Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto...: краткое содержание, описание и аннотация

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Por razones de trabajo visité la capital de Bucovina, desde donde me arranqué apenas tuve un fin de semana libre y recorrí doscientos treinta kilómetros en un día por entre boscosas montañas, para acceder a los monasterios de Moldovita, Sucevita, Humorulu y Voronet que rodeaban Suceava más allá de los Cárpatos fronterizos con Ucrania. Mis colegas resultaron ser muy cultos y dieron un gran valor agregado a mi visita y, para mi suerte, mi anfitrión rumano sabía de memoria el significado religioso de cada escena pintada en las viejas paredes monásticas que por siglos seguían resguardadas por robustas fortificaciones externas.

La iglesia ortodoxa era muy tradicional y sus construcciones estaban atiborradas de íconos decorados con mucho oro, en especial la iconostásis que equivalía al altar católico que para ellos era una cámara privada extremadamente ornamentada con reliquias e íconos de hieráticas miradas de estilo bizantino. Lo que hacía diferente a los monasterios bucovinos del resto del país, era su pintado exterior que cubría totalmente sus iglesias, en las que predominaba en su fondo un azul tan fino que desde entonces se le denomina Azul Moldavita en los estándares universales de color.

Todos los monasterios pintados albergaban a comunidades de monjas que vivían de la confección de imágenes religiosas, confites, mermeladas, vino de misa y artesanías folclóricas de gran valor por sus finos bordados. Sus ceremonias tenían gran boato y ostentación, las que magnificaban entonando cantos gregorianos en idioma griego. Para convocar a la oración llamaban a su feligresía golpeando tablas para evitar que el tañido de las campanas delatase su presencia ante los turcos, a pesar de que desde hacía siglos no representaban amenaza alguna.

Fue un día precioso y lleno de la paz que irradiaban las comunidades religiosas, cuyos eremitas por siglos apenas supieron de las azarosas políticas de sus monarquías, democracias y dictaduras que tanto transformaron a Rumania.

Viaje a Europa

muerto de hambre

En 1978, en mi camino de regreso como mochilero desde Europa, estaba en Grecia casi sin plata ni saber cómo volver a Roma, desde donde debía embarcarme de vuelta a Chile en tres días. Casi se me había olvidado comer, al punto que llegué a bajar como quince kilos y sobrevivía a puras galletas y agua de la llave.

Llegué de noche al puerto de Patras y a pesar de que no logré juntar el valor del pasaje con las monedas que me quedaban, pedí en boletería que me permitieran abordar el último ferry a Italia, asegurando que viajaría a la intemperie. Me atendió una señora, quien a pesar de usar una barba tan larga como para trabajar en un circo, encontré hermosa cuando sonriente tomó mis últimos dracmas, peniques y chelines, y me permitió escabullirme a la motonave.

Era el único pasajero que viajaba a la intemperie, pero la llovizna y el viento helado me forzaron a bajar a una cubierta llena de húmedas bancas de madera. Nadie me preguntó nada y me acomodé dentro del saco de dormir hasta que de madrugada arribamos a Italia, cuyas lejanas luces nos habían guiado durante la noche.

Terminé de dormir en la estación de Brindisi, desde donde tomé un viejo tren al norte que paraba en todos los pueblitos. Me había propuesto no regresar a Roma sin visitar Asís, la tierra de San Francisco, para lo cual había guardado mis últimas liras. Compartía mi lugar con varios sicilianos que iban a trabajar a Turín y cargaban queso, jamón y vino para el viaje. Sobre una maleta jugaban cartas y comían entre carcajadas, torturando mis pobres tripas en completo ayuno.

