17Cfr. GARCÍA BAZÁN, F., El gnosticismo: esencia, origen y trayectoria , p. 159s. y La biblioteca gnóstica de Nag Hammadi y los orígenes cristianos , Buenos Aires, El Hilo de Ariadna, 2013, p. 138.
18JUSTINO, Diálogo con Trifón (en adelante: Diál. ) 62, 3, en: Padres Apologetas griegos (s. II ) , edición bilingüe completa con versión, introducción y notas de Daniel Ruíz Bueno, Madrid, BAC, 1996 3, p. 412. En adelante, la paginación remitirá a esa versión española.
19JUSTINO, 1 Apología 26, 8 (1 Apol. ), p. 210. Cfr. Diál. 35, 3; 51, 2 y 80, 4.
20JUSTINO, Diál. 35, 4–6, pp. 359–360.
21Cfr. 1 Co 15, 12.
22Ga 2, 7–9.
23Cfr, Comentario a Mateo X, 17.
24Cfr. EUSEBIO de CESAREA, Historia eclesiástica (en adelante: HE ) V, 7, 1. Utilizamos el texto bilingüe con versión española, traducción y notas de Argimiro Velasco–Delgado, Madrid, BAC, 1997 2, HE II, 23, 19–22, T. I, p. 111s.
25Cfr. las Memorias de Hegesipo en EUSEBIO de CESAREA, HE IV, 22, 4–5,vol. I, pp. 245–246.
26Papiros de Oxirrinco y NHC II, 1.
27Cfr. I Jn 2, 19; 4, 2–3.
28 Carta Primera de San Clemente a los Corintios (en adelante: I Clem. ) V, 2–3, en RUÍZ BUENO, D., Padres Apostólicos , edición bilingüe completa, Madrid, BAC, 1993 6, p. 182.
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
El pensamiento de los Padres de la Iglesia arraiga en una experiencia vital del misterio cristiano. De ahí la perenne vigencia de sus escritos, que aún en nuestros días concitan la atención de filósofos y teólogos y constituyen el centro de no pocos debates en destacados ámbitos intelectuales.
En tal sentido, analizar la obra de San Ireneo no implica exhumar una pieza literaria proveniente de un pasado obsoleto, como si se tratara de un mero capricho de erudición historiográfica; por el contrario, el contacto con el vigoroso pensamiento de este Padre del siglo II nos hace estar atentos a los signos de una de las preocupaciones religiosas más originarias del cristianismo primitivo. Su lucha contra el gnosticismo constituye un episodio célebre de la historia de las ideas, y revela la importancia que la cuestión de Dios tenía para el hombre de su tiempo.
El momento de la antigüedad tardía en el que Ireneo escribió su monumental tratado anti-gnóstico, constituye un período privilegiado para el investigador, tanto de la historia como de la fenomenología de la religión.
Las páginas que siguen son el resultado de una larga investigación que culminó en nuestra tesis de Doctorado en Filosofía, presentada en la ciudad de Santa Fe en diciembre del año 2005. Esa fatigosa pero apasionante aventura intelectual y espiritual fue posible gracias a un convenio entre la Universidad Católica de Santa Fe y la Universidad de Bari (Italia) que me abrió generosamente las puertas de su Biblioteca de Estudios Clásicos y Cristianos «Santa Teresa dei Maschi», facilitándome así el acceso a las más valoradas fuentes del cristianismo. Por lo tanto, expreso aquí mi más profunda gratitud a los profesores que confiaron en mi para llevar adelante tal empresa, especialmente al Dr. Aníbal Fornari de la Universidad Católica de Santa Fe y a los profesores Costantino Espósito y Paolo Ponzio de la Universidad de Bari. Un párrafo especial para los bibliotecarios Massimiliano Stefanelli, Biaggio Quacquarelli y Maria Pia, quienes no sólo me asistieron permanentemente con su experto asesoramiento, sino que además y con la calidez típica de los italianos del Sur, me brindaron el afecto y compañía que permitieron mitigar mis nostalgias de extranjero. Vaya también mi emocionado agradecimiento a mi directora de tesis, la Dra. Silvana Filippi, por el denodado esfuerzo, rigurosidad y dedicación que puso en la lectura y corrección de mi trabajo; a mi distinguido maestro el Pbro. Dr. Carlos María Aguirre, y al Pbro. Lic. Marcelo Mateo, quienes hace más de un lustro me facilitaron los primeros libros sobre San Ireneo que llegaron a mis manos.
