No, eso ya no está acá», decía, «se trasladaron, pero es ahí nomás, mire…» Y daba la dirección precisa. Por la parte de atrás, había una entrada de garaje. Sólo se abría con un mando a distancia o desde dentro. En las plantas superiores, carteles de «se alquila» con un número de teléfono que nadie atendía jamás.
La mayoría de los despachos de la planta baja no se usaban. En uno de ellos trabajaba un tal Recondo, una especie de notario de la infamia que llevaba los expedientes de los desaparecidos, con todo, desde su historia clínica hasta su árbol genealógico y las listas de bienes que se les podían arrebatar. Recondo cuidaba el dinero, el de los rescates, el de las subastas y el de las operaciones de la inmobiliaria que vendía las viviendas de los que ya no las iban a usar, ni tenían parientes vivos que las pudieran reclamar, o estaban a punto de no tenerlos, porque en eso la organización era eficaz y limpiaba las pistas hasta el más remoto deudo. De tanto en tanto, alguien recogía ese dinero y se lo llevaba. A Suiza, suponía Recondo, o a las islas Caimán, por qué no. Él sacaba su parte del país por otra vía y la tenía en una cuenta legal en Alemania. Eso se supo después. Que se haya sabido no significa que se haya hecho nada para recuperarla. El hombre sigue cobrando intereses, es dueño de su casa y, cuando la dictadura se terminó formalmente, alguien le proporcionó un empleo en una filial de la Siemens.
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