Para matar el hambre fumé un cigarrillo ordinario del último paquete español que me quedaba. La cajetilla contenía “Bisontes”, que eran petardos camuflados de cigarrillos; llamó su atención y les ofrecí unos, que de seguro aceptaron por curiosidad. Del cigarrillo a la conversación medió un paso y mientras hablábamos, los sicilianos comían a carrillos llenos quesos y jamones, que alternaban con grandes sorbos de vino casero. No podían imaginar que el flaco chileno con que conversaban no lo era exactamente por su contextura natural, y a no ser por el traqueteo del tren, habrían escuchado el angustioso sonar de mis tripas.

Pasamos primero por la ciudad de Ancona, donde vivió el santo padre Pío, para dirigirnos después a la maravillosa Asís de San Francisco, mientras llevaba a punta de ayuno, mi propio camino a la santidad. Hablamos de todo en un italiano chapurreado mientras devoraba con mi vista cada bocado que se echaban a la boca mientras me acosaban a preguntas sobre cómo era Chile.

Creo que estaba a punto de desmayarme cuando me ofrecieron, indiferentes, compartir la comida. Sin duda mis ojos desorbitados y mi manera de engullirla a dos manos traicionaron mi templanza y medio avergonzados terminaron ofreciéndome todo cuanto llevaban. Comí lo que pude, confiándoles que apenas había probado bocado en varios días.

Nunca me habían sabido tan ricos los quesos, los jamones y los salames ahumados, y al despedimos emocionados en Asís, mi mochila estaba llena de comida.

Los "mojados"

Durante una misión de asesoría en Guatemala, colaboró conmigo un ingeniero informático de origen Maya llamado Omar. Era testigo de Jehová y provenía de la región de Quetzaltenango. De inmediato demostró su excepcional calidad humana y profesional para reforzar nuestro equipo.

De tanto compartir nuestro trabajo, fui conociendo más su abnegada historia para llegar a ser profesional y cómo apoyaba económicamente a sus hermanos menores para que también lo lograran. Cuando entró a la Universidad salió por primera vez de su ciudad natal, donde su madre tenía un humilde comercio artesanal y su padre había emigrado a Estados Unidos, sin que de él nunca más se supiera.

Cuando fue contratado por la misión del Banco Mundial en Pakistán, Omar debió viajar a Islamabad haciendo escala en Estados Unidos, país que visitaba por primera vez y le inquietaba mucho. Razones no le faltaban, pues su padre dejó a su familia buscando un destino mejor en Estados Unidos, ingresando a México por Chiapas, para tomar el tren que por tramos lo llevaría a la frontera americana. Se le denominaba “la Bestia”, pues transportaba a los indocumentados en las más peligrosas condiciones imaginables.

Los tramos de los trenes de carga se sucedían desde Chiapas a Ciudad de México vía Oaxaca, trecho al que denominaban “el infierno”, pues se debía pernoctar precariamente sobre el techo de los vagones y por días completos los migrantes no dormían, pues si perdían el equilibrio podían quedar destrozados al caer. Los sobrevivientes sufrían asaltos, robos y violaciones de quienes merodeaban las estaciones para hacerse del poco dinero y ropa que llevaban. Quienes resistían, debían enfrentar vejámenes y deportaciones por parte de la corrupta policía de migración mexicana.

Una vez en las estaciones de Ciudad de México, los sobrevivientes debían elegir por qué paso fronterizo intentarían llegar a Estados Unidos y repetir el largo y martirizador proceso hasta Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua o Sonora. Para eso dependían de quienes podían esperarlos en la frontera y si eran capaces de pagar a los denominados “coyotes”, inmisericordes traficantes que explotaban la miseria de aquellos inmigrantes ilegales que habían sido forzados a buscar un mejor destino.

Los inmigrantes debían cruzar los límites fronterizos por el extenso desierto de Arizona o vadear peligrosamente el río Bravo, que separa ambos países, con un gran porcentaje de indocumentados abandonados a su suerte por los inmisericordes traficantes. De allí vienen los términos “coyotes” y “mojados”. Los que sobrevivían debían enfrentarse a la policía migratoria de Estados Unidos, y de los miles que morían en el camino, probablemente enterrados en fosas comunes, nadie sabrá jamás.

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