Quiero expresar también mi más elevado reconocimiento a los ilustres profesores que integraron el Jurado de Tesis, a saber, el Dr. Héctor Jorge Padrón, el Dr. Francisco García Bazán y el Dr. Rubén Peretó Rivas, por sus atinadas observaciones que contribuyeron a enriquecer esta obra y por haber recomendado unánimemente su publicación. Hago extensivo este sincero agradecimiento a la institución a la que debo mi formación filosófica, la Universidad Católica de Santa Fe, no sólo por la ayuda económica brindada para esta investigación en la ciudad de Bari, sino también por su generosidad en haber admitido el escrito para su publicación.
Por último, quiero destacar el constante apoyo de mi familia que soportó pacientemente las inevitables ausencias que generaron estas prolongadas vigilias de investigación. No obstante, es preciso aclarar que el tiempo y esfuerzo dedicados resultaron insuficientes ante la profundidad insondable del pensamiento de Ireneo, por lo cual considero necesario advertir al lector que esta obra se encuentra muy lejos de agotarlo. En consecuencia, es oportuno recordar aquí lo dicho por uno de los más sobresalientes estudiosos del Santo, el P. Antonio Orbe: «Ireneo merece un trato delicadísimo, y quizá no llegó aún el día de abordarlo con plena garantía de éxito».
Juan Carlos Alby
Santa Fe, julio de 2006
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
Las nociones de «tiempo» y «acontecimiento» han sido abundantemente tratadas en la historia de la filosofía. La aparición del cristianismo trajo aparejada una comprensión particular de estos términos, abriendo un horizonte de significación que involucra de manera decisiva al hombre, especialmente a partir de lo que conocemos como la Encarnación del Verbo. Esto explica el hecho de que, durante muchos siglos, la antropología se fuera configurando desde la cristología. Por lo tanto, para acceder a la concepción de hombre que está en la base de nuestra tradición cristiana occidental, resulta indispensable indagar en las raíces de ese pensamiento.
Respecto de lo anterior, y para comprender la gravitación que las concepciones de «tiempo» y acontecimiento» tienen sobre la antropología, nos hemos decidido por el estudio de un Padre de la Iglesia, Ireneo de Lyon, quien además de ser considerado el autor de la primera gran síntesis teológica de la historia del cristianismo, es también pionero en la revitalización de una tradición bíblica que, comportando una concepción particular de hombre, había quedado eclipsada en el sincretismo propio del siglo segundo de nuestra era. Ireneo recoge y transmite una tradición remota que lo liga a Juan y a Policarpo de Esmirna, la de los «presbíteros» u «hombres felices» —como los llama Clemente—, 1que estuvieron en contacto con los Apóstoles, y cuya enseñanza el Lugdunense pone por escrito en su monumental obra teológica. Como ninguno de sus predecesores y sucesores, Ireneo recoge el magisterio de Pablo y Juan, quienes al relacionar a Cristo con Adán, colocan al hombre en el epicentro de la historia, introduciendo de manera decisiva la carne y su temporalidad en el ámbito de la salvación. Ireneo vivió en un ambiente filosófico ecléctico que presentaba rasgos similares al de nuestro tiempo. El platonismo, estoicismo y gnosticismo del siglo II presentaban opiniones distintas sobre el tiempo, el hombre y la historia. La metafísica griega, particularmente la platónica, nos había habituado a un pensamiento del acontecimiento tanto más excelso cuanto más distante de lo histórico y lo temporal. Presencia y acontecimiento se excluyen mutuamente como el arquetipo inteligible, el auténtico ser, eterno e inmutable, se distancia de lo particular, contingente y, por ello, apariencial, con lo que resulta inconciliable. Esto conduce a una dualidad antropológica en la que el alma y el cuerpo pertenecen a dimensiones no sólo distintas, sino antagónicas.